Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
La invasión de Iraq de 2003 nos ha permitido aprehender dos discernimientos importantes. Primero, que las potencias imperiales actúan sólo para preservar sus intereses, y segundo, que la intervención humanitaria -i.e. el imperialismo humanitario- es vendida y propagada generalmente por los medios de comunicación y los círculos oficiales a fin de encubrir los auténticos y egoístas propósitos de agresión. Así es, muchos estadounidenses siguen aún con la impresión de que Iraq albergaba a Al Qaida, que había desarrollado armas de destrucción masiva y que amenazaba la seguridad de EEUU. Pero, ¿quién puede culparles? Comparen la exhaustiva campaña de mentiras y verdades a medias anterior a la invasión -cortesía de la administración Bush y de sus serviles aliados en los medios- con los escasos seguimientos para constatar si ese aventurerismo ha conseguido actualmente alguno de sus objetivos declarados.
Todas las posibilidades de la maquinaria de la propaganda estadounidense se pusieron en movimiento incesante con tal de presentar y justificar un motivo para la guerra; además de los pretextos obvios, se hizo repetidamente hincapié en los horrores del Iraq bajo Saddam. También se exhibieron las elites exiliadas de Iraq, para «probar» que la guerra emprendida por EEUU sintonizaba con las desesperadas súplicas de las «masas» iraquíes. Olvídense ya de las masas impunemente masacradas después. Comparen de nuevo la atención prestada a las víctimas de Saddam con la ulterior atención dada a las víctimas de la guerra estadounidense (estimadas en una cifra que supera el millón), que no han sido siquiera reconocidas como víctimas sino presentadas, en cambio, como agradecidos beneficiarios. Unos cuantos meses después de la invasión, cuando entrevisté a un importante neocon estadounidense, declaró que el experimento de la democracia iraquí era tan exitoso que había «iraníes que están llamando enfadados a mi oficina para decirme: ‘¿Cómo habéis liberado a los iraquíes y aún no nos habéis liberado a nosotros?'»
Así pues, ¿por qué EEUU y el Reino Unido no están respondiendo ante la situación en Birmania con la misma determinación que exhibieron en Iraq y ahora en Irán? ¿Por qué los expertos de los medios no se apresuraron a justificar una guerra contra el régimen brutal del General Than Shwe, que ha negado a su pueblo no sólo las libertades políticas sino también los requisitos fundamentales para poder disfrutar de una vida digna? La junta de generales, para seguir manteniendo su extravagante estilo de vida en medio de una pobreza vergonzosa, aumentó los precios del fuel un 500% en el mes de agosto. Esto llegó incluso a provocar que los monjes birmanos -símbolos legendarios de paz y resistencia- se manifestaran en masse, pidiendo mayor compasión hacia los pobres. Las protestas, que empezaron el 19 de agosto en una población rural, culminaron en mítines masivos de cientos de miles y duraron semanas.
De forma correcta, los medios trazaron paralelismos entre esa reciente Revolución Azafrán y el levantamiento de 1988, cuando los estudiantes de Rangún desencadenaron manifestaciones por toda la nación que fueron brutalmente reprimidas por el ejército y que se cobraron alrededor de 3.000 vidas. El General Than Shwe se puso a la cabeza de la junta en 1992 y continuó gobernando con puño de hierro. Sin embargo, su subversión de la democracia no fue motivo suficiente para impedir que las grandes multinacionales se afanaran por conseguir contratos lucrativos en el país, rico en petróleo. El General no paró de acumular riquezas y sus funcionarios continuaron recorriendo el globo con muy pocas objeciones, mientras el pueblo birmano seguía con sus sufrimientos. Esto ha llevado, finalmente, a la reciente revuelta, que una vez más fue aplastada sin remordimientos. En esta ocasión, sigue sin conocerse la cifra de muertos; las estimaciones fluctúan entre 200 y 2.000. Miles de personas han sido también arrestadas y, al parecer, muchos monjes han sido torturados y sus monasterios saqueados. Desde el punto de vista de los medios, ninguna revolución podía ser tan sentimental o atractiva. Pero, desde luego, se necesitarían más que decenas de miles de monjes encabezando a cientos de miles de pobres del país en mítines masivos para hacer que Birmania siguiera siendo importante durante más tiempo para los medios.
Los dirigentes occidentales, conscientes de las críticas que les esperaban, han expresado ciertos apoyos de boquilla, pero poco más. El Primer Ministro británico Gordon Brown rechazó el uso de la violencia contra los manifestantes y pidió sanciones europeas. El Presidente Bush declaró que los estadounidenses «se sentían solidarios con esos valientes individuos». Por otra parte, Israel negó sus lazos militares con la junta, a pesar de las muchas evidencias en sentido contrario. Justificó su falta de voluntad para influir en la situación con la excusa de la nostalgia: Birmania fue el primer país del sudeste asiático en reconocer a Israel. La ONU mandó a su enviado a Birmania para reunirse con el General Than Shwe, y a Ibrahim Gambari se le tuvo días esperando antes de permitirle expresar la preocupación que sentía la comunidad internacional. Y ahí se acaba todo.
Birmania es tan importante para China como Oriente Medio para EEUU. A China le preocupa más la estabilidad política de sus vecinos que los derechos humanos y la democracia; a EEUU le preocupa ese incordio en la medida en que se vea afectada su capacidad para servir a sus propios intereses económicos y militaristas. China es la cuarta mayor economía del mundo, y pronto será la tercera; tiene 1.4 trillones de dólares en sus reservas, la mayoría en bonos del tesoro estadounidense. Su dominio sobre el sistema financiero global es innegable y en circunstancia alguna le va a permitir a EEUU tener un papel importante en un país con el que comparte una frontera de 2.000 kilómetros. Los EEUU, por otra parte, hablan de boquilla de su apoyo a la democracia en Birmania y de su continuado «apoyo» a la líder de la oposición Aung San Suu Kyi y esperan que su Liga Nacional para la Democracia asegure su presencia en Birmania para un papel futuro, en caso de que se agriara la relación entre Occidente y China.
El imperialismo humanitario ha demostrado ser más destructivo que las injusticias que supuestamente erradica. Pero no cabe esperar nada de él en el caso de Birmania, porque la intervención no sirve a los intereses de las partes influyentes: ni a los de Occidente, ni a los de China, ni a los de Rusia. Podemos ver unos cuantos encuentros sentimentales entre Aung San Suu Kye y representantes de los generales y quizá, a instancias de China y Occidente, unos cuantos, pocos, gestos de buena voluntad de los últimos. Pero no implicarán reformas radicales ni democracia significativa ni derechos humanos. Sólo el pueblo birmano podrá lograrlo todo eso: sus monjes, sus activistas de la sociedad civil y la gente normal.
Si Iraq ha dado una lección a tener en cuenta es que los birmanos están mucho mejor sin los ataques de los bombarderos estadounidenses o el napalm británico en nombre de la intervención. Las verdaderas reformas y la democracia sólo pueden llegar desde dentro, desde los puños cerrados de la determinación de los desposeídos. En efecto, Birmania no es Iraq, demos gracias a Dios por ello.
Enlace texto original en inglés: