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Por qué el alto el fuego con Irán supone una derrota para Israel y sus aliados

Fuentes: https://substack.com/home/post/p-166878787

A pesar de la exigencia de Trump de una «rendición incondicional» por parte de Irán y de sus demás fanfarronadas, Israel no ha logrado ninguno de sus objetivos —ni poner fin al programa nuclear iraní, ni desmantelar su arsenal de misiles, ni mucho menos derrocar al régimen, proyectos que parecen hoy más lejanos que nunca—, y ha sufrido un nivel de destrucción sin precedentes. Teherán no renuncia al enriquecimiento de uranio y probablemente se retirará del Tratado de No Proliferación (TNP).

Traducción y notas entre corchetes: Alain Marshal

Parece haberse alcanzado un alto el fuego en lo que el presidente estadounidense Trump califica ahora como la «guerra de los doce días» entre Israel e Irán. ¿Qué ha llevado a las partes implicadas a aceptarlo?

Del lado estadounidense, el cálculo es relativamente sencillo. Washington consideraba la guerra iniciada por Israel contra Irán ante todo como una herramienta para reforzar su posición en las negociaciones con Teherán. Si Israel lograba sus objetivos, Irán se vería obligado a desmantelar por completo su programa nuclear, a renunciar a su derecho a enriquecer uranio en su propio territorio —derecho que le garantiza el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (TNP)—, a poner fin a su programa de misiles balísticos [e hipersónicos], y a cortar sus vínculos con los movimientos armados [de resistencia] de la región, todo ello en el marco de un acuerdo posterior dictado por Washington.

Los objetivos estadounidenses se definieron con mayor claridad tras los ataques lanzados hace unos días contra Irán. Estos se limitaron a tres instalaciones nucleares iraníes, acompañados de amenazas de una ofensiva militar más amplia en caso de represalia iraní. Aunque en su momento Trump presentó el cambio de régimen en Teherán como un objetivo deseable, nunca se comprometió realmente con ello, ni ordenó al ejército estadounidense que lo ejecutara.

Como era de esperar, Trump proclamó de inmediato la destrucción total de los tres sitios nucleares atacados por la aviación estadounidense, alardeando de haber erradicado definitivamente el programa nuclear iraní. Una fanfarronada que recuerda la conocida estrategia de «proclamar la victoria y regresar a casa».

Numerosos expertos ridiculizaron estas afirmaciones, subrayando que Irán había evacuado previamente sus reservas de uranio altamente enriquecido y su equipo esencial, y que era poco probable que Estados Unidos hubiese infligido más que daños significativos —pero no decisivos— al estratégico emplazamiento de Fordