Traducido del francés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
De creer lo que se escribe a derecha e izquierda sobre China, ¡no habría nada más que hablar! Se dice que el país ha capitulado y se ha vuelto capitalista, al margen de lo que pueda pretender el propio régimen chino. Es precisamente contra esta opinión casi unánime contra lo que luchan enérgicamente los economistas Rémy Herrera y Zhiming Long en su libro La Chine est-elle capitaliste?* [¿Es capitalista China?].
Intereses
Es una cuestión fundamental para la izquierda. En primer lugar porque se trata de casi una cuarta parte de la población mundial y de uno de los raros y últimos países surgidos de una revolución socialista, de modo que la dirección que adopte China será determinante para el futuro del planeta.
Más aún, es un reto importante para la batalla de las ideas en nuestros países. El desarrollo económico de China es un éxito impresionante. En el momento en el que el capitalismo ofrece signos evidentes de declive hay un interés extraordinario en reivindicar como «capitalista» el éxito de China. De este modo sigue siendo posible atribuirse cierto crédito ideológico e incluso desanimar un poco a las fuerzas adversas. Por medio del pensamiento único neoliberal se hace lo imposible para convencer a la gente de que el socialismo no tienen futuro. Una China socialista rompería los esquemas.
Todo es cuestión de punto de vista
Por supuesto, hay una serie de fenómenos evidentes que abogan a favor de reconocer a China como un ejemplo de capitalismo: la cantidad cada vez más importante de personas multimillonarias, el consumismo de amplios sectores de la población, la introducción de muchos mecanismos de mercado después de 1978, la implantación de casi todas las grandes empresas occidentales que por medio de salarios muy bajos tratan de convertir al país en una gran plataforma capitalista, la presencia de los mayores bancos capitalistas en suelo chino y la omnipresencia de empresas privadas en los mercados internacionales.
Pero, según argumentan Herrera y Long, si Francia o cualquier otro país occidental colectivizara toda la propiedad de la tierra y del subsuelo, nacionalizara las infraestructuras del país, pusiera en manos del gobierno la responsabilidad de las industrias clave, estableciera una rigurosa planificación central; si el gobierno ejerciera un control estricto sobre la moneda, sobre todos los grandes bancos e instituciones financieras; si el gobierno vigilara de cerca el comportamiento de todas las empresas nacionales e internacionales; y, por si aún no fuera suficiente, si en la cima de la pirámide política estuviera un partido comunista que supervisara el conjunto… ¿se podría entonces seguir hablando de un país «capitalista» sin caer en el ridículo? A todas luces, no. Evidentemente lo calificaríamos de socialista e incluso de comunista. Sin embargo, curiosamente hay una obstinada reticencia a calificar así al sistema político-económico vigente en China.
En opinión de los autores, para entender bien el sistema chino y no enredarse en observaciones superficiales hay que tener en cuenta varios factores excepcionales que caracterizan al país, empezando por la cantidad enorme de personas que compone su población así como la extensión y diversidad de su territorio.
También es indispensable mantener en perspectiva los diferentes periodos, cada uno de ellos de siglos de duración, a lo largo de los cuales fueron tomando forma la nación y la cultura.
Así, durante dos mil años el Estado se apropió de la plusvalía de las personas campesinas y también reprimió duramente toda iniciativa privada y transformó las grandes unidades de producción en monopolios del Estado. A lo largo de esos siglos nunca se habló de capitalismo.
Finalmente conviene tener en cuenta la humillaciones coloniales de la segunda parte del siglo XIX y de una primera mitad del siglo XX particularmente convulsa, con tres revoluciones y otras tantas guerras civiles. Así, durante una guerra civil que duró treinta años el Partido Comunista llevó a cabo en los «territorios liberados» muchas experiencias en las que el sector privado se dejó en gran medida intacto con el fin de que compitiera con las nuevas formas de producción colectiva.
Más allá de los clichés
Antes de analizar las especificidades del sistema Herrera y Long saldan cuentas con dos clichés arraigados sobre el éxito de China. El primero, muy extendido, mantiene que el crecimiento económico rápido llega después de las reformas de Deng Xiaoping de 1978 y gracias a ellas, lo cual es totalmente falso. En los diez años anteriores a este periodo la economía ya había conocido un crecimiento del 6,8 %, es decir, el doble del que tuvo Estados Unidos en el mismo periodo. Teniendo en cuenta las inversiones en medios de producción (capital fijo) y en conocimientos y experiencia (recursos educativos), se aprecia un crecimiento casi equivalente para los mismos periodos e incluso un crecimiento más importante investigación y desarrollo en el caso del primer periodo.
La política agrícola es un elemento esencial para explicar el éxito de China, que es uno de los pocos países del mundo que garantizó a sus poblaciones campesinas un acceso a las tierras agrícolas. Después de la revolución la gestión de las tierras agrícolas dependía del gobierno, que asignaba a cada campesino una porción de tierras agrícolas. Esta regla continúa vigente hoy en día. La cuestión agrícola es fundamental en una China que debe alimentar a casi el 20 % de la población mundial con solo un 7 % de tierras agrícolas fértiles. Hay que tener en cuenta que en China se habla de un cuarto de hectárea de tierra agrícola por habitante, en India del doble y en Estados Unidos de cien veces más.
A pesar de los errores del Gran Salto Adelante China iba a lograr alimentar a su población bastante rápidamente, tanto más cuanto que las plusvalías generadas por la agricultura se invirtieron en la industria, con lo que se establecieron las condiciones de un desarrollo industrial rápido. El crecimiento espectacular del 9,9 % en el periodo que siguió a las reformas solo fue posible gracias a los esfuerzos y a los logros de los treinta primeros años posteriores a la revolución. Bien mirado, bajo Mao el país ya había conocido un crecimiento impresionante. Bajo su dirección se triplicaron los ingreso por habitante mientras que la población se duplicaba. Y los autores destacan también que en su fase inicial la economía china ni era una «autarquía» ni tenía voluntad de replegarse sobre sí misma sino que el país sufría un embargo de Occidente.
Según un segundo cliché muy extendido este crecimiento espectacular es el resultado natural y lógico de la apertura de la economía y de la integración en el mercado mundial capitalista y, más particularmente, de la entrada en la Organización Mundial de Comercio (OMC) en 2001. Pero esto tampoco se sostiene. Mucho antes de dicha entrada China conocía ya un fuerte crecimiento económico: entre 1961 y 2001 se habla de un crecimiento anual del 8 %. Es indudable que esta apertura fue un éxito, pero el aumento del crecimiento no fue en absoluto espectacular. En los cinco primeros años después de la entrada [en la OMC] el crecimiento económico apenas aumentó poco más del 2 %.
La apertura económica a países extranjeros (comercio, inversiones y flujo de capitales financieros) tuvo unas consecuencias desastrosas para muchos países del tercer mundo. En China esta apertura fue un éxito porque se sometió a las necesidades y objetivos del país, y porque estaba totalmente integrada en una sólida estrategia de desarrollo. Según Herrera y Long, la coherencia de la estrategia de desarrollo en China no tiene equivalentes entre los países del Sur.
Ni comunismo ni capitalismo
Por consiguiente, ¿qué se oculta detrás del «socialismo con características chinas»? Para los autores, sin lugar a dudas no se trata de comunismo en el sentido clásico del término. Marx y Engels entendía por comunismo la abolición del trabajo asalariado, la desaparición del Estado y la autogestión de la producción. No es el caso de la China actual, como tampoco fue nunca el caso en los países del «socialismo real». En China no fue tanto la consecuencia de una opción ideológica como de las extremadamente difíciles circunstancias en las que nació y se tuvo que realizar la revolución. En 1949, tras una guerra civil interminable, se instala un Estado que se denomina «comunista» y que a medida que avanzaba se fue distanciando del modelo soviético.
Después de la apertura y las reformas bajo Deng Xiaoping «el socialismo retrocedió enormemente en China. Hoy estamos lejos del ideal igualitario comunista». Los autores señalan en este sentido una serie de parámetros como el individualismo, el consumismo, el afán por los negocios lucrativos, el arribismo, el gusto por el lujo y la apariencia, la corrupción, etc. Es indudable que estos aspectos son preocupantes, aunque el gobierno chino hace todo para restablecer la «moral socialista».
Aunque es indudable que no es comunismo, tampoco es capitalismo. Para Marx el capitalismo supone «una separación muy fuerte entre el trabajo y la propiedad de los principales medios de producción». Los propietarios del capital tienen tendencia a formar colectivos (accionistas) que ya no gestionan directamente el proceso de producción sino que lo dejan en manos de los gestores. A menudo el beneficio adopta la forma de dividendos sobre las acciones.
La mayor parte de las muchas empresas (en general pequeñas empresas familiares artesanales) no responde a este criterio, ni tampoco las muchas empresas «colectivas» en las que las personas obreras son propietarias del aparato de producción y tienen derecho a voto en el nivel directivo, y menos aún en el caso de las cooperativas.
