Recomiendo:
0

Incitando guerra e imperio

Fuentes: Editorial Socialist Worker

La muerte de Osama bin Laden hará menos seguro el mundo porque se está utilizando para reforzar el apoyo a la violencia del gobierno de Estados Unidos. Los políticos de todo el espectro celebran la muerte de Osama bin Laden como justicia bruta, mientras los medios revuelcan su morbo en los detalles de la operación. […]

La muerte de Osama bin Laden hará menos seguro el mundo porque se está utilizando para reforzar el apoyo a la violencia del gobierno de Estados Unidos.

Los políticos de todo el espectro celebran la muerte de Osama bin Laden como justicia bruta, mientras los medios revuelcan su morbo en los detalles de la operación.

Sin embargo, el mundo no es una pizca «más seguro», ni «un lugar mejor» -como dijo Obama en su anuncio- después de la caída de bin Laden. Al contrario, este asesinato político se está utilizando para robustecer el apoyo a la violencia del gobierno estadounidense en nombre de la «guerra contra el terror» que deja a su paso un mundo mucho menos seguro.

La cacería de bin Laden nunca fue para hacer justicia, sino para justificarse. La búsqueda de venganza por el ataque terrorista a Nueva York es una herramienta muy eficaz para vender las guerras y ocupaciones necesarias para proteger el flujo de petróleo y asegurar el continuo dominio imperialista de EE.UU., no para librar al mundo del terrorismo.

La muerte del otrora aliado convertido en enemigo público número uno se usará para reivindicar diez años de un baño de sangre mucho más horrible de lo que al-Qaida fue capaz de hacer nunca.

La noticia produjo más furor chovinista y fanatismo antimusulmán en Estados Unidos. El New York Daily News publicó «¡Púdrete en el infierno!» en su portada. En Portland, Maine, las palabras «Osama hoy, Islam mañana (sic)» se encontraron pintadas en una mezquita. Y mientras Obama hacía su anuncio, las multitudes se reunieron frente a la Casa Blanca a gritar «USA, USA, USA», la misma imagen de cruel arrogancia que alimenta la amarga cólera hacia EE.UU. en el mundo.

Cualquier persona que busque paz y justicia en el mundo debe alzar su voz contra esta celebración, porque sólo allana el camino para más guerra. «Cada vez que Estados Unidos usa violencia de forma que hace a sus ciudadanos celebrar, alumbrarse con orgullo nacional y abrazar a su líder, típicamente, se garantiza mayor violencia», escribió Glenn Greenwald de Salon.com.

Ejecutada por por comandos SEAL de la Marina, la operación fue típica de la «guerra contra el terror». Estados Unidos incursionó sin notificación en un país aliado, Pakistán y ejecutú sumariamente a bin Laden. El gobierno estadounidense reclamó así su derecho a ser juez, jurado y verdugo, incluso más allá de sus fronteras. Este es un calculado mensaje al mundo entero: EE.UU. no reconoce límite alguno, sean del derecho internacional o de las normas civiles, de sus sus acciones.

Pero esto no es nuevo. Por 10 años la máquina militar estadounidense ha sido juez, jurado y verdugo de decenas de miles de afganos. Muchos sólo asistían a una boda o viajaban por el lugar equivocado, sin contar los que fueron etiquetados de «rebeldes» por el delito de resistir la ocupación de su patria. Y el número de víctimas de la «guerra contra el terror» crece con cada nueva invasión y agresión llevada a cabo, o apoyada, por EE.UU.: Irak, el mayor campo de muerte del imperio estadounidense en los últimos años, Palestina, Pakistán, Yemen, Sudán, y últimamente en Libia.

Ningún lector de SocialistWorker.org va a llevar luto por la muerte de bin Laden en sí y por sí misma. Fue un político reaccionario cuya ideología y acciones hicieron retroceder las causas de la democracia y la libertad.

Las víctimas de los ataques de al-Qaida han sido casi siempre gente sin ninguna responsabilidad en los crímenes del imperialismo estadounidense. En el Medio Oriente y otras regiones, bin Laden y sus seguidores han sido igualmente viciosos, si no más, con árabes y musulmanes que se oponen a su estricta versión del Islam. Y ni Estados Unidos ni sus aliados fueron debilitados por el ataque del 11-S u otros, al contrario, han sido utilizados como un pretexto para avanzar con el proyecto imperialista.

Pero el asesinato de bin Laden ya se está utilizando para renovar la «guerra contra el terror».

Según el plan de la administración Bush tras el ataque terrorista de 2001, los derrocamientos del régimen talibán en Afganistán y de Saddam Hussein en Irak serían el trampolín para una transformación del mundo árabe y musulmán a punta de bayonetas. Pero la resistencia en Irak hizo burla de la arrogante «misión cumplida» de Bush, y la continua oposición en Afganistán a EE.UU. y la OTAN ha frustrado el aumento de tropas dictado por Obama.

