Cuando el presidente de la República Islámica, Mahmud Ahmadineyad, quiso levantar la prohibición impuesta desde 1979, sobre el acceso de las mujeres a los lugares donde se desarrollan las competiciones deportivas entre hombres, unos se sorprendieron y otros pensaron que se habían precipitado en tacharle de ultraderechista. Sin embargo, justo un mes antes de que […]
Cuando el presidente de la República Islámica, Mahmud Ahmadineyad, quiso levantar la prohibición impuesta desde 1979, sobre el acceso de las mujeres a los lugares donde se desarrollan las competiciones deportivas entre hombres, unos se sorprendieron y otros pensaron que se habían precipitado en tacharle de ultraderechista. Sin embargo, justo un mes antes de que el equipo nacional iraní de fútbol juegue en los mundiales de Alemania, el presidente dio marcha atrás. La causa, el revuelo entre los clérigos de alto rango que veían en tal propósito el fin de su particular republica, destacada sobre todo por considerar a la mujer fuente de Fetné «caos social». La intervención del líder supremo del país, el Ayatola Alí Jameneí, para mantener dicha prohibición y de paso desautorizar a su presidente, puso fin a la polémica, al menos por el momento.
¿Cometió Ahmadineyad una imprudencia? ¡No!. Tanto esta propuesta que iba a «ayudar a promover la castidad», como su intención de abrir un debate sobre el velo -el gran tabú de la República Islámica-, y afirmar que los códigos de vestimenta islámicos no deberían ser impuestos por la fuerza, forman parte de la triple estrategia del líder del ejecutivo que representa a los sectores militares del régimen. Por un lado, es un intento por atraer a los ciudadanos cansados de la represión religiosa, en un momento de creciente aislamiento internacional del país por el programa nuclear, por otro, pretende provocar un enfrentamiento abierto entre la sociedad -y en especial las mujeres-, y el clero, presentándole como el principal responsable de los molestos e innecesarios códigos de comportamiento «moral» que pesan como una losa sobre la gentes. En tercer lugar, su «liberalismo» es una forma de reparar su prestigio dañado a causa del incumplimiento de su principal promesa electoral, que era luchar contra la corrupción entorno a la industria petrolera y llevar a los hogares de los ciudadanos los inmensos beneficios de la venta del Oro Negro iraní. Con estas posturas, además de anti imperialista, el presidente Ahamdineyad pretende presentarse como aperturista.
Su plan de aislar, para luego apartar al clérigo del poder político y devolverles a las escuelas teológicas, sin ser una empresa fácil, ya está en marcha.
Lucha por el poder absoluto
Hoy estamos ante la tercera fase de la lucha por el poder en el seno del régimen teocrático desde su fundación. La primera fue un pulso entre la casta sacerdotal y los civiles islamistas por el poder; se trataba de la discrepancia sobre la dosis de las normas religiosas en las leyes fundamentales que regían la República Islámica. El fracaso de los civiles se selló con la huida espectacular del primer presidente de la republica, el civil Abolhasan Bani Sadr, exiliado en Paris desde 198.
La segunda purga se desarrolló entre los ultraconservadores y los reformistas, durante la presidencia de Mohammad Jatamí, con el resultado del fracaso de los segundos por la simple razón de la incompatibilidad entre la teocracia (que discrimina a los ciudadanos por razones de genero, religión, etnia, pensamiento, ideas y clases sociales) con los principios más elementales de un Estado de derecho.
La tercera fase empezó con la entrada sigilosa de 67 ex guardianes de la Revolución Islámica y hombres pertenecientes a los círculos de los servicios de Inteligencia del Estado en el parlamento hace dos años, -a pesar de las protestas del ayatola Lari, el entonces ministro de Interior, que lo consideraba anticonstitucional- y conseguir la portavocía de la cámara, que por primera vez pasaba de un clérigo a un ex militar. Controlando el poder legislativo, la designación de Mahmud Ahmadineyad, un ex Guardián Islámico, como el jefe del ejecutivo -en cuyo gabinete de hay doce ministros con historial castrense-, y la entrega de la alcaldía de Teherán a Ghalibaf, el comandante en jefe de las fuerzas armadas, ha cambiado el rostro y también la esencia de la República Islámica. Aunque fieles al modelo teocrático, los ex militares gobernantes exigen su parte del poder político, considerada legitima por su defensa al país durante la guerra irano iraquí (1980-88). Estamos, además ante un relevo generacional, ya que el promedio de edad de quienes son llamados por la prensa reformista jenah-e padegani «sector cuartel» es de 40 años, en contraposición de los ayatolás que rozan los 70 de promedio.
La cuestión nuclear y la situación prebélica aumentará las posibilidades de este sector a consolidar su posición en su lucha contra el clero conservador y también contra todos los sectores reformistas y críticos con la gestión del país.
La posición debilitada el clero en la sociedad y la caída en picado de los reformistas, además de la dura persecución a los partidos democráticos ilegalizados ha hecho que el vacío del poder fuese rellenado por las fuerzas armadas islamistas del país, que pretenden instalar una República Islámica sin ayatolás.
El proceso de la evolución de la sociedad iraní, al contrario de otras sociedades islámicas, va hacia una secularización incesante de las estructuras del poder, dessantificándo los fundamentos del sistema, hoy, paradójicamente, con el apoyo de quienes lo defendieron con armas.