«Cuando las dinastías pusieron la grandeza del poder por encima de la grandeza de la vida, la delgada tierra y la tupida selva no bastaron para alimentar, tanto y tan rápidamente, las exigencias de reyes, sacerdotes, guerreros y funcionarios. Vinieron las guerras, el abandono de las tierras, la fuga a las ciudades primero, y de […]
«Cuando las dinastías pusieron la grandeza del poder por encima de la grandeza de la vida, la delgada tierra y la tupida selva no bastaron para alimentar, tanto y tan rápidamente, las exigencias de reyes, sacerdotes, guerreros y funcionarios. Vinieron las guerras, el abandono de las tierras, la fuga a las ciudades primero, y de las ciudades después. La tierra ya no pudo mantener el poder. Cayó el poder. Permaneció la tierra. Permanecieron los hombres sin más poder que el de la tierra.»
Carlos Fuentes, «Los Cinco Soles de México»
La tierra ha sido disputada a lo largo de la historia porque es uno de los bienes comunes así como de los medios de producción y de vida más importantes. Durante el Feudalismo, por ejemplo, la propiedad de la tierra era adquirida, consolidada y defendida mediante guerras que libraban los señores feudales para perpetuar y ampliar sus dominios de poder económico y político. La creación de ciudades y núcleos urbanos con el consiguiente abandono del mundo rural, así como de la agricultura como fuente de empleo y modo de vida, ha sido uno de los procesos que más ha transformado nuestra sociedad global. En los últimos dos siglos la Revolución Industrial, el capitalismo y la globalización aceleraron este proceso urbanizador provocando fuertes ciclos de migraciones del campo a la ciudad (y entre países y continentes), graves injusticias y una alarmante crisis medioambiental. Por primera vez en la historia de la Humanidad la población urbana supera hoy a la rural. Sólo en China se incitó el desplazamiento de unos 300 millones de habitantes del campo a las áreas urbano-metropolitanas en los últimos treinta años, el proceso de urbanización más rápido de la historia. «Esta creciente concentración urbana no ha sido, ni es, una dinámica natural», como explica Ramón Fernández Durán, sino «ha sido consecuencia principalmente de un cúmulo de procesos impulsados históricamente desde las estructuras de poder (entre ellos, apropiaciones de tierras y recursos naturales comunales), que han ido separando a las comunidades humanas de su vínculo ancestral con su entorno». [1] Vale la pena recordar que en la Inglaterra del siglo XVIII y XIX, la industria textil inauguró el tránsito de la obra manual a la producción mecanizada, la tierra que se empleaba para producir comestibles resultaba ahora mucho más lucrativa como campo de pastoreo para el ganado lanar [2] (casos parecidos se registran hoy en Argentina, por ejemplo, donde la empresa Benetton invadió ilegalmente tierras de indígenas Mapuche para su obtención de lana), había escasez de alimentos y los campesinos se vieron obligados por la pobreza a agolparse en las ciudades donde trabajaron por salarios miserables y en condiciones esclavizantes.
Pero, aunque la tierra cedió el primer puesto como fuente de ingresos monetarios a la fábrica, al comercio y más tarde a los servicios, actividades mafiosas y a la especulación financiera, no dejó nunca de ser disputada. Fue y es continuamente arrebatada a las personas que la trabajan, la preservan y viven en ella por los Estados y los grupos económicos. Incontables poblaciones indígenas y campesinas de todo el mundo han sido y son amenazadas, masacradas y desplazadas. Diariamente aparecen noticias que relatan la demanda de una distribución equitativa de tierras, la represión contra el movimiento campesino, muertes selectivas de líderes indígenas, las protestas y ocupaciones para exigir la reforma agraria y cambios en la política económica, conflictos por la falta de agua, etc. Mientras a lo largo de los últimos dos siglos gran parte de la población mundial se concentraba en las ciudades [3] -perdiendo su relación con el territorio- los que concebían la Pachamama (quechua: «Madre Tierra») no como un simple «material desmenuzable que compone el suelo natural» o un «terreno dedicado a cultivo», sino como el lugar en el que se nace y se defiende el derecho a una vida digna y en armonía con la naturaleza, fueron despojados de sus derechos y expropiados de sus tierras.
