Los poderes económicos han decretado la inevitabilidad de la sociedad caníbal, la guerra de todos contra todos y el sálvese quien pueda. De lleno en la crisis, la estructura social se descompone mientras las texturas solidarias que integraban a los individuos se deshilachan hasta el naufragio. La igualdad económica y social parece un viejo anhelo. […]
Los poderes económicos han decretado la inevitabilidad de la sociedad caníbal, la guerra de todos contra todos y el sálvese quien pueda. De lleno en la crisis, la estructura social se descompone mientras las texturas solidarias que integraban a los individuos se deshilachan hasta el naufragio. La igualdad económica y social parece un viejo anhelo. Es el imperio de la competitividad, la supervivencia del más fuerte y la cultura del emprendedor. La lógica productivista neoliberal, durante las 24 horas del día.
Un libro del profesor de Derecho Constitucional de la Universitat Rovira y Virgil, Albert Noguera, rescata la idea de igualdad (más allá de su sentido formal y liberal) y la proyecta para su utilidad en las luchas de los movimientos sociales. En particular, para las organizaciones que trabajan en un «Proceso Constituyente». En «La igualdad ante el fin del estado social» (Sequitur), el politólogo hace un recorrido histórico por el concepto de «igualdad» y además propone alternativas, incorporadas principalmente de las constituciones progresistas latinoamericanas. ¿Cómo debe ser la igualdad que queremos construir y a la que aspiramos? ¿Sirven las viejas formas de igualdad o hay que crear otras nuevas? Son cuestiones que el libro intenta responder.
Las limitaciones que planteaba la igualdad jurídico-política del liberalismo decimonónico no requieren demasiadas explicaciones. El nacimiento del movimiento obrero da buena cuenta de estos problemas. Ahora bien, Albert Noguera se detiene en los límites que presenta el «Estado Social» keynesiano, al que pretende volver una parte del «progresismo». En primer lugar, el llamado «Estado del Bienestar» es perfectamente compatible con una situación de alienación y eliminación de la autonomía individual de los trabajadores. Además, del mismo se excluyó -durante «los 30 años gloriosos» del capitalismo fordista- a los trabajadores extranjeros y a las mujeres, relegadas a la producción doméstica y no remunerada. Asimismo se fundamentó en la explotación de los países del Sur y del medio ambiente.
Hoy vivimos una «crisis estructural», anota el politólogo. El capitalismo ya no es industrial sino financiero. Y esto ya no es compatible con las viejas constituciones de la posguerra, sino con el «constitucionalismo económico» que a finales de los años 70 teorizaron Kydland y Presscot. La idea es que lo racional consiste en reducir el margen de actuación de los gobernantes ya que pueden trabar, por ejemplo, la política monetaria. Los teóricos liberales de los 80 abundaron en esta idea, empeñados en restringir los márgenes de actuación fiscal y monetaria de los gobiernos. Buchanan, Friedman, Hayek desarrollaron este enfoque. Se planteaba constitucionalizar principios obligatorios como presupuestos equilibrados y limitaciones al gasto público o a la masa monetaria en circulación. Años después entró en vigor el Tratado de Maastricht. Alemania (2009), España (2011) e Italia (2012) reformaron sus textos constitucionales para introducir cláusulas de estabilidad presupuestaria u órganismos de control sobre el déficit.
Como ejemplo del cambio de época, Albert Noguera se refiere al poderoso estado social de Dinamarca, paradigma de la igualación económica y social que podía alcanzar la socialdemocracia europea tras la segunda guerra mundial. «Con la llegada de la crisis económica al país, la igualdad de antaño dio lugar a un sentimiento nuevo, el egoísmo de las clases medias, que ya no querían pagar «para los otros» y reclamaron una bajada de impuestos. Una demanda que fue, en parte, satisfecha por la reforma fiscal del gobierno de Loekke Rasmussen, en aplicación desde el 1 de enero de 2010″. Conclusión: «El fin del estado asegurador ha supuesto una ruptura del consenso sobre la igualdad y su sustitución por el sálvese quien pueda».