Por los últimos cinco años, las guerras en Irak y Afganistán se han hacho cada vez más impopulares. Pero ahora, al fin, la máquina de guerra estadounidense y sus porristas tienen un «éxito» que celebrar. Esa es la importancia que el asesinato de bin Laden tiene para establecimiento político de EE.UU., y la razón por la que los lisonjeros noticieros disfrutan de la grotesca historia de su cadáver arrastrado y arrojado en el mar.

El discurso de Obama anunciando la muerte de bin Laden no incluye una sola palabra acerca de las mentiras usadas para justificar la invasión y ocupación de países al otro lado del mundo, ni la menor mención a sus terribles consecuencias para la región.

Al contrario, como señaló la activista antibélica Phyllis Bennis, Obama comparó la operación para matar a bin Laden y la «guerra contra el terror», entre otras cosas, con la «lucha por la igualdad para todos nuestros ciudadanos». «En la retórica del presidente Obama,» escribió Phyllis, «la guerra global contra el terrorismo aparentemente es igual a la lucha contra la esclavitud y al movimiento por los derechos civiles».

Esta hueca hipocresía debe exponerse y oponernos a ella, lo mismo que toda futura operación militar estadounidense realizada en nombre de detener el terrorismo.

Una verdad incómoda que no se oye mucho en los medios de comunicación celebrando la muerte de bin Laden es que el gobierno estadounidense ayudó a crear al-Qaida.

Cuando la ex Unión Soviética invadió Afganistán en 1979, EE.UU. vio la oportunidad de convertir el país en un frente de la Guerra Fría. La administración demócrata de Carter y luego la republicana de Reagan apoyaron a grupos fundamentalistas rebeldes, conocidos como los muyahidines, contra la ocupación rusa. Según el libro de James Ingalls y Sonali Kolhatkar, Afganistán Sangrado, «La cantidad de ayuda estadounidense y saudí a estos grupos creció de alrededor de 30 millones de dólares en 1980 a más de mil millones al año entre 1986 y 1989».

Estados Unidos ignoró a las fuerzas progresistas y seculares en Afganistán y canalizó su ayuda a grupos fundamentalistas que no sólo eran anticomunistas, sino también muy notorios por su brutalidad. Por ejemplo, el jefe tribal Gulbuddin Hekmatyar era conocido por arrojar ácido a los rostros de las mujeres sin velo. Estos eran los rebeldes a los que Ronald Reagan elogió como «luchadores por la libertad».

Los talibanes surgieron en 1994 y tomaron el poder del país, devastado por la guerra, un año más tarde. Sus miembros fueron entrenados en escuelas religiosas creadas por el gobierno pakistaní con el apoyo de EE.UU. a lo largo de la frontera de Afganistán. Entonces, el gobierno estadounidense no condenó, ni se preocupó por, del ultrafundamentalismo talibán que negaba a las mujeres el derecho al trabajo o a mostrar la cara en público.

En cuanto a bin Laden, era hijo de una adinerada familia saudí, un hombre de negocios, y uno de los primeros voluntarios no afganos que se unió a los muyahidines. Reclutó a unos 4.000 de los 35.000 musulmanes extranjeros que lucharon en Afganistán, desarrollando estrechas relaciones con líderes rebeldes y trabajando en estrecha colaboración con la CIA para recaudar fondos en Arabia Saudí.

«En 1988, con la venia de EE.UU., bin Laden creó al-Qaida (La Base): un conglomerado de cuasi-independientes células terroristas islámicas repartidas al menos en 26 países», escribió el periodista indio Rahul Bhedi. «Washington hizo la vista gorda con al-Qaida, confiando en que no incidiría directamente en EE.UU.»

Ahora que se ha ejecutado a bin Laden no habrá juicio que pueda examinar las conexiones del gobierno estadounidense con el hombre cuyo asesinato supuestamente hace al mundo «más seguro». Tampoco habrá ninguna escabrosa pregunta acerca de la oferta talibán en 2001 de entregar a bin Laden si Washington proporcionaba pruebas de sus crímenes.

La administración Bush no estaba interesada en una solución pacífica. Al contrario, buscó la «guerra contra el terror» para proyectar el poder de EE.UU. en todo el mundo. El 11-S no fue una tragedia para los líderes estadounidenses, sino una apertura. La Consejera de Seguridad Nacional de entonces, Condoleezza Rice, instó a sus ayudantes a especular sobre «cómo sacar provecho de estas oportunidades», como dijo al escritor Nicholas Lehmann del New Yorker.