Ni siquiera en las empresas estatales está tan clara la separación entre trabajo y propiedad porque incluso ahí existe una forma de cogestión por parte de las personas obreras y empleadas, aunque sea limitada. En resumen, a menudo es muy relativa la separación entre trabajo y propiedad.
Otro criterio para definir el capitalismo es «la maximización del beneficio individual». Esto no es en absoluto relevante en las grandes empresas estatales donde se concentran los medios de producción más importantes.
Por consiguiente, no se trata de capitalismo pero, entonces, ¿quizá es «capitalismo de Estado» (1)?. Según los autores del libro, el término se acerca más aunque sigue siendo demasiado difuso, demasiado vago al tiempo que encierra demasiados sobreentendidos.
Entonces, ¿de qué se trata?
Los principales dirigentes chinos no niegan la presencia de elementos capitalistas en su economía, pero los consideran uno de los componentes de su sistema híbrido cuyos sectores claves están en manos del gobierno. Para ellos China navega todavía por «la primera fase del socialismo, esto es, una etapa que se considera imprescindible para desarrollar las fuerzas productivas». El objetivo histórico es y sigue siendo un socialismo avanzado. Como Marx y Lenin, se niegan a considerar el comunismo «un reparto de la miseria» y, por consiguiente, afirman «su voluntad de proseguir una transición socialista durante la cual una muy amplia mayoría de la población podrá acceder a la prosperidad. ¿No se demostraría a la vez que el socialismo puede y debe superar al capitalismo?», se preguntan los autores.
Describen el sistema político-económico de China como «socialismo de mercado o con mercado». Dicho sistema se basa en diez pilares, muy ajenos al capitalismo:
– La perennidad de una planificación fuerte y modernizada, que ya no es el sistema rígido y extremadamente centralizado de los primeros tiempos.
– Una forma de democracia política, claramente perfeccionable, pero que hace posible las opciones colectivas que están en la base de dicha planificación.
– La existencia de unos servicios públicos muy amplios que en su mayor parte siguen estando al margen del mercado.
– Una propiedad de la tierra y de los recursos naturales que siguen siendo de dominio público.
– Unas formas diversificadas de propiedad, adecuadas a la socialización de las fuerzas productivas: empresas públicas, pequeña propiedad privada individual o propiedad socializada. Durante una larga transición socialista se mantiene, incluso se fomenta, la propiedad capitalista a fin de dinamizar el conjunto de la actividad económica y de incitar a las demás formas de propiedades a ser eficaces.
– Una política general que consiste en aumentar relativamente más rápidamente las remuneraciones del trabajo respecto a otras fuentes de ingresos.
– La voluntad declarada de justicia social promovida por los poderes públicos, según una perspectiva igualitaria frente a una tendencia de varias décadas al empeoramiento de las desigualdades sociales.
– Se da prioridad a preservar el medioambiente.
– Una concepción de las relaciones económicas entre los Estados basadas en el principio de que todos ganan.
– Unas relaciones políticas entre Estados basadas en la búsqueda sistemática de la paz y de unas relaciones más equilibradas entre los pueblos.
Algunos de estos pilares se abordan con más detalle. Aquí distinguiremos dos de ellos: el papel clave de las empresas estatales y de la planificación modernizada. El libro también trata un asunto importante: la relación entre el poder político y el económico.
Las empresas estatales desempeñan un papel estratégico en el conjunto de la economía. Operan de un modo que no va en detrimento de las muchas pequeñas empresas privadas ni del tejido industrial nacional. Sus objetivos se orientan a las inversiones productivas y pueden proporcionar fácilmente servicios baratos tanto a otras empresas como a proyectos colectivos. Dentro de estas empresas el propio Estado puede determinar qué gestión sería la más adecuada. En todo caso, el papel que desempeñan las empresas estatales es una de las explicaciones esenciales de los buenos resultados de la economía china. Y también desempeñan su papel en ámbito social. Las empresas estatales pueden remunerar mejor a sus empleados y ofrecerles una cobertura de seguridad social mejor. En este sector es más posible salvar la brecha entre ricos y pobres.
El proyecto de una economía es «el verdadero espacio donde una nación elige un destino común y el medio para que un pueblo soberano se convierta en su dueño». Según Herrera y Long, en el caso de China se trata de una «planificación» fuerte cuyas técnicas se han suavizado, modernizado y adaptado a las exigencias del presente. En la antigua «planificación excesivamente centralizada» una empresa debía aceptar los productos a pesar del coste real al que se habían fabricado.
