Las reformas económicas se discuten en Cuba evaluando la transformación mayúscula que ha registrado China. La nueva potencia asiática no es sólo un socio comercial de primer orden. Por su envergadura económica y su relevancia internacional se ha convertido en un importante aliado geopolítico para contrapesar las agresiones estadounidenses. Pero en un análisis desde la […]
Las reformas económicas se discuten en Cuba evaluando la transformación mayúscula que ha registrado China. La nueva potencia asiática no es sólo un socio comercial de primer orden. Por su envergadura económica y su relevancia internacional se ha convertido en un importante aliado geopolítico para contrapesar las agresiones estadounidenses. Pero en un análisis desde la izquierda China interesa por un motivo adicional: ¿su modelo actual mantiene perfiles socialistas? [2].
Dos etapas diferenciadas
China ocupa en la actualidad un lugar tan significativo como el alcanzado por la URSS en el pasado. No sólo es una gran economía en ascenso. Su expansión introdujo en las últimas décadas cambios significativos en el orden internacional.
El país ya integra el club de las economías centrales luego de multiplicar 13 veces su PBI (1978-2010). Logró prosperar en medio de tres grandes temblores contemporáneos. No fue afectada por las décadas pérdidas que demolieron a los países subdesarrollados en los años 80-90, se mantuvo al margen del desplome sufrido por el bloque soviético y actuó como socorrista de los bancos internacionales en la reciente crisis del 2008 ( Lo, Zhang, 2011).
Su crecimiento no partió de cero, puesto que ya poseía en los años 80 un PBI superior a muchos emergentes actuales. Pero posteriormente consumó un salto histórico que aproxima, empareja o sitúa a China por encima de varias potencias.
Es evidente la importancia del acervo acumulado durante las transformaciones anticapitalistas previas al avance actual. Sin la industrialización, la alfabetización, la superación del hambre, la modernización productiva y la acumulación extensiva hubiera sido imposible la extraordinaria expansión posterior. Basta comparar esas mutaciones con el subdesarrollo continuado que por ejemplo afectó a la India (Amin, 2012).
Pero la incógnita radica en lo ocurrido posteriormente. ¿En la nueva trayectoria afianzó o abandonó el proyecto socialista? La tesis oficial subraya la continuidad. El Partido Comunista continúa dirigiendo los destinos del país y sus líderes declaran oficialmente la preeminencia de un modelo de «socialismo de mercado», compatible con los principios del marxismo. Esta visión resalta la presencia de elementos pos-capitalistas, junto a las reglas de la acumulación y la ganancia imperantes en la economía.
El enfoque oficial destaca que los principios socialistas introducidos en los años 50-70 fueron posteriormente ajustados a las necesidades de la modernización. Considera que esa evolución se adapta a la tradición milenaria de una civilización, que ha seguido rumbos de desarrollo muy distintos al patrón occidental.
El diagnóstico opuesto subraya la preeminencia de un proceso de restauración capitalista, asentado en la explotación del trabajo, la polarización social y la corrupción de las elites (Hart-Landeberg, 2011). Otros enfoques intermedios caracterizan al proceso en curso como una fase de acumulación primitiva transitoria, que puede desembocar en la estabilización capitalista o en la renovación del socialismo (Yi, 2009) . ¿Quién tiene razón?
Para clarificar este complejo problema conviene reconocer la existencia de las dos situaciones diferenciadas. Entre 1978 y 1992 se reintrodujo limitadamente el mercado dentro de un sistema de propiedad pública. Se buscaba fomentar el desarrollo agrícola, la expansión del consumo y la gravitación de la pequeña empresa, en un marco de precios parcialmente libres.
En esa etapa se registró un crecimiento balanceado impulsado por el mercado interno y la flexibilizaron los precios agrícolas. Este cambio incrementó el poder compra en el sector rural y generó un desahogo urbano. La tasa de crecimiento repuntó aceleradamente y la inversión fue incentivada mediante una rigurosa selección estatal de los sectores priorizados .
Ese modelo incluía cierta diferenciación social y zonas francas para las transnacionales, pero mantenía restricciones compatibles con una construcción socialista. Pero a principios de los 90 se implementó una orientación distinta. Comenzaron las privatizaciones en gran escala, la generalización de normas capitalistas de gestión y la formación de una clase de grandes empresarios con exponentes directos en los organismos dirigentes.
Este nuevo esquema comenzó con inversiones destinadas al mercado interno y se afianzó privilegiando las exportaciones. En la última década se acrecentó la apropiación privada de las grandes empresas, en un escenario de creciente desigualdad y precarización del empleo.
La principal transformación social generada por esta reconversión ha sido el surgimiento de una clase capitalista local, asociada a las empresas transnacionales y promotora de una ideología neoliberal. La gravitación de este sector en las altas esferas del régimen político se verifica en el pragmatismo de esta conducción. La tradición maoísta de la revolución cultural es rechazada y los empresarios son bienvenidos dentro del partido. El pensamiento de Marx y Confucio son combinados, en función de las necesidades políticas de cada momento (Xie, 2009).
En esta segunda etapa varios rasgos clásicos del capitalismo han quedado incorporados a la economía china. Hay competencia, beneficio, explotación y acumulación. La desigualdad aumenta a un ritmo más acelerado que en el resto de la región y los niveles de explotación se ubican por encima de Corea, Taiwán o Singapur.
El alcance de la restauración
Los teóricos del «socialismo de mercado» reivindican la acelerada industrialización y el desarrollo tecnológico autónomo, que le permitieron a China contar primero con los resguardos defensivos requeridos para afrontar la presión imperialista. El país construyó una bomba primero atómica (1964), luego otra de hidrógeno (1970) y finalmente colocó un satélite en el espacio (1970). Sobre estos pilares negoció la apertura hacia Occidente, a partir del emblemático viaje de Nixon (1972).
También consideran que ese período de economía planificada se agotó y fue sucedido por mecanismos de gestión mercantil que revitalizaron el socialismo, permitiendo el gran desenvolvimiento de las últimas décadas (Yang, 2009).
Pero este razonamiento confunde la extensión de la gestión mercantil con la introducción de normas capitalistas. Desde los años 90 no sólo se flexibilizó el manejo de los precios, sino que también se afirmó la nueva propiedad de los capitalistas sobre un sector muy significativo de la economía. Este cambio en la posesión de las empresas estratégicas es incompatible con cualquier perspectiva de socialismo.
Una transición hacia la sociedad igualitaria puede incluir formas de gestión centralizadas o descentralizadas, con modalidades más o menos flexibles de planificación. Pero el afianzamiento de clases propietarias y desposeídas de los medios de producción sólo augura la vigencia del capitalismo.
Los teóricos de las mixturas entre ambos sistemas afirman que esa combinación se está consumando en los hechos, a través de modificaciones paralelas en el capitalismo mundial, que habría incorporado formas del estado de bienestar y valores de igualdad (Yang, 2009).
Pero omiten que la tendencia contemporánea predominante de este sistema ha sido exactamente la opuesta. El neoliberalismo de las últimas décadas ha sepultado las conquistas sociales de posguerra, para garantizar las ganancias de los grandes bancos y empresas. En lugar de un amoldamiento del capitalismo al ímpetu socialista de China se verifica un proceso opuesto: aumenta la gravitación de los patrones de rentabilidad y explotación en la economía asiática.
Esta incidencia es incluso inocultable para defensores del curso actual. Reconocen la magnitud de las diferencias de ingreso y esperan que la propia dinámica del mercado achate esas inequidades (Yang, 2009).
Pero nunca explican cómo ese mecanismo corregiría el defecto que ha introducido. Su expectativa es inconsistente y desconoce que las brechas sociales se originan en la existencia de una nueva clase capitalista interesada en afianzar esas diferencias.
Otros enfoques del mismo tipo aceptan la existencia de segmentos patronales pero relativizan su influencia. Presentan la incorporación de empresarios al Partido Comunista, como un signo de patriotismo de los enriquecidos y una manifestación de madurez del funcionariado (Ding, 2009).
Pero, en los hechos, los nuevos capitalistas consolidan su posición social al ganar influencia en las cúpulas del sistema político. Cualquiera sea la veracidad de sus pronunciamientos patrióticos afianzan una fractura de clases, que contradice los enunciados básicos del socialismo. Se puede discutir cuál es el grado de intercambio mercantil que debería prevalecer en una sociedad pos-capitalista ya avanzada, pero resulta insólito imaginar que ese estadio incluiría explotación, plusvalía y altos niveles de desigualdad social.
Estas incongruencias han sido resaltadas por muchos críticos del curso actual, que presentan indicios contundentes del curso de la restauración. Un ejemplo son los cambios en el sistema de fijación de precios planificados. El declive de esos guarismos a favor de cotizaciones mercantiles ha sido monumental.
El primer tipo de precios decayó del 97,8% (1978) al 2,6% (2003) en el rubro minoristas y del 100% (1978) al 10% (2003) en el sector industrial. Otra evidencia de la misma tendencia se verifica en la pérdida de gravitación de la propiedad estatal en la industria, que declinó del 100% (1978) al 41.9% (2003). El estado sólo mantiene la supremacía en cinco sectores y ha perdido peso en las 23 actividades más dinámicas (Hart-Landeberg, 2011).
Esta misma evolución pro-capitalista se corrobora en la erosión del tejido social generado por el avance de la precarización y la declinación del empleo tradicional. De los 30 millones de obreros que fueron despedidos entre 1998 y 2004 quedaron 21,8 millones viviendo con el ingreso mínimo.
En muchas empresas rigen, además, jornadas laborales de 11 horas durante 26 días al mes. Las super-explotación afecta duramente a los 200 millones de trabajadores rurales que emigraron a las ciudades en los últimos 25 años, sin lograr el status de residencia (Hart-Landeberg, 2011).
China se ha ubicado al tope de los índices de desigualdad medidos por el coeficiente Gini. En la región es tan sólo superada por Nepal y luego de Estados Unidos alberga al mayor número del billonarios del mundo. Por esta razón florecen los negocios del lujo y los clubs de yate. Toda la generación de ahijados del viejo liderazgo comunista maneja las grandes compañías. Allí se concentra la nueva elite. Basta observar que un tercio de los 800 individuos más ricos del país son miembros del PCCH.
Estos datos económicos, sociales y políticos no dejan ningún margen de duda sobre la tendencia a la restauración del capitalismo que rige en China. Los neoliberales se congratulan de este cambio y los heterodoxos se limitan a presentarlo como un momento necesario de la acumulación.
Pero muchos teóricos del marxismo enfrentan este escenario con desconcierto. Algunos hacen malabarismos para presentar los datos de China como signos de modernización del socialismo. Más allá del desgastado recurso de subrayar las singularidades del país («socialismo con características chinas»), no logran demostrar cómo se compatibiliza ese sistema con el creciente poderío de los acaudalados.
El lenguaje diplomático, las abstracciones y el reemplazo del término capitalismo por mercado, no alcanzan para disfrazar un curso evidente. Es discutible el grado de consolidación alcanzado por la restauración capitalista, pero no la primacía de esta tendencia (Weil, 2009).
Las nuevas resistencias
Al caracterizar la existencia de dos períodos diferenciados -introducción del mercado en una economía planificada (1978-92) y giro pro-capitalista (1992-2014)- se puede entender la naturaleza de la transformación en curso. El pasaje del primer modelo al segundo marca una ruptura cualitativa, que ha bloqueado (o sepultado) cualquier transición socialista.
Ese cambio no implicó sólo otra política económica (de primacía del consumo a la inversión) o de entrelazamiento del sector financiero con el productivo. Tampoco se redujo a un pasaje de las comunas rurales a unidades agro-industriales o a una conformación de zonas francas en la costa para fabricar bienes exportables mediante inversiones extranjeras.
La modificación central entre ambos períodos ha sido un cambio en la reglas de propiedad, que facilitó la conversión de una elite de funcionarios en dueños de grandes empresas. Este giro fue acompañado con el otorgamiento de mayores atribuciones a los gerentes para reorganizar las unidades de producción. Mientras que el elevado crecimiento económico permitió reducir la pobreza, el esquema de gran desigualdad instaurado impide actualmente a las familias obreras afrontar los gastos corrientes de salud y educación (Li, Piovani, 2011).
La segunda etapa económica de China estuvo signada por un explosivo crecimiento económico y acompañado de agudas manifestaciones de corrupción. Por esa vía la nueva clase privilegiada se apropia de una gran tajada del desarrollo actual.
Esos grupos de la alta burocracia debieron tolerar -durante el largo período que sucedió a la revolución- la preeminencia de grandes c onquistas populares, que obstruían su enriquecimiento. Cuando alcanzaron el poder suficiente para arrebatar esas mejoras, comenzó el salto hacia su nuevo status capitalista. Actualmente sostienen su poder en el manejo del estado y cuentan con el apoyo social de una clase media, que ascendió soñando con alcanzar el estilo de vida norteamericano (Li, 2009).
Entre los autores que resaltan este nítido curso pro-capitalista muchos dejan abierta una definición sobre la madurez de esta involución. ¿Se ha consumado por completo la restauración, como ocurrió en Rusia o los países de Europa Oriental?
El carácter irreversible de este giro es puesto en duda por quienes cuestionan la solidez de la nueva clase capitalista. Afirman que el estado mantiene un gran poder de intervención y una consiguiente capacidad para introducir cambios de tendencias (Lin, 2009; Lo, Zhang, 2011).
Otros destacan la persistencia del legado socialista en la vida cotidiana y la sensibilidad (o temor) de las autoridades ante cualquier expresión de descontento popular. Señalan que la reacción de estas elites es muy distinta a la conducta de clases opresoras de Occidente, que acumulan siglos de experiencia en el ejercicio de su dominación (Wang, 2009).
Finalmente, las nuevas resistencias populares que irrumpieron en los últimos años son vistas como otro síntoma de grandes reservas de oposición al rumbo capitalista, que subyacen en la sociedad china (Li, Li, Xie, 2012).
Esta variedad de argumentos ilustra cuán complejo es definir el grado de concreción de la restauración capitalista. Este proceso no supone solamente transformaciones objetivas en la escala de la propiedad privada vigente, sino también drásticos cambios en el nivel de aceptación subjetiva del capitalismo. La restauración implica un proceso dual de consolidación de ambos componentes.
En nuestra caracterización de estos procesos establecimos cinco criterios para mensurar esa restauración, subrayando tres aspectos económicos (precios libres, planificación reducida, crisis por acumulación), un pilar político (modalidad institucional) y un elemento social-subjetivo de resistencia y defensa del ideal socialista (Katz, 2006: 72-76).
En el plano económico las reglas del capitalismo se encuentran muy avanzadas en China, tanto en la forma que asume el ciclo y la gestión macroeconómica, como en el manejo de las empresas. Este dato es reconocido por los propios defensores del modelo actual, que describen el comportamiento de una clase capitalista con influencia preeminente en todas las instituciones y medios de comunicación. Pero las elites más neoliberales no dominan todo el aparato del estado y los grandes desequilibrios regionales, sociales y agrarios que desata la acumulación ponen en duda la consistencia del naciente capitalismo.
El desemboque final de este proceso es incierto, puesto que a diferencia de lo ocurrido en la URSS la clase obrera está recuperando protagonismo. Hay grandes huelgas que imponen concesiones a los gobernantes. El número de protestas creció de 58.000 (2003) a 87.000 (2005) y a 94.000 (2006). Desde el 2009 el incremento de estas resistencias determinó un cambio de conducta de los dirigentes, que optaron por sustituir la reacción represiva inicial por negociaciones y concesiones (Yu, 2012).
Este cambio converge con la multiplicación de corrientes críticas y planteos anticapitalistas de tendencias de izquierda, que demandan medidas de renacionalización y reversión de las privatizaciones. Exigen restaurar la gratuidad de la educación y la salud y confrontan con los enriquecidos (Zhu, Kotz, 2011).
Estos segmentos militantes son más influyentes que lo supuesto en Occidente. Suelen combinar reivindicaciones básicas con demandas de cambio en los impuestos y los patrones de crecimiento. Muchos mixturan la defensa del igualitarismo con propuestas de democratización política. Todas las referencias a un «modelo chino al socialismo» deberían ser identificadas con estas vertientes de resistencia por abajo a la restauración (Choi, 2009).
La politica internacional
Algunos analistas registran líneas de continuidad de China con su pasado antiimperialista. Consideran que el país retoma los principios de soberanía y cooperación impulsados durante el emblemático e ncuentro de 1955 con Egipto (Nasser) e India (Nehru) (Revista Bandung, 2011).
Pero resulta muy difícil corroborar algún resabio de esos proyectos. China está embarcada en un curso radicalmente opuesto de ampliación de las inversiones en el exterior y afianzamiento de los tratados de libre-comercio.
Otros autores estiman que el país edifica los basamentos del nuevo modelo global, que reemplazará la decadente hegemonía de Estados Unidos. Suponen que erigirá un esquema de cooperación favorable al grueso de la periferia. Esta visión fue difundida por Arrighi, al contraponer el belicismo yanqui en declive, con un ascendente «Consenso de Pekín» basado en el pacifismo de la potencia asiática (Arrighi, 2007: cap 5-6).