Durante la Guerra Fría, Estados Unidos había justificado su arsenal nuclear, su guerra contra los movimientos de liberación nacional y su apoyo a regímenes represivos, como medios de lucha contra el «comunismo». Pero después del colapso de la Unión Soviética, EE.UU. tuvo problemas para encontrar un enemigo que justificara sus esfuerzos imperialistas.

El 11-S fue el «evento catastrófico y catalizador, como un nuevo Pearl Harbor» que los halcones neoconservadores de la administración Bush habían anhelado abiertamente para convertir al Islam en el nuevo enemigo, con su viejo aliado de Osama bin Laden a la cabeza.

Así, mientras la mayoría aún lidiaba con la enormidad de lo sucedido el 11 de septiembre de 2001, los líderes políticos y militares de EE.UU. olían sangre. Como escribió Socialist Worker en su editorial aquella noche:

En su afán de asignar culpa y demandar venganza, ningún político o periodista se ha molestado en hacer una simple pregunta: ¿Por qué alguien atacaría a EE.UU.?

La respuesta es la devastación y la miseria causadas por EE.UU. en todo el mundo asumiendo su rol de la mayor superpotencia. En las dos últimas décadas, EE.UU. ha lanzado ataques militares contra Granada, Libia, Panamá, Irak, Somalia, Sudán, Afganistán y Yugoslavia, y esto sin contar las guerras en las que EE.UU. respaldó con una fuerza auxiliar.

En el Medio Oriente, la política de EE.UU. ha dejado a millones de personas amargadas y enfurecidas. El apoyo estadounidense a la represión de Israel sobre los palestinos es parte del cuadro. Como lo es la guerra del Golfo en 1991 contra Irak, que mató a unos 200.000 iraquíes la mayoría de ellos civiles, y dejó el país en un «estado pre-industrial», según las Naciones Unidas. Luego, las sanciones de la ONU contra Irak, fuertemente apoyadas por Estados Unidos, han matado a más de 500.000 niños iraquíes.

En una escalofriante entrevista de 1995, la Secretaria de Estado Madeleine Albright, justificó estas muertes, diciendo «Creemos que el precio vale la pena». Debemos recordar las palabras de Albright cuando escuchamos el redoble acerca de «terroristas» que «no tienen consideración alguna por la vida humana». Para los Bushes y Albrights de este mundo, esa retórica sólo es una excusa para justificar atrocidades mucho peores que las cometidas en Nueva York y Washington, DC.

Los casi 10 años de la «guerra contra el terror» han tenido un costo aún mayor, al menos 1 millón de personas han muerto sólo como resultado de la guerra y ocupación de Irak. El campo de batalla estadounidense se ha extendido de Afganistán a Irak, y ahora a Pakistán, Libia y varios países más. La «devastación y la miseria causados en todo el mundo» por el imperio estadounidense es mayor hoy que en 2001.

La «guerra contra el terror», justificada como la única manera de acabar con bin Laden y al-Qaida, ha hecho del mundo un lugar más violento y más peligroso. Con cada bomba que cae sobre una boda en Afganistán, con cada pasajero iraquí masacrado en un retén de carretera, la única superpotencia del mundo crea más desesperación y más amargura hacia ella y sus aliados, creando las condiciones en las que el terrorismo prospera.

Desde el comienzo del año, el Medio Oriente se ha convertido en un punto focal para el mundo por razones muy diferentes. Desde Túnez y Egipto en el norte de África a Bahrein en el Golfo Pérsico y en muchos países entre ellos, las masas se han levantado contra dictadores y regímenes que defienden el orden imperialista, algunos de ellos respaldados con entusiasmo por Estados Unidos.

Bin Laden y al-Qaida pasaron a ser irrelevantes por las acciones de millones de personas que se rebelaron basándose en la acción de masas y la solidaridad, no en la violencia de una pequeña minoría que busca imponer su cosmovisión religiosa.

El asesinato de bin Laden puede ayudar a Washington a retomar la iniciativa con una revitalizada «guerra contra el terror». Debemos rechazar la morbosa celebración del asesinato de bin Laden, e insistir, como Martin Luther King lo hizo hace más de 40 años, en que el «mayor proveedor de violencia en el mundo» es el gobierno estadounidense.

Traducido por Orlando Sepúlveda

El material de este artículo pertenece a SocialistWorker.org, bajo una licencia Creative Commons (by-nc-nd 3.0), con excepción de los artículos que se publican con permiso. Los lectores están invitados a compartir y utilizar material que pertenece a este sitio para fines no comerciales, siempre lo atribuyan al autor y a SocialistWorker.org.

Fuente: http://socialistworker.org/2011/05/03/cheering-war-and-empire

rCR