En estos tiempos convulsos de pandemia y pánico se están tomando medidas que claramente atentan contra los derechos más básicos de las personas. La razón esgrimida es que están justificadas para evitar un mal mayor. En situaciones excepcionales hacen falta medidas excepcionales. Pero si sólo creemos en los derechos humanos cuando hay supuesta estabilidad y los relegamos a un segundo o tercer plano en momentos de crisis, ¿realmente creemos en ellos?
No voy a insistir en los numerosos recortes de derechos a toda la población y la instauración de medidas represivas y policiales que poco tienen que ver con la salud pública. Voy a ceñirme sobre todo a la situación de nuestras niñas y niños. Si algo define a una sociedad es su trato con aquellas personas más vulnerables e indefensas como la gente anciana, las personas presas, las marginadas, y por supuesto las niñas y los niños.
Sólo hay que ver el estado de la mayoría de las residencias de nuestros mayores y la precariedad de sus trabajadoras para hacernos una idea de cómo los tratamos. Sobre las cárceles ya manifestó el gran escritor Dostoyevski que “para conocer una sociedad hay que visitar sus cárceles” y es algo que aun a día de hoy debería avergonzarnos. La creciente precariedad y marginación la resolvemos con recortes en ayudas y servicios sociales y con la criminalización de la gente más desamparada.
Respecto a la infancia, a pesar de pomposas declaraciones y firmas rubricando tratados de protección, estamos creando una sociedad en la que sólo son tenidos en cuenta como potenciales consumidores. La llamada conciliación familiar es una quimera. La baja maternal no permite ni siquiera seguir la recomendación de la OMS de dar lactancia materna exclusiva durante los primeros seis meses de vida. Les institucionalizamos cada vez a más temprana edad por necesidades del mercado laboral y muchas veces pasan más horas en los centros escolares que sus progenitores en el trabajo. Igualmente, por necesidades de ese mercado, las madres y padres en ocasiones mandan a sus criaturas a las guarderías a pesar de estar enfermas, por imperativo laboral. Además, cada vez se les intoxica con pantallas a más temprana edad para poder tenerlas tranquilas. Así mismo, nuestras ciudades son tremendamente agresivas para los pequeños y sólo están a salvo en pequeños espacios acotados para ellos,…
En la situación actual de epidemia por coronavirus, dentro de las medidas de excepción se ha confinado de manera indefinida a todas las niñas y niños por supuestas razones de salud pública a pesar de que la COVID-19 muy raramente causa afectación importante en la población pediátrica. Se justifica aduciendo que pueden ser fuente de contagio para la población anciana, la realmente en riesgo durante esta epidemia. Pero hay que preguntarse: ¿Realmente está justificado desde una perspectiva epidemiológica está reclusión? La suspensión de la escolarización posiblemente tenga un efecto beneficioso para el control de enfermedades infecciosas. Evitar la concentración de numerosas niñas y niños en espacios reducidos sabemos que favorece el intercambio de gérmenes en todas las epidemias: gripe, adenovirus, rotavirus, neumococo, meningococo y ahora coronavirus. Sin embargo, aun así, en algunos países ni siquiera han suspendido las clases a pesar de la epidemia actual.
Recluirles en casa impidiéndoles salir a la calle, ¿es también tan importante y beneficioso? No hay datos que lo afirmen. Tampoco hay estudios que demuestren que los niños se infecten más que los adultos y que lo hagan con una mayor carga viral que sugiera mayor infectividad. La sospecha, tampoco confirmada, es justo en sentido opuesto. Tampoco nadie ha demostrado que una persona adulta con una niña o niño en la calle sea un peligro de salud mayor que esa persona adulta sola.
Sin embargo, nadie ha puesto en ningún momento en duda el riesgo de la reclusión estricta de los niños. Profesionales de Salud Mental Infantil advierten a menudo de los riesgos de este confinamiento. Los niños más inestables, como aquellos con trastornos del espectro autista, hiperactividad, otros problemas de salud mental, menos adaptables a situaciones de estrés y en general todos ellos van a experimentar en diferente grado un sufrimiento psíquico que les dejará una huella mayor o menor. Tampoco es ajeno a nadie el efecto sobre las familias. Vivir recluidas en pequeñas viviendas con poco espacio vital para cada miembro, en las que vive la mayoría de la población, no ayuda a resolver los conflictos habituales que genera la convivencia, en especial con criaturas pequeñas y que afectan a la estabilidad familiar.
Para tomar una medida tan dañina contra las niñas y niños, hacen falta más evidencias de ese supuesto beneficio que nadie ha demostrado. Mientras tanto debería imponerse el sentido común y encontrar una postura en la que se minimice el riesgo de transmisión realizando actuaciones que hayan demostrado beneficio sin tantos daños colaterales.
Con lo que conocemos, ¿es realmente tan importante el confinamiento total de los niños y niñas? Parece que no. Se impone de manera urgente levantar cuanto antes, por lo menos de manera parcial, el castigo aplicado a esos pequeños. Pocos países incluso en el pico de la epidemia lo aplican.
Para concluir, parece evidente que como sociedad necesitamos un debate urgente acerca del trato que damos a la infancia y del lugar que deben ocupar en esta sociedad. Quizás no necesiten tanto consumo de bienes superfluos y más consideración como personas, tanto en situación “normalizada” como durante esta pesadilla distópica. Como mínimo, las niñas y los niños deberían tener el mismo derecho a salir a la calle que las personas adultas y los perros.
Gontzal Martínez de la Hidalga. Pediatra de Osakidetza.