Este mecanismo limitaba enormemente las posibilidades de iniciativa de las empresas así como la propia eficacia del sector productivo en su conjunto. La calidad y el costo se consideraban problemas «administrativos» o «tecnocráticos» y perdían su posibilidad de estimular la economía. Los imperativos y limitaciones de la producción se manifestaron en una recurrencia de las crisis de disponibilidad de los recursos materiales.
Por consiguiente, desde finales de la década de 1990 interviene una planificación más flexible, monetarizada y descentralizada. Esta nueva planificación seguía estando bajo la dirección de una autoridad central macroeconómica. Se dio a las empresas más autonomía para gestionar las divisas y comprar mercancías. Esta flexibilización llenó varias lagunas de la antigua planificación y llevó a un desarrollo económico más intensivo (2) y respetuoso con el medio ambiente.
¿Para una transición al socialismo es necesario que coincidan perfectamente los poderes económico y político? Los autores creen que no. En cambio, es necesario que quienes poseen el poder económico (los capitalistas) estén bajo la tutela estrecha del poder político. A este respecto los autores remiten a una discusión que tuvo lugar en 1958 entre Mao Zedong y el gobierno soviético de entonces. Según Mao Zedong, la revolución china podía seguir caminando sin problemas aunque China todavía contara con capitalistas. Su argumento era que la clase capitalista ya no controlaba al Estado sino que este control lo ejercía entonces el Partido Comunista (3). Según los autores, actualmente la alta proporción de propiedad pública en los sectores estratégicos limita eficazmente las ambiciones de los propietarios del capital nacional privado. Además, el Partido Comunista sigue estando en posición de impedir que la burguesía se vuelva a convertir en una clase dominante.
El futuro
Permanece en suspense la opinión de los autores respecto la posible trayectoria de China. Sigue siendo posible una progresión en la dirección del socialismo, aunque no se pueda excluir una restauración del capitalismo. La lucha de clases será quien determine la cuestión. En la China actual los equilibrios de clase son complejos. Por una parte está el Partido Comunista que se apoya sobre todo en las clases medias y en los empresarios privados, dos grupos a los que en las últimas décadas les ha interesado fomentar una economía con un alto crecimiento. Por otra parte están las masas obreras y campesinas «que siguen creyendo en la posibilidad de constituirse como sujetos de su historia y que siguen proyectando sus esperanzas en un futuro socialista».
Ahora la cuestión es saber si el partido logrará perpetuar sus éxitos sin desequilibrar la relación de fuerzas a beneficio de las personas trabajadoras y campesinas. Si el partido toma el camino del capitalismo corre peligro de trastornar este frágil equilibrio. Eso podría provocar grandes confrontaciones políticas e incluso provocar a una pérdida de control de las oposiciones sobre las que reposa el sistema, lo que supondría un fracaso en lo que concierne a las estrategias de desarrollo a largo plazo.
El desenlace es incierto, pero para los autores se pueden observar muchos aspectos que marcan claramente la diferencia con el capitalismo.
Más allá de esto, también están los objetivos a largo plazo del socialismo y hay potencial para reactivar el proyecto.
Otro factor de incertidumbre que es determinante para el futuro es el capitalismo de los monopolios financieros sostenidos por la hegemonía de Estados Unidos, que cada vez busca más la confrontación con China a pesar del denso tejido económico que existe entre ambos países. Herrera y Long advierten de que en Occidente debemos ser conscientes de que el capitalismo mundial está en un callejón sin salida y «que la agonía de este sistema solo aportará a los pueblos del mundo devastaciones sociales en el Norte y guerras militares contra el Sur».
Hay que añadir que sólo podemos esperar que la lógica capitalista se pueda mantener bajo control en China. De lo contrario, nos encontraríamos en una situación comparable a la que caracterizó la víspera de la Primera Guerra Mundial, cuando los bloques imperialistas emprendieron un pulso a fin de ampliar su zona de influencia o mantenerla.
Los autores no esbozan una historia triunfante. El «socialismo con características chinas» no constituye en modo alguno un «ideal logrado del proyecto comunista. Sus desequilibrios son demasiado patentes». En este sentido señalan que China sigue siendo un país en vías de desarrollo y que precisamente por ello «este proceso será largo, difícil, lleno de contradicciones y de riesgos», lo que no debería sorprendernos porque «¿acaso el capitalismo no necesitó siglos para imponerse?». Los muchos desequilibrios y contradicciones deberían frenar a las personas simpatizantes o al menos impedirles caer en la tentación de exportar demasiado rápido la receta china.