Este mismo enfoque es presentado por quienes suponen que este país orientará la economía mundial hacia el igualitarismo, liderando el nuevo bloque contra- hegemónico de los BRICS.
Pero no es sensato concebir algún devenir pos-capitalista bajo la dirección de una potencia que emerge en términos capitalistas y con tanta rivalidad como asociación con Estados Unidos. Los propios dirigentes chinos enfatizan este perfil en todas las iniciativas que asumen a escala mundial. Suelen exhibir una ideología más próxima a la idolatría mercantil- liberal que a cualquier vestigio de mensajes socialistas.
La significativa asociación de las elites chinas con los principales bancos y empresas de Occidente contradice la esperada formación de un bloque de economía cooperativa global. Ese entrelazamiento con el capital extranjero se verifica dentro de China en la incidencia de ese sector en las ventas industriales. También se expresa en la fanática adopción de principios del libre comercio luego del ingreso a la OMC. El país asciende en el escenario mundial como socio de las grandes compañías y es un natural custodio del status quo vigente.
Este importante vínculo con la producción, el comercio y las finanzas globalizadas impide a la nueva potencia cumplir con un papel progresista. Se ha convertido en un pilar de la mundialización neoliberal y no puede actuar simultáneamente como gestor de modelos pos-capitalistas.
Las propias tendencias generadas por la crisis del 2008 confirman esa imposibilidad. Si China decide reforzar su posición en el escenario mundial -transformando en propiedades sus enormes acreencias en dólares- consolidará su asociación con grandes empresas capitalistas. Los bienes adquiridos a su rival serían reciclados bajo el mismo esquema de la globalización neoliberal, afectando a todos los perdedores de la reorganización capitalista [3].
Pero no es necesario evaluar estas hipótesis para verificar cuál es el comportamiento internacional predominante de las elites chinas. Los acuerdos concertados con sus abastecedores de materias primas están regulados por estrictos principios de libre-comercio.
La asociación de los capitalistas chinos con sus pares occidentales ha obstruido, además, el esperado desacople internacional y el consiguiente giro chino hacia el crecimiento interno. Los efectos de esta limitación ya pesan severamente sobre una economía que ha reducido significativamente su ritmo de crecimiento. Los vínculos transnacionales recortan los márgenes de acción autónoma de la nueva potencia.
En la propia dirección china los partidarios de estrechar la relación con Occidente (elite de la Costa) chocan con los críticos de esa asociación (elite del Interior). Pero ninguna de las dos vertientes promueve los cursos de ruptura antiimperialista requeridos para gestar un modelo internacional cooperativo.
En este terreno se verifica una significativa diferencia con la estrategia postulada por los dirigentes de la vieja URSS. También allí todos los sectores de la burocracia gobernante habían archivado cualquier perspectiva de estrategia socialista. Pero la coexistencia pacífica que mantenían con el imperialismo se basaba en un principio de división territorial («áreas de influencia»), que recreaba los permanentes conflictos de la guerra fría. Los campos de acción económica estaban totalmente separados y los vínculos comerciales, financieros o productivos entre los dos contendientes eran mínimos.
En el curso de las últimas décadas la burocracia china siguió un camino diferente de integración plena al mercado mundial. Por esta razón el programa de Nuevo Orden Internacional (NOEI) -que impulsaba la URSS para asociar al Segundo y Tercer Mundo- no tiene continuidad en el liderazgo chino.
Esta dirección concibe todas sus acciones internacionales partiendo del entrelazamiento que estableció con las empresas y bancos del Primer Mundo. Por eso desarrolla una política exterior más cautelosa que los soviéticos, con bajo perfil, alto realismo y convivencia con la economía estadounidense.
Alianzas sin imitación
En su configuración actual China puede ser vista como un socio de los procesos transformadores de América Latina, pero nunca como el modelo a seguir para la construcción del socialismo. El gigante asiático se ha distanciado estructuralmente de ese objetivo.
Al igual que la URSS en el pasado, China es muy importante en la actualidad para Cuba y América Latina. La región necesita aliados para cualquier batalla contra el imperialismo estadounidense. El gigante del Norte sigue tratando a las naciones situadas al sur del Río Grande como piezas de su patio trasero. Nunca abandonó sus pretensiones de anexar Centroamérica y tutelar Sudamérica. Envió marines, organizó golpes de estado y diseñó todas las masacres requeridas para perpetuar su dominación.