Los pueblos indígenas y campesinos de Latinoamérica -y de todos los continentes- vienen construyendo un largo proceso de organización, movilización y lucha por una sociedad equitativa, justa y solidaria, basada en el respeto a la Pachamama como alternativa al modelo de acumulación monetaria y de «libre» comercio; para lo cual se viene impulsando -sobre todo desde principios de los años 90- movilizaciones, procesos de unidad y reuniones regionales e internacionales. Las organizaciones indígenas reunidas en la Cumbre Social por la Integración de los Pueblos en Cochabamba (Bolivia) entre el 6 y 9 de diciembre de 2006, denunciaron las políticas permanentes de exclusión, discriminación e impunidad de los Estados, manteniendo alejados de las instancias de poder y de la toma de decisiones a los pueblos indígenas, «a pesar de ser los dueños ancestrales de estas tierras y territorios.» [4] Sus principios son Dualidad, Reciprocidad, Complementariedad, y según su visión la unidad inseparable entre Pachamama – Comunidad – Identidad («Naturaleza – Sociedad – Cultura»), debe guiar toda acción política y social. La lucha indígena latinoamericana se ve expresada en la figura del actual presidente boliviano Evo Morales que señaló en un discurso: «Después de años de ser víctimas del mal llamado ‘desarrollo’, hoy nuestros pueblos deben ser los actores de una integración para Vivir Bien en términos de identidad cultural, de armonía entre nosotros y con nuestra Madre Tierra».
Numerosos estudios han señalado que nuestro modelo occidental de producción y consumo hace justamente lo contrario. La civilización urbano-industrial es completamente insostenible. Por ello parte de nuestra lucha política consiste en analizar el papel del ser humano en la transformación de la faz de la Tierra y promover cambios políticos para frenar esta locura. Ello implica la necesidad de llevar a cabo un nuevo tipo de política económica que vaya más allá de los registros contables en términos monetarios, especialmente a la luz de la actual crisis socio-ambiental de ámbito planetario. Se trata del metabolismo socioeconómico, de las relaciones entre las sociedades y el medio ambiente. El nuevo paradigma supone entender las transiciones de los modos de subsistencia de las sociedades agrícolas hacia la economía industrial de intercambio, fundamentalmente a partir de cambios en el metabolismo socioeconómico, unos cambios directamente asociados a las transformaciones en la cubierta y los usos del suelo. [5] Hoy día podemos determinar el área de tierra y mar ecológicamente productiva que se requiere para proveernos de todos los recursos materiales y toda la energía demandada, y también para poder absorber todos los residuos producidos por una población determinada y con el actual nivel tecnológico. Uno de los indicadores se llama la Huella Ecológica. Resulta que la población que vive en el Estado español demanda cerca de 150 millones de hectáreas de tierra y mar, mientras la extensión total de España es de 504.750 km2 o sea 50.475.000 hectáreas. Además sólo para absorber las emisiones de CO2 (Dióxido de carbono) emitido en España harían falta 150 millones de hectáreas de bosque. Tener una huella ecológica superior a la superficie real del país significa que estamos ocupando la tierra fuera de nuestras fronteras.
Como la tierra es un recurso limitado disputamos su uso a nivel global, afectando a la vida de millones de personas. Los países empobrecidos han sido obligados a especializarse progresivamente en abastecer las demandas alimentarias y no-alimentarias de las poblaciones (y del ganado) de las ciudades, en detrimento de la satisfacción de sus necesidades propias. En Brasil (y otros países como Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia) los campesinos viven sin tierra, y los ecosistemas como la Amazonía están siendo deforestados, por la masiva producción de soja que se utiliza en Europa como pienso animal para la obtención de carnes, productos lácteos o agro-combustibles. Asimismo, la lecitina de soja (mayoritariamente genéticamente modificada) se encuentra en muchos alimentos y supone un posible riesgo para nuestra salud. El consumo insostenible de papel se mantiene por un modelo forestal de enormes plantaciones de monocultivos de eucalipto en países como India, Chile, Brasil o Uruguay donde además de desalojar a los agricultores de sus fincas, se destruye la biodiversidad y las fábricas de celulosa contaminan el agua, el suelo y el aire. El uso de aceite de palma procedente de Colombia en la elaboración de alimentos, cosméticos y combustibles (el mal llamado «bio»-diesel) es cómplice de violaciones de Derechos Humanos como el desplazamiento forzado de comunidades indígenas y campesinas, así como la desaparición de bosques nativos y su flora y fauna únicas en el mundo. Empresas textiles ocupan ilegalmente grandes extensiones de tierras con el pastoreo de ovejas para la producción de lana y causan la desaparición de humedales o lagos con la producción de algodón (como en el caso del Mar de Aral en Asia Central entre Uzbekistán y Kazajstán). Por otra parte, la sobreexplotación de los recursos marinos por grandes barcos, la piscifactoría y la pesca ilegal han llevado a la destrucción de ecosistemas marinos, la pérdida de biodiversidad, la pérdida de empleo en las costas y a poner en peligro de extinción a especies tan importantes en la cadena alimentaría como el Atún Rojo o la Anchoa.
