Hace ya 25 años la academia inventó el término «partidocracia» para designar la peculiar forma de la democracia uruguaya: una en la cual los partidos eran el corazón y el centro de la política.* Más que una democracia, decían, lo que existe en nuestro país es una partidocracia: un gobierno de partidos. La tesis partía […]
Hace ya 25 años la academia inventó el término «partidocracia» para designar la peculiar forma de la democracia uruguaya: una en la cual los partidos eran el corazón y el centro de la política.* Más que una democracia, decían, lo que existe en nuestro país es una partidocracia: un gobierno de partidos.
La tesis partía de una vieja premisa de los llamados teóricos «elitistas» de la democracia. Éstos denunciaron por obsoletas las ideas que venían de la Antigüedad y la revolución francesa sobre la soberanía del pueblo y el bien común, y sostuvieron que en realidad nunca existe «soberanía del pueblo», porque el pueblo nunca es quien decide. Es demasiado ignorante, está demasiado desorganizado, y el «bien común» es una entelequia: lo único que existe son los intereses particulares. Así, dijeron, el gobierno, en una democracia, nunca es del pueblo: es de los políticos. No porque ellos «lo representen», sino porque son los que deciden. De hecho, lo que diferencia a la democracia de otras formas de gobierno (la monarquía, o la dictadura), es que es, por excelencia, el gobierno de los políticos.
La tesis de la partidocracia, escrita hace 25 años, reflejaba el pensamiento de una parte de la academia sobre la verdadera forma de la democracia uruguaya: más un gobierno de los políticos que de la sociedad. Esta idea había sido trabajosamente construida por algunos pensadores ilustres como Solari, Rama, o Real de Azúa, que construyeron el relato histórico de que a Uruguay lo habían construido los políticos, que Uruguay había sido un Estado antes que una nación, y que los partidos políticos le habían dado a los uruguayos una identidad y un arraigo que suplieron los déficits de una nación nueva y «trasplantada». A su vez, decir que los políticos habían sido los constructores de Uruguay mostraba la excepcionalidad uruguaya, en un contexto en que los «constructores de naciones» en América Latina habían sido los militares, la Iglesia o las autoridades de la colonia.
Sin embargo, hace 25 años la tesis de la partidocracia daba cuenta de otro fenómeno, y es que la sociedad como tal importaba poco y los partidos políticos eran los únicos referentes privilegiados de la política, a falta de una sociedad civil movilizada, activa, robusta.
La historia de la izquierda uruguaya vino a ser exactamente al revés, pero en su momento la tesis de la partidocracia no la tuvo en cuenta. La izquierda fue antes social que político-partidaria. Esto es algo válido incluso para el nacimiento de los propios fundacionales de la izquierda, y también para la conjunción de la izquierda en una sola fuerza política en 1971. Hubo antes sindicatos, y movimientos feministas, y movimiento estudiantil, y hasta grupos armados, que un partido de izquierda unificado, capaz de representar las ideas, la cultura y los proyectos de esta izquierda social. La izquierda no se inscribe bien en esta tradición «partidocrática». Y no lo hace porque tributa el origen de todas las izquierdas y partidos socialistas del mundo: haber sido concebidas como el «brazo político» de los trabajadores, o de todos aquellos que representaban el desafío y la resistencia a los proyectos «oligárquicos». Esta es la razón por la que la invención de los partidos «de masa» en Europa es una invención de las izquierdas y un vasto movimiento popular de múltiples vertientes que, en su momento, se opusieron a los partidos «de notables».
La idea de una izquierda «social» que se representa políticamente se opone a la de los viejos elitistas, y retrotrae a la soberanía democrática su condición originaria: la de ser el gobierno del pueblo y no de los políticos. Y en esto la izquierda (más allá de sus tradiciones armadas) ha demostrado ser la más democrática de todas las orientaciones políticas. Porque hizo cuestión de la «democracia del pueblo», y defendió la participación de «los de abajo» en todas sus formas: construyó gremios, movimientos sociales, cooperativismos, organizaciones de defensa de los derechos de las mujeres, de los derechos humanos, de los sin tierra y de los sin techo. A su vez, defendió la democracia directa en todas sus formas (todas las izquierdas, pero en especial la uruguaya, la boliviana, la venezolana, la ecuatoriana, han realizado plebiscitos, referéndums y asambleas constituyentes en una proporción que habría asustado al mismísimo Rousseau). Y es por ello por lo que sus partidos también fueron más amplios, con más bases, con programas, con congresos interminables, con litigios y debates históricos. Todo en la tradición de la izquierda se opuso al «gobierno de los políticos».