Estados Unidos respondió al surgimiento de proyectos socialistas en el hemisferio con sabotajes, invasiones y conspiraciones. Comandó un estricto monitoreo anticomunista y llevó a cabo explícitas acciones de intervención contra Chile y Nicaragua. Las décadas de bloqueo que soporta Cuba o las conspiraciones que afronta Venezuela retratan esta injerencia.
Es totalmente falsa la creencia que Estados Unidos se ha olvidado de América Latina y que ha renunciado al intervencionismo. Basta registrar el protagonismo yanqui en el golpe de Honduras, el despliegue general de la IV Flota o las nuevas bases en Colombia para desmentir esas ilusiones. Hay cambios en el lenguaje (del anticomunismo al antiterrorismo) y mayor delegación de acciones en militares locales. Pero el Pentágono persiste como la principal barrera para cualquier perspectiva no sólo de socialismo, sino de efectiva independencia.
El desahogo que se observa en los últimos años (declive de la OEA, surgimiento de la CELAC, retorno de Cuba a la diplomacia regional) es un resultado provisorio del escenario creado por las rebeliones populares. Hay gobiernos más autónomos, pero la obstrucción imperial a cualquier proyecto de emancipación de la América Latina no ha cambiado.
Resulta por lo tanto indispensable apuntalar las alianzas internacionales que permitan proteger los procesos antiimperialistas en la región del abrumador poderío del Pentágono. Por su peso geopolítico a escala global, China puede actuar como contrapeso de esa amenaza.
La trayectoria seguida por Cuba desde los años 60 aporta un interesante antecedente de la forma de implementar una política exterior revolucionaria, sin subordinación a los mandatos de los grandes jugadores mundiales . E l Che puso en práctica una estrategia de expansión internacional del socialismo, en contraposición al status quo permanente con el imperialismo que propiciaban los líderes de la ex URSS. En su discurso de Argelia fue particularmente crítico con la escasa solidaridad de estos dirigentes hacia las sublevaciones del Tercer Mundo.
Guevara convocó a forjar «uno, dos, tres, muchos Vietnam», en oposición a la pasividad del Kremlin. Impulsaba esas sublevaciones frente a la utopía de restringir la edificación del socialismo a un solo país o región. En el Congo puso el cuerpo y en Bolivia entregó su vida a esos ideales (Katz, 2008; Sánchez Vázquez, 2007).
Más allá del resultado de esas acciones, la experiencia cubana ilustró cómo la alianza con una potencia para contrabalancear el peso del imperialismo, no implica sometimiento o imitación del socio. Ese modelo ofrece un importante punto de partida para concebir las relaciones con China de los procesos radicales actuales y futuros de América Latina.
21-11-2014
REFERENCIAS
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-Xie, Shaobo, (2009), «Crossroads: China´s future under debate» , Science and Society, vol 73, April.
-Yang, Jinhai, (2009), «The historical significance of the combination of socialism and market economy», Science and Society, vol 73, April.
– Yi, Jiexiong, (2009), «A marxist perspective on chinese reforms» , Science and Society, vol 73, April.
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-Zhu, Andong; Kotz, David (2011), «The dependence of China´s economic growth on exports and investment», Review of Radical Political Economics, vol 43, n 1.
China: un socio para no imitar
Resumen
China ha transitado por sucesivos períodos de transformación anticapitalista, adaptación mercantil y formación de una clase dominante. La dinámica de la acumulación, la desigualdad y la precarización laboral ilustran un avanzado estadio de restauración capitalista. Pero esta regresión no es definitiva por los desequilibrios que genera y las resistencias sociales que afronta. Este dato introduce una diferencia con lo ocurrido en la ex URSS.
El entrelazamiento con capitales foráneos y la estrategia de libre-comercio impiden a China forjar un bloque internacional cooperativo. Pero América Latina necesita el contrapeso de esa potencia como socio comercial y aliando geopolítico frente a la dominación estadounidense. Cuba aporta un importante antecedente de estrategias revolucionarias autónomas.
Notas
[1] Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
[2] Este texto continúa el análisis abordado en: Katz (2014).
[3] Esta posibilidad es analizada con otras conclusiones por Dos Santos (2011).
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.