Constatamos que el sistema económico vigente obsesivamente explota de forma ilimitada todos los ecosistemas y sus recursos naturales generando el mal llamado «desarrollo» para algunas naciones, privilegiando el consumo y el bienestar social de una parte muy pequeña de la Humanidad y excluyendo de las condiciones mínimas de supervivencia a las grandes mayorías. Las políticas comerciales internacionales en el marco de la Organización Mundial de Comercio (OMC) llevarán a la quiebra a 40 millones de pescadores artesanales. Para más de 1.600 millones de personas que dependen de los bosques, la creciente deforestación implica la pérdida de sus posibilidades de supervivencia (alimentos, medicinas, materiales de construcción, leña, agua, etc.) y trae aparejada la desnutrición, el aumento de las enfermedades, la dependencia y en muchos casos la emigración y la desaparición de la propia comunidad. Según el Movimiento Mundial por los Bosques Tropicales constan entre las principales causas directas de deforestación: la sustitución de los bosques por otras actividades (agricultura, ganadería, plantaciones forestales, cría de camarones, etc.), la actividad de las empresas madereras, la explotación minera y petrolera y la construcción de grandes represas hidroeléctricas (que inundan extensas áreas de bosques).
Los pequeños agricultores, especialmente de los países empobrecidos, están siendo perjudicados por normas comerciales que hacen desaparecer sus cultivos locales reemplazados por plantaciones agrícolas a gran escala para la exportación o también por la importación de alimentos a precios inferiores a los del mercado nacional y local. La Unión Europea, por ejemplo, fomenta esta práctica de comercio desleal porque su agricultura está subvencionada por la Política Agraria Común (PAC). También están siendo privatizados el agua y la energía, lo cual disminuirá las posibilidades de acceso de los pueblos a esos recursos esenciales. Los pueblos indígenas y comunidades locales en muchos lugares están sufriendo la liberalización de la industria de la minería y la explotación de hidrocarburos [6] . Constatamos que empresas privadas transnacionales han originado conflictos masivos poniendo en riesgo el Derecho a la Vida, el Derecho a la Alimentación y el acceso a servicios básicos, han estimulado el saqueo y la extracción indiscriminada de recursos naturales, han expropiado las tierras, destruyendo a las comunidades locales y el medio ambiente. [7] Cada vez que encendemos una luz, vamos en coche, cocinamos, lavamos la ropa o escuchamos la radio usamos energía que procede mayoritariamente de recursos no renovables y extraídos en otros países. Además, a medida que los acuerdos comerciales se consolidan, los efectos del cambio climático y la desertificación, dos de las amenazas ambientales más graves para el planeta, continuarán manifestándose y afectando a la población más marginada del mundo.
Pero los conflictos territoriales también los tenemos cerca. En España, por ejemplo, los últimos años han estado marcados por la desregulación de la ordenación del territorio y el predominio del mercado financiero especulativo, lo que ha supuesto un crecimiento disparatado en los precios del suelo y la vivienda con la consiguiente merma en la economía familiar, ya que más de un 40% de la población española está fuertemente endeudada con hipotecas. Asimismo se registra una gran extensión de los núcleos urbanos y ciudades lo que supone una de la más graves agresiones al medio ambiente de los últimos decenios, máxime cuando la explosión inmobiliario-constructora agranda la escasez en recursos hídricos. El urbanismo está fuera de control en buena parte del país. Hace tiempo que se han rebasado todos los límites de lo razonable en la gestión de los recursos y que estamos instalados en un modelo de crecimiento insostenible al igual que irresponsable. Existe una evidente colisión de intereses, de confusión entre público y privado, de tráfico de influencias, de utilización ilícita de información privilegiada para especular, de falta de transparencia, de corrupción, etc. El Plan de Ordenación de los Recursos Naturales (PORN) de la Sierra de Guadarrama elaborado por la Consejería de Medio Ambiente de la Comunidad de Madrid, por ejemplo, disminuye el grado de desprotección que tiene en la actualidad la Sierra y no frena el crecimiento urbanístico ni el de infraestructuras, violando la Ley del Suelo, la Ley Forestal y otras muchas normas. Ante el avance imparable del «Tsunami urbanizador», a lo largo del año 2005 y 2006, se empezó a articular de una manera efectiva una considerable protesta social ciudadana, de un contenido muy plural, en muchas zonas del territorio (principalmente en el País Valenciano, Murcia, muchas zonas de Andalucía, y en numerosos enclaves de los archipiélagos y en los Pirineos). Bajo el lema del «No se vende» la protesta social intentaba la defensa del territorio. [8] En paralelo observamos movilizaciones contra grandes proyectos de infraestructuras (más de 100.000 personas contra el puerto de Granadilla en Tenerife, Plataforma contra la M-30 en Madrid, Plataformas contra la ampliación del aeropuerto de Son Sant Joan y la construcción de nuevas autopistas y autovías en Mallorca), contra las pistas de esquí o las «ciudades espectáculo» como la Expo-2008 en Zaragoza. En el País Vasco no cesan las manifestaciones contra las obras del Tren de Alta Velocidad (TAV). Además, en diferentes ocasiones han salido a la calle, en más de veinte ciudades, miles de personas denunciando la creciente precarización de la vida y el derecho a una vivienda digna. [9]
