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Pakistán merece más que este grotesco espectáculo de política dinástica

Fuentes: The Independent

Seis horas antes de que fuera ejecutada, María, Reina de los escoceses, escribió a su cuñado, Enrique III de Francia: «… por lo que respeta a mi hijo, os encomiendo por lo que se merece, dado que no puedo responder por él». Era en 1587. El 30 de diciembre de 2007, un cónclave de potentados […]

Seis horas antes de que fuera ejecutada, María, Reina de los escoceses, escribió a su cuñado, Enrique III de Francia: «… por lo que respeta a mi hijo, os encomiendo por lo que se merece, dado que no puedo responder por él». Era en 1587. El 30 de diciembre de 2007, un cónclave de potentados feudales se congregó en el hogar de la asesinada Benazir Bhutto para escuchar su última voluntad y leer el testamento para, a continuación, darlos a los medios de comunicación del mundo. Donde en María era tentativo, su equivalente de nuestro tiempo no dejó espacio para la duda. Ella podía responder ciertamente por su hijo.

Un triunvirato integrado por su marido, Asif Zardari (uno de los más venales y desacreditados políticos del país, que aún tiene cargos por corrupción en tres tribunales europeos) y dos ceros a la izquierda dirigirán el partido hasta que el diecinueveañero hijo de Benazir, Bilawal, llegue a mayoría de edad. Entonces se convertirá en el presidente vitalicio, cargo que, sin duda, transmitirá a sus hijos. Que ahora sea oficial, no lo hace menos grotesco. El Partido Popular de Pakistán (PPP) está siendo tratado como una reliquia de familia, una propiedad disponible a voluntad de su líder. Nada más y nada menos. ¡Pobre Pakistán! ¡Pobres seguidores del PPP! Ambos merecen mucho más que esta repugnante y medieval charada.

La última decisión de Benazir fue tomada en consonancia con el estilo autocrático de sus predecesores, una propuesta que acabó costándole trágicamente la vida. De haber atendido el aviso de algunos líderes del partido y de no haber suscrito el pacto auspiciado por Washington con Pervez Musharraf, o, incluso más tarde, de haber decidido el boicot de a las elecciones parlamentarias, seguiría seguramente con vida. Su último obsequio al país no es buen augurio de futuro. ¿Cómo pueden los políticos apoyados por Occidente ser tomados en serio, si tratan a su partido como un feudo, y a sus seguidores como a siervos, mientras sus cortesanos en el extranjero cantan sutilezas sicofánticas acerca del joven príncipe y su futuro?

Que el grueso del círculo íntimo del PPP esté compuesto por en frustrados líderes oportunistas tan carentes de carácter como dados al arrobo melancólico, no es excusa. Todo eso habría podido ser de otro modo, si la democracia en el interior del partido hubiera funcionado. Hay una fina capa de políticos con principios e incorruptibles dentro del partido, pero han sido marginados. Las políticas dinásticos son signo de debilidad, no de fuerza. A Benazir le gustaba comparar su familia con la de los Kennedy, pero optó por ignorar que el Partido Demócrata, a pesar de su adicción al gran dinero, no fue el instrumento de una familia.

La cuestión de la democracia es enormemente importante en un país que ha sido gobernado por militares durante la mitad de su existencia. Pakistán no es un «estado fallido» en el sentido que lo puedan ser Congo o Ruanda. Es un estado disfuncional, y en esa situación se ha mantenido por al menos cuatro décadas.

En el corazón de esa disfuncionalidad está la dominación por parte de un ejército que, en cada período de gobierno militar, no ha hecho sino empeorar las cosas. Ha impedido la estabilidad política y la cristalización de instituciones estables. Traen en eso los EEUU responsabilidad directa, porque nunca han dejado de ver a los militares como la única institución con la que se puede tener negocios. Desgraciadamente, los ven así, como el rocallar que represa y encauza la torrentada.

