A finales de septiembre, dos noticias que pasaron muy desapercibidas en los grandes medios, ayudan a comprender un poco más a fondo la naturaleza del sistema en el que vivimos. En una investigación llevada a cabo por The Guardian, se muestra la brutal realidad imperante para los trabajadores (inmigrantes) en el proceso de construcción de […]
A finales de septiembre, dos noticias que pasaron muy desapercibidas en los grandes medios, ayudan a comprender un poco más a fondo la naturaleza del sistema en el que vivimos.
En una investigación llevada a cabo por The Guardian, se muestra la brutal realidad imperante para los trabajadores (inmigrantes) en el proceso de construcción de las infraestructuras necesarias para el Mundial de futbol de Catar que tendrá lugar en 2022: retirada del pasaporte para que no puedan huir, meses sin cobrar, privación de comida y bebida trabajando en el desierto, etc. Sólo en un algo más de un mes, la embajada de Nepal (uno de los principales países de origen de la fuerza de trabajo) en Doha, certificaba la muerte de 44 de sus ciudadanos por motivos laborales.
Esta noticia nos conduce a otro hecho escalofriante: la Confederación Sindical Internacional (ITUC en sus siglas en inglés) advierte que el número de trabajadores fallecidos a la semana aumentará a una media de 12 cuando se intensifiquen los trabajos, lo que hace que sólo en mano de obra esclava, el Mundial de futbol tenga un coste directo de ¡4.000! trabajadores asesinados.
Junto a eso, en Bangladesh, después del derrumbamiento el pasado abril de un edificio que albergaba talleres de confección para algunas de más importantes trasnacionales del textil que dejaron una cifra superior a 1.125 muertos, la represión fue ejercida duramente sobre unas protestas que obligaron a cerrar temporalmente algunas fábricas. La magnitud de las protestas ha hecho que el gobierno tenga que desplegar paramilitares para controlar las reivindicaciones laborales en alguna de las principales áreas industriales. El objetivo, claro está, consiste en amedrentar a los trabajadores por medio de coerción física (llegando hasta el asesinato), para que abandonen sus reivindicaciones y que acepten las miserables condiciones laborales. Todo ello, en pro de crear el marco de explotación idóneo para los gigantes del textil.
Habrá quien piense que estos hechos son cuestiones de países tercermundistas y que no les afecta para nada. Incluso dejando de lado de forma deliberada que moda y espectáculos deportivos son dos de las mayores instituciones alienantes (elementos centrales de la superestructura) en las sociedades de consumo en Occidente, me gustaría ir al fondo de la cuestión y no a lo evidente y diáfano (sin por ello, negar su carácter atroz).
Sobre el subcontinente indio, núcleo de estas dos situaciones (dado que la mayoría de los esclavos utilizados en Catar proceden de Nepal, India, Bangladesh y Sri Lanka), unas líneas deberían prevenirnos sobre las implicaciones que para nuestras sociedades tiene esta evidente primacía del capital sobre el trabajo:
«La profunda hipocresía y la inherente barbarie de la civilización burguesa se encuentra desvelada ante nuestros ojos, llegando desde su hogar, donde asume formas respetables, a las colonias, donde se presenta desnuda»
Estas líneas, de total actualidad, fueron escritas por un tal Karl Marx en 1853 en su The Future Results of British Rule in India. Y arrojan diversas cuestiones que debemos enfrentar sin miramientos.
La variable transversal y constitutiva de nuestra posición, debe brotar, inexcusablemente, de asumir de manera taxativa que somos trabajadores. Y lo somos porque tenemos que vender nuestra fuerza de trabajo a cambio de la percepción de un salario. Esta cuestión debería estar fuera de toda duda, dado que es la forma en la que la inmensa mayoría de la sociedad obtiene sus ingresos, tanto en el estado español, como en EE. UU. o en Nepal. En este sentido, sucede, además, que existe un diferencial entre el producto de nuestro trabajo y el salario que se recibe, denominado plusvalía. Y evidentemente, el trabajador querrá que esa plusvalía sea lo más pequeña posible, mientras que el empresario pretende aumentar su beneficio. Existe, pues, una realidad evidente en la que, de forma genérica, se podría llegar a decir que ambas partes quieren ganar más, por lo que existe un conflicto entre ellas.
Si lo mencionado anteriormente parece lógico, el siguiente paso, en tanto que trabajadores, debería encaminarse a entender, asumir e interiorizar que existe una lucha abierta entre el capital y el trabajo, y que en cada entorno, adquiere morfologías diversas. Negar que las condiciones laborales en terceros países no influyen sobre la cotidianeidad diaria, implica estar anclado a una concepción de la realidad social que hace décadas ha sido resquebrajada por el avance del capitalismo.
Un hecho evidente: el llamamiento continuo al aumento de la competitividad en los países del norte está directamente vinculado con la existencia de mano de obra esclava o semi-esclava en la periferia [1]. No interpretar que la desindustrialización es un elemento central de la lucha de clases desde mediados del siglo pasado, pervierte los contornos de las luchas más próximas.
Haré aquí una proposición arriesgada: tanto la inmigración como la deslocalización, son dos caras de la misma moneda; son un elemento del que se dota el capitalismo para maximizar beneficios y modelar sociedades. La mano de obra migrante (tanto en origen como en destino), acostumbra a carecer de (tradición de) medidas de protección colectivas o asociativas, por lo que la capacidad/interés de oponerse a las condiciones patronales son ínfimas. Esto facilita el chantaje, dado que este nuevo sujeto permite al capital tener una alternativa doble para la reducción de los costes salariales: o bien contratación ilegal (frente a la mano de obra local); o bien (amenaza de) deslocalización. En ambos casos, tiene la capacidad de establecer las reglas de juego, y las usa en su propio beneficio.
Sin embargo, esta realidad todavía tiene una lectura más siniestra: la mano de obra inmigrante es percibida por la clase trabajadora de los países de recepción como un enemigo [2], como esquiroles que trabajan por salarios por debajo de convenio, que no acuden a las huelgas y que siempre están al servicio del patrón. Por tanto, el capital ha conseguido algo mucho más terrible a nivel estratégico; ha sido capaz de inculcar que el enemigo de la clase obrera local eran/son los inmigrantes, fracturando y enfrentando a los trabajadores entre sí [3]. El «racismo obrero», por decirlo así, es la perfecta forma desvirtuada de antagonismo social, transformando la lucha de clase en lucha entre clase. O si se prefiere, la lucha entre clases, por la lucha intraclase, representación inequívoca de la transposición e integración de los intereses capitalistas en la mentalidad trabajadora.
Esta afirmación podría situarnos ante un equívoco que es importante desechar. Aunque el capital intenta enfrentar a los trabajadores entre sí, su posición es de extrema tolerancia y aceptación de los trabajadores foráneos, fruto de una mezcla de interés empresarial (mano de obra más barata a su disposición) y esnobismo clasista (desprecio absoluto de las reacciones chauvinistas del proletariado local). La existencia de mano de obra más barata, tanto en origen como en destino, sólo refuerza el poder del capital sobre el trabajo. Y es este punto el que está más presente en la actualidad, en un contexto donde se produce un ataque despiadado contra el trabajo, bajo la apariencia de necesidades de diversa índole.
Para llevarlo a un terreno menos abstracto, dentro del estado español tenemos la «suerte» de contar con infinidad de ejemplos que dejan a las claras mecanismos y dispositivos dirigidos a la disciplina y sometimiento de los trabajadores. Gracias a la vigorosa tarea de agresión constante a los derechos y libertades sociales, la lucha de clases se nos muestra en su versión más diáfana y nítida. No hace falta referirse a cuestiones metafísicas ni trascendentales para mostrar la verdadera naturaleza del sistema. Es una «ventaja» contar con parte del trabajo hecho…
Un caso sumamente claro e indiscutible es la reforma laboral. Desde un primer momento no estaba concebida para favorecer la contratación, sino para facilitar el despido. Si ya de por sí es un hecho terrible, en un país con más de seis millones de parados, no se puede minusvalorar otro efecto directo y perverso: la moderación salarial con la consiguiente pérdida de poder adquisitivo. El último informe del Banco de España sobre la aplicación efectiva de la reforma laboral «apunta a un proceso de moderación salarial algo más intenso, que habría comenzado ya a partir del segundo trimestre de 2012 [4].»
¿Y qué significa moderación salarial? Pues en términos realistas, estar más explotado. En términos capitalistas, ser más competitivos. Lo que se desprende no es solamente que la gente ganará cada vez menos dinero, sino que cada vez, habrá que trabajar por menos salario, con vistas a que inversores extranjeros entiendan que los costes laborales son tan despreciables como para que compense instalarse aquí antes que radicarse en países en desarrollo.
Veamos un ejemplo reciente. Mariano Rajoy, en su última visita a Japón, ha presumido de lo poco que cobran los trabajadores españoles y lo pone como una ventaja competitiva: «Tras las reformas recientemente acordadas, los costes laborales unitarios en España se comportan mucho mejor que en otros países de la Unión Europea«. No cabe llevarse a engaño: los gobernantes presumen de que han conseguido hacer más miserable la vida de sus ciudadanos a cambio de obtener el visto bueno del capital. Nótese que es el mismo argumento que los países en desarrollo esgrimen para que se instalen maquilas en sus territorios. Lo realmente grave es que se ha entrado en una dinámica que no tiene fin. A partir de ahora, la caída generalizada del nivel de vida y de salarios será constante y progresiva. ¿O acaso alguien se cree que este proceso es una medida coyuntural fruto de las circunstancias? Para nada. Thatcher nunca hubiese soñado que su proyecto conservador hubiese llegado a esta magnitud, y no hace falta ser muy listo para establecer una linealidad entre el ataque directo a los trabajadores en los 80, y las constantes agresiones que desde el poder se ejercen contra la sociedad.
Bajo este esquema, no es fácil vislumbrar algún punto de inflexión donde la tendencia cambie. En esta espiral regresiva, donde trabajar por 500 euros pasará a convertirse en el objetivo de muchos, no es una hipótesis desdeñable que exista un proceso de convergencia cada vez más acusado con los países que hasta ahora eran observados con desdén y prepotencia eurocéntrica.
No serán pocos los que vean en toda esta crisis un elemento necesario para modernizar, flexibilizar y hacer más competitiva la economía de un país, y que los ajustes sólo serán temporales. MENTIRA. Si se desmantela la sanidad y la educación pública a favor de la privada, no se hace con vistas a que sea un proceso reversible; si se reducen las pensiones, tampoco se volverán a aumentar en el futuro; si se establecen marcos laborales agresivos contra la figura de los trabajadores, no se hace por mejorar la situación de los desempleados; si se fomenta la instalación de negocios que puedan decidir sobre la legislación del propio país, no se hace por los puestos de trabajo potencialmente creados.
Todo ello se promueve con el único propósito de establecer una correlación de fuerzas todavía más acusada, en la que el capital domine de manera absoluta sobre el trabajo. Dos de los principales ejemplos del crecimiento capitalista de eficiencia y competitividad lo constituyen Catar y Bangladesh. Es decir, esclavos y cuerpos armados para disciplinar el trabajo [5]. Empecemos a pensar si los 500 euros que se ofrecen hoy, no pasarán a ser 450 mañana, y 375 pasado. Y la represión de las demandas laborales, no avanzará hacia la supresión del derecho de huelga y a la militarización de ciertos sectores de la economía. ¿Predicciones apocalípticas? El tiempo lo dirá.
Por si acaso, acontecimientos como los citados deberían contribuir a encajar ciertas piezas, que aunque pueden parecer desvinculadas, están perfectamente engarzadas.
Y una última «advertencia»: cada vez que se escuchen apologías de la competitividad, que a vuestra mente no venga Sillicon Valley; pensad más bien en las nuevas y perfeccionadas formas de explotación que se dan en Asia.
Notas:
[1] Un paso más allá dentro de los mecanismos de explotación lo constituyen las Zonas Económicas Especiales, lugares sustraídos por el capital a los Estados (con el consentimiento de éstos) donde no existe legislación laboral y la explotación se muestra en su vertiente más cruda.
[2] El auge de Le Pen en Francia es paradigmático de esta situación; el trasvase de votos desde los bastiones obreros de la izquierda al Frente Nacional ha sido una de las principales causas de su ascenso.
[3] Es tentador remitirse a la célebre «Los trabajadores no tienen patria» de El Manifiesto Comunista.
[4] LA REFORMA LABORAL DE 2012: UN PRIMER ANÁLISIS DE ALGUNOS DE SUS EFECTOS SOBRE EL MERCADO DE TRABAJO. BANCO DE ESPAÑA BOLETÍN ECONÓMICO, SEPTIEMBRE 2013, p. 3.
[5] El denominado «capitalismo con valores asiáticos»: regímenes autoritarios, sin ningún atisbo de democracia, en las que el capitalismo puede desarrollarse con la connivencia y las herramientas de represión y control del Estado. Un futuro estremecedor.
Fuente: http://www.cecubo.org/2013/10/esclavos-de-nuestros-dias/