Este panorama nos sitúa ante una situación compleja en la que tenemos una gran responsabilidad si queremos que las futuras generaciones tengan de qué comer. Los conflictos por la tierra, el agua y otros recursos les han privado a las comunidades locales de suficiente poder de decisión como para que ellas sigan generando y asegurando su propio sustento. Esta sinrazón debe cambiar. En las políticas públicas se debe incorporar la tierra como un Derecho Humano, patrimonio cultural, base de la vida y no como una simple mercancía. Además se debe distribuir de forma justa y equitativa el correspondiente derecho a la tierra, el apoyo a la pesca artesanal, la agricultura ecológica y los mercados locales. Francisca Rodríguez, i ntegrante de la Asociación Nacional de Mujeres Rurales Indígenas de Chile y miembro de la Coordinación Internacional de Vía Campesina, lo deja muy claro: «O salvamos la tierra y nuestras semillas o morimos en el intento. Porque campesinas y semillas somos una unidad. Si se destruye una, se destruye a ambas». La Vía Campesina lanzó un concepto revolucionario: el de la «Soberanía Alimentaría» que implica tanto la lucha por la tierra, por el agua; por la semilla y por la vida. [10] «El capitalismo es incapaz de organizar algo tan complejo, bello y variado como la diversidad agrícola. Por eso industrializa el suelo, trata a la tierra como materia inerte, cambia el significado de la agricultura y de la alimentación y rompe con las leyes de la naturaleza envenenando plantas, animales y personas. Explota y aniquila campesinos; privatiza el agua; usurpa la biodiversidad; concentra la tierra en las corporaciones transnacionales; militariza territorios; criminaliza a los defensores de la tierra; destruye diversidad y vida mediante tratados comerciales», concluye Rodríguez .
Ha llegado la hora que sean los movimientos campesinos e indígenas, los que fijen las reglas del cuidado, el uso y la ordenación de la tierra y el territorio, basado en un código de conducta que se inspira en valores y principios de la naturaleza y en los principios de la Soberanía Alimentaría. Con el fin de que la Soberanía Alimentaria sea una realidad, se exige una reforma radical a la estructura de propiedad de la tierra que garantice el derecho al acceso para quienes no la posean o no tengan una cantidad suficiente para conseguir con ella una vida digna, y, así mismo, que también proteja la distribución y la propiedad colectiva de las comunidades que así lo reclaman. [11]
Tom Kucharz es miembro de Ecologistas en Acción
[1] Ramón Fernández Durán: «Destrucción global versus regeneración local». En López, Daniel y López,
Ángel: «Con la comida no se juega». Traficantes de Sueños. Madrid, 2003.
[2] Walter Montenegro: «Introducción a las doctrinas político-económicas». Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 1994.
[3] En los países del Sur la deslocalización industrial de empresas del Norte, los planes de ajuste estructural del FMI y el BM, el «desarrollo del subdesarrollo», las «guerras de baja intensidad» periféricas y los grupos paramilitares, y sobre todo la desarticulación del mundo rural por la expansión del agrobusiness, son las causas del brutal crecimiento de las megaciudades periféricas; la inmensa mayoría verdaderos vertederos de la pobreza y la marginación mundial, en gran medida femenina (Mike Davis, 2005).
[5] MURRAY, Iván, RULLAN, Onofre, y BLÁZQUEZ, Macià: «Las huellas territoriales de deterioro
ecológico. El trasfondo oculto de la explosión turística de Baleares». Revista electrónica Neocrítica.
http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-199.htm 2005.
[6] Para más información consulte la web www.repsolmata.info
[7] Declaración Final del Encuentro Internacional «Comunidades en Resistencia: Globalización de la Justicia, Medio Ambiente y Territorio (Chicago, 10 al 12 de Noviembre de 2006). http://www.pasc.ca/spip.php?article116
[8] Ramón Fernández Durán: «El tsunami urbanizador español y mundial» (Virus, 2006) y «El debate sobre la locura inmobiliaria ha estallado, y ya no se frenará» (Málaga, 2007).
[9] http://www.vdevivienda.net/
[11] http://integracionsolidaria.org/integracion2/publicaciones/tem-agric-territ.htm