Pues bien, las cosas han cambiado. Y la llegada de la izquierda al gobierno es el principal factor que explica los cambios. Ahora hay en la izquierda quienes reivindican la política partidaria como principio de autoridad de toda política. Y sobre esto también vale la pena dar una batalla de actualización «ideológica». Pero no para abandonar viejos principios (¿la democracia del pueblo?) y remplazarlos por nuevos (¿el gobierno de los políticos?), sino para «actualizar» sobre qué estamos de acuerdo y sobre qué no. Y cuánto hemos cambiado.
Los blancos y los colorados son los principales defensores de la partidocracia: claro está, ellos fueron sus inventores y beneficiarios locales de esa tradición. Pero estos inventores, que durante la primera mitad del siglo xx convivieron en forma más o menos pacífica con un sindicalismo al que desistieron de reprimir brutalmente como en los países vecinos, y sobre el que se abstuvieron de intentos de cooptación exitosos, cambiaron ante la rebelión de la sociedad civil. En efecto, cuando la sociedad civil se «rebela» ante la magnitud de la crisis de los años sesenta, y también porque ya estaba «madura» y «organizada», cambiaron su actitud por una de desconocimiento, descalificación y -dependiendo del momento político que tomemos- de represión lisa y llana.
La dictadura fue más brutal con la sociedad civil que con los políticos; hubo presos políticos, pero la mayor parte de ellos fueron sindicalistas, estudiantes, izquierdistas de toda monta. No fue la partidocracia la diezmada durante los largos años de la dictadura, sino la sociedad civil. Y es por ello que la partidocracia sobrevivió y dio tantas buenas señales de vida durante al menos las dos primeras décadas posdictadura.
Ahora la partidocracia se defiende contra los «corporativismos» que impiden gobernar. Se defiende reclamando que «son los políticos, representantes legítimos del pueblo» quienes tienen que decidir las grandes cuestiones nacionales. Aprueban calurosamente la representación de todos los partidos en la dirección de los entes del Estado, pero los pocos representantes sociales que existen en la salud, la educación, la seguridad social, son denunciados una y otra vez como representantes encubiertos de los gremios soslayando decir que esos representantes ganaron, en algunos casos, en elecciones donde compitieron contra candidatos encubiertos de los partidos políticos, a quienes derrotaron claramente. El pedido de más autoridad para el gobierno (el doble voto en los órganos de la enseñanza, y otros) es el reclamo de una partidocracia que no quiere ceder una tajada de poder con nadie. Ya bastante molestan los «de abajo» (por más que, efectivamente, estén abajo) como para que además, ahora, ¡estén encima! (en la cúpula de los organismos). Así, la partidocracia se defiende contra una sociedad civil corporativa y una burocracia corporativa, olvidando que ellos mismos son, también, una corporación que se defiende.
La discusión sobre el acuerdo educativo o sobre el peso que las organizaciones de derechos humanos tendrán en la Institución Nacional de Derechos Humanos que se está formando, ilustra adecuadamente el punto. Son dos áreas especialmente sensibles, los maestros, los profesores, los defensores de los derechos humanos revistan en las filas de una sociedad civil organizada con más reflexión y práctica en sus campos respectivos que la mayoría de los políticos que deciden sobre ello.
Los blancos y los colorados reaccionarán con dureza a la injerencia de gremios, personas y organizaciones en los campos de organización de dos políticas públicas tan jerarquizadas como controversiales: la de la educación y la de los derechos humanos. En la educación, la propia autonomía educativa de las autoridades y, en algunos casos, el cogobierno, impedirán desde la misma institucionalidad, la «partidocratización» de la misma. Pero en el campo de los derechos humanos, la pelea recién comienza. Flaco favor le ha hecho la partidocracia a los derechos humanos durante 25 años: ha actuado en el secretismo, la negligencia y la tergiversación de los principios más elementales. Reivindicar ahora su protagonismo para decidir en estos temas, no le ajusta. Es un traje demasiado grande para vestir. Mejor será apelar a la humildad cívica, reconocer el trabajo que las organizaciones sociales han hecho sobre estos temas, reconocer el trabajo que la comunidad internacional ha despejado y que nos permite hoy aplicar una normativa que choca contra las muy soberanas leyes de amparo a la impunidad, y ponernos a trabajar todos juntos. No hay otro camino. Y como siempre, se hace al andar. n
* Caetano, G; Pérez, R; Rilla, J. La partidocracia uruguaya. Historia y teoría de la centralidad de los partidos políticos, Cuadernos del claeh, 44, 1987, págs 37-62.
Fuente: http://www.brecha.com.uy/component/flexicontent/items/item/10067-el-FA-y-la-partidocracia-uruguaya