Algunas notas al margen…
Aunque Herrera y Long son profesores universitarios saben cómo exponer sus argumentos de forma ligera, legible y convincente. El libro contiene información sólida, con cifras y muchos gráficos útiles. En el anexo se incluye una cronología muy interesante que traza la historia de China desde el comienzo de la humanidad. Un punto débil del libro es que no todos los argumentos son tan exhaustivos, además de ser demasiado conciso para ello.
El punto de vista elegido es económico, lo que tiene la ventaja de ser más materialista que «fluctuante» y la desventaja de subestimar a veces el papel de la lucha ideológica. Herrera y Long señalan algunos aspectos negativos en este sentido, pero subestiman el hecho de que toda la sociedad está literalmente impregnada de la propaganda capitalista, incluso dentro del propio Partido Comunista. En este sentido son esclarecedores los acontecimientos de Tiananmen ya que, en efecto, faltó muy poco para que China tomara el mismo camino que la Unión Soviética. Si se quiere mantener el rumbo en dirección del socialismo será crucial frenar la ideología capitalista.
En su argumentación sobre si el sistema es capitalista o no se centran en la cuestión de las relaciones de propiedad, lo cual es correcto, pero sólo en parte porque las relaciones de propiedad no dicen todo respecto al control que ejerce el gobierno sobre la economía. Al dar o no acceso a los contratos de adjudicación, a los beneficios fiscales, al acceso a los fondos de inversión del gobierno, a las instituciones financieras y a los subsidios, etc., el gobierno central dirige de hecho grandes sectores, incluidas empresas privadas, sin tener un control directo sobre estas empresas como tales ni poseer acciones en ellas (4).
Por múltiples razones China es uno de los países peor comprendidos del mundo, por lo que el libro de Herrera y Long es más que bienvenido. De forma valiente va a contracorriente de los prejuicios y señala algunos clichés arraigados. A la luz del relativo descenso a los infiernos del capitalismo, tanto económica como políticamente, los autores provocan la discusión ideológica. Esta es la segunda razón por la que es un libro muy recomendable
* Rémy Herrera y Zhiming Long, La Chine est-elle capitaliste ?, París, Éditions Critiques, 2019, 199 p.
Notas:
(1) El término «capitalismo de Estado» está lejos de referirse a la univocidad de un concepto sobre el que existe consenso. Ofrecemos a continuación algunos sistemas que podrían corresponder a este término:
– El Estado lleva a cabo actividades comerciales y remuneradoras, unas empresas estatales ejercen una gestión de tipo capitalista (aunque el Estado se considere socialista).
– Presencia fuerte o dominante de empresas de Estado en una economía capitalista.
– Los medios de producción están en manos del sector privado, pero se somete la economía a un plan económico o supervisión (cf. la obra de Lenin, Nueva política Económica).
– Una variante de lo anterior es que el Estado dispone de un fuerte control en materia de asignación de créditos e inversiones.
– Otra variante: el Estado interviene para proteger sus monopolios (capitalismo monopolista de Estado).
– Otra variante más: la economía está mayoritariamente subvencionada por el Estado, que se encarga de las cuestiones estratégicas de investigación y desarrollo.
– El gobierno gestiona la economía y se comporta como una gran empresa que utiliza la plusvalía generada por el trabajo para reinvertirla.
Fuentes: Ralph Miliband, Politieke theorie van het marxisme, Amsterdam, 1981, p. 91-100; http://en.wikipedia.org/wiki/State_capitalism .
(2) Un desarrollo extensivo equivale a un crecimiento cuantitativo, más de lo mismo por medio de la inversión de más personas y máquinas o haciéndolas trabajar de manera más intensiva. Desarrollo intensivo = crecimiento cuantitativo basado en una mayor productividad.
(3) «There are still capitalists in China, but the state is under the leadership of the Communist Party», Mao Zedong, On Diplomacy, Beijing 1998, p. 251.
(4) Véase por ejemplo Roselyn Hsueh, China’s Regulatory State. A New Strategy for Globalization, Ithaca 2011; Zhao Zhikui, ‘Introduction to Socialism with Chinese Characteristics’, Bejing 2016, Cap. 3; Arthur Kroeber, ‘China’s Economy. What Everyone Needs to Know’, Oxford 2016; Robin Porter, ‘From Mao to Market. China Reconfigured’, Londres 2011, p. 177-184; Barry Naughton, ‘Is China Socialist?’, The Journal of Economic Perspectives, Vol. 31, No. 1 (invierno de 2017), pp. 3-24, https://www.jstor.org/stable/44133948?seq=5#metadata_info_tab_contents .
Fuente: https://www.investigaction.net/fr/la-chine-et-la-destinee-du-monde/
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y Rebelión como fuente de la traducción.