Las debilidades de los militares son bien conocidas y han sido ampliamente documentadas. Pero los políticos no están en situaición de tirar la primera piedra. Después de todo, el señor Musharraf no fue quien promovió el asalto a la judicatura, tan oportunamente disculpado por el ayudante del Secretario de Estado norteamericano, John Negroponte, y por el Secretario de Asuntos Exteriores británico, David Miliband. El primer ataque contra la Corte Suprema fue urdido por los matones de Nawaz Sharif, que, temerosos de una decisión condenatoria de la actividad de su jefe cuando fue primer ministro, asaltaron físicamente a los jueces.

Alguno de nosotros albergó efímeramente la esperanza de que, con la muerte de Benazir, el PPP lograra empezar una nueva etapa. Después de todo, uno de sus principales dirigentes, Atizas Ahsan, presidente de la Asociación de Abogados, jugó un papel heroico en el movimiento popular contra la destitución del presidente del Tribunal Supremo. El señor Ahsan fue arrestado durante el estado de excepción y mantenido en confinamiento solitario. Todavía está bajo arresto domiciliario en Lahore. Si Benazir hubiera sido capaz de pensar más allá de la familia y de la facción, debería haberle designado presidente en espera de elecciones internas en el partido. No tuvimos esa suerte.

El resultado casi seguro será una división del partido más temprano que tarde. El señor Zardari ya era odiado por muchos activistas y se le hace responsable de la caída de su esposa. Una vez que las emociones se hayan calmado, el grotesco carácter de la sucesión sacudirá al grueso de los seguidores tradicionales del PPP, con la salvedad de su facción más reaccionaria: la recua de logreros al asalto de fortuna.

Todo eso podía haberse evitado, pero el ángel exterminador que la guió en vida no fue, ¡ay!, demasiado amigo de la democracia. Y ahora es, en efecto, el líder del partido.

El país está ahora en plena crisis. A pesar de lograr salvar el pellejo político imponiendo un estado de excepción, el señor Musharraf sigue careciendo de legitimidad. Ni siquiera son posibles unas elecciones amañadas el 8 de enero, a pesar de las severas instrucciones al respecto del presidente George Bush y de su poco convincente ayudante de Downing Street. Lo que está claro es que el consenso oficial sobre la autoría del asesinato de Benazir se está rompiendo, excepto en las pantallas de la BBC. Ahora se ha hecho público que, cuando Benazir pidió a EEUU falanges de antiguos guardaespaldas de marines al estilo Karzai, privadamente contratadas, la sugerencia fue displicentemente rechazada por el gobierno de Pakistán, que la vio como una violación de la soberanía.

Ahora, tanto Hillary Clinton como el senador Joseph Biden, presidente del Comité del Senado de Relaciones Exteriores, están tratando de colgarle el muerto al señor Musharraf y no a Al-Qaida; inconfundible indicio de que algunos sectores del establishment norteamericano están pensando ya en deshacerse del Presidente.

El problema es que, muerta Benazir, su única alternativa es el general Ashraf Kiyani, jefe del ejército. Nawaz Sharif es visto como un perrito faldero de Arabia, y por ende, de poco fiar, lo que, dada la coriácea alianza de EEUU con Arabia saudita, no deja de llenar de estupor al pobre señor Sharif, que estaría de muy buen grado estaría dispuesto a ponerse a las órdenes de Washington, aun prefiriendo al Rey de Arabia, más que al señor Musharraf, como chico de los recados del Imperio.

La actual crisis tiene una solución hacedera. Pasaría por la sustitución del señor Musharraf por una figura menos polémica, por la formación de un gobierno de unidad de todos los partidos, a fin de sentar las bases de unas elecciones genuinas en el plazo de seis meses, y por el reintegro a su función de los destituidos jueces del Tribunal Supremo para una investigación imparcial del asesinato de Benazir. Sería un punto de partida.

Tariq Ali es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO.

Traducción para www.sinpermiso.info: Daniel Raventós