Una acotación de enorme interés. Los revolucionarios franceses de 1789 proclamaron en el Artículo 1 de la Declaración que los hombres (no se dice los ciudadanos) «nacen libres e iguales en derechos». El punto segundo del articulado se refiere a «los derechos naturales e imprescriptibles del hombre» (no del ciudadano) que se asimilan -en sentido burgués- a la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión. Pero el constitucionalismo posterior no ha evolucionado por esa senda, y muchos de los derechos reconocidos en el siglo XX han tenido como objeto a quienes cuentan con la «ciudadanía» de un país. Es decir, no se trata de derechos universales. Por ejemplo, el Tratado de Lisboa de 2007 restringe las libertades de circulación, residencia y trabajo a los ciudadanos europeos. En el estado español, un Decreto de abril de 2012 excluye a los inmigrantes «sin papeles» de la atención sanitaria salvo en casos de urgencia. Por otra parte, el trabajo y el salario han constituido durante el siglo XX la otra gran vía de acceso a derechos (hasta 1986 no se universalizó en España el derecho a la salud). Pero el modelo ha hecho crisis. El obrero de fábrica «ha sido sustituido por múltiples formas precarias y sin contrato, de trabajo autónomo, interino, informal, o por una situación de desempleo».
Este contexto engarza limpiamente con otro de los pilares del libro de Noguera: el sujeto de cambio. El nuevo ámbito de lucha y conquista de derechos ya no es la fábrica sino lo «social», de ahí la importancia medular de los movimientos sociales. Estos «tienen como base a una población claramente empobrecida que lleva a cabo, sin la intermediación del estado, la acción directa destinada a cubrir sus necesidades materiales y redistribuir la riqueza». Se pasa de la «ciudadanía laboral» a la «ciudadanía social». Véase la labor de la PAH o, entre otros muchos ejemplos, los 130 trabajadores de origen marroquí que en mayo de 2013 ocuparon en Almería invernaderos en plena producción tras el abandono del empresario.
Y de esta reflexión Albert Noguera cruza el «charco» y pone el foco en los logros de los movimientos populares en América Latina. Éste es en cierto modo el resumen del libro: «Las constituciones de Ecuador de 2008 y de Bolivia de 2009 reconocen como valores propios del Estado el Suma qamaña o Sumaj Kawsay. Ésta es una palabra quechua que quiere decir «vivir bien» y que apela a cómo los seres humanos deben darse un sistema de convivencia basado en una relación de respeto y armonía con la naturaleza y en la gestión colectiva y comunitaria de los asuntos públicos. Este principio conlleva la construcción comunitaria de un modelo social que plantee unas bases de participación colectiva, cogestión y coimplementación Sociedad-Estado y Sociedad-Sociedad de la igualdad». El Artículo 14.III de la Constitución de Bolivia señala como titulares de derechos a todas las personas y a todas las «colectividades», ya sean pueblos indígenas u organizaciones sociales, independientemente de si están registradas o no. Lo mismo ocurre con la constitución venezolana de 1999. En pocas palabras, ha surgido la necesidad de un nuevo constitucionalismo que supere las formas dominantes desde el siglo XVIII (las constituciones formales e individualistas, las liberal-democráticas y el constitucionalismo social).
Las tesis de Albert Noguera se entienden fácilmente sólo con hojear la Constitución española de 1978. En el texto únicamente se reconocen como derechos fundamentales los civiles y políticos, pero no los derechos sociales. Otra consecuencia de la sacrosanta Transición. Es decir, sólo los primeros son directamente aplicables y exigibles, por lo que palmariamente resultan prioritarios. Y esto no son bizantinas disquisiciones: «El campo de batalla no es aquí neutral, está trucado o amañado de antemano por la propia regulación jurídica constitucional. Los beneficiarios de las dimensiones «fuertes» o protegidas de la igualdad siempre ganan, mientras que los perjudicados por ellas, independientemente de sus protestas, siempre pierden, al menos por la vía jurídica», sostiene el politólogo.
Añade el profesor de Derecho Constitucional, apoyándose en la Declaración Univeral de Derechos Humanos de 1948, que todos los derechos «deben tener la misma atención, jerarquía y urgencia». Ésta es una de las claves, que los especialistas denominan «indivisibilidad» e «interdependencia», y que reconocen las constituciones de Venezuela (artículo 19), Ecuador (artículo 11.6), la de Bolivia (artículo 13.I) o la reforma constitucional mexicana de 2011. Porque, de lo contrario, el derecho de propiedad (uno de los ejemplos más evidentes) se situará en todo caso por encima de las consideraciones sociales o medioambientales.
Todas ellas propuestas de enorme interés para un «Proceso Constituyente». También, como tradicionalmente ha reconocido una parte del constitucionalismo latinoamericano, la posibilidad de que cualquier ciudadano pueda solicitar la nulidad de leyes dictadas por el legislador que vulneren derechos reconocidos en la Constitución, es decir, presentar un recurso de inconstitucionalidad, que en el estado español sólo pueden presentar el presidente del gobierno, diputados, senadores, defensor del pueblo o parlamentos autonómico. La «acción ciudadana» de inconstitucionalidad puede verse claramente reconocida en las vigentes constituciones de Colombia, Ecuador, Bolivia y la Ley Orgánica de la Corte Suprema de Justicia de Venezuela. Son dignas de consideración, asimismo, las «acciones populares» (reconocidas por constituciones como la de Brasil de 1988 o la de Colombia, de 1991). Se trata de demandas que cualquier persona u organización popular pueden, en representación de la comunidad, interponer ante el juez municipal por vulneración de los derechos de la comunidad. Han de ser resueltas de manera rápida por los tribunales. Familias desplazadas colombianas por el conflicto armado han presentado «acciones populares» en relación con el derecho a la salud.
No es menor el interés, en pleno «austericidio» contra las poblaciones del Sur de Europa, de la denominada «Cláusula de prohibición de regresividad de derechos», reconocida por la constitución brasileña de 1998 o en el artículo 11 del texto constitucional de Ecuador («Ninguna norma jurídica podrá restringir el contenido de los derechos ni de las garantías constitucionales»). Diversas sentencias de la Corte Constitucional colombiana apuntan en el mismo sentido. Albert Noguera anota el valor de la propuesta: «Una garantía normativa que puede ser alegada en cualquiera de sus recursos por los ciudadanos y que impone obligaciones al Ejecutivo, al Legislativo y a los Jueces de evitar cualquier tipo de reestructuración neoliberal, regresiva en materia de derechos, y blindar las victorias sociales conseguidas».
Puestos a ahondar en el campo socioeconómico y en blindar, desde el punto de vista del derecho constitucional, la satisfacción de necesidades básicas, existe una cláusula de los tiempos de la Revolución Francesa que hoy cobra absoluta vigencia. La constitución jacobina de 1793 incluía la «garantía social», lo que suponía la acción de todos para asegurar los derechos de cada ciudadano. Ferrajoli y Pisarello han trabajado sobre este concepto. «La cláusula permite que de la organización popular emerjan nuevos derechos que otorgan la facultad para los desposeídos de poder imponer directamente y sin la intermediación del Estado, obligaciones a los propietarios de grandes fortunas, tierras o propiedades, de tener que contribuir con sus recursos al bienestar de los primeros».
El Derecho ya no emerge exclusivamente del Estado. Aparecen en el escenario público una pluralidad de sujetos y colectivos con capacidad normativa. Esto no es una novedad histórica, pues ya ocurría en el Imperio Romano. Actualmente, las constituciones de Colombia, Perú, Venezuela, Bolivia y Ecuador reconocen a las poblaciones indígenas la posibilidad de aplicar su sistema jurídico sin la mediación del estado, y limitando la capacidad de intervención de éste. Además, en las ultimas páginas del texto, ya de lleno en harina propositiva, Albert Noguera pone el énfasis en la fiscalidad -cuestión absolutamente batallona en nuestra realidad- y recuerda que en los celebrados Estados del Bienestar (en los países donde el modelo cuajó en sus formas mejor acabadas) no se gravaba a las rentas del capital de modo superior a cómo se hacía en las economías mayormente liberales. Así, los impuestos a las empresas nunca constituyeron una parte mollar de la recaudación, centrada en la imposición sobre el trabajo y el consumo. Por eso, el politólogo considera necesario gravar la acumulación de capitales con el fin de financiar el gasto social hoy indispensable.
Es más, propone Noguera un derecho constitucional al gasto público, con un grado de reconocimiento igual al de cualquier otro derecho. Precedentes: En 2011 los diputados de la Asamblea Legislativa de Costa Rica aprobaron una reforma del artículo 78 de la Constitución, que obliga al estado a invertir como mínimo un 8% del PIB anual del país en educación. O como dispone la Disposición Transitoria número 22 de la Constitución ecuatoriana de 2008: «El Presupuesto General del Estado destinado a la financiación del sistema nacional de salud, se incrementará cada año en un porcentaje no inferior al 0,5% del PIB, hasta conseguir al menos el 4%». Albert Noguera propone un enunciado constitucional de esa guisa, que en el contexto europeo asomaría con toda pujanza y radicalidad: «Todas las personas, grupos, colectividades o pueblos tendrán derecho al gasto público necesario para hacer efectivos sus derechos». Con un decisivo matiz: se trataría de una obligación del estado, cuya exigibilidad podría alegarse por los ciudadanos ante los tribunales. «El estado tiene la obligación indeclinable de garantizar y sostener el derecho a la salud, que se constituye en una función suprema y primera responsabilidad financiera», según la Constitución boliviana de 2009. «La igualdad ante el fin del estado social», una caja de herramientas para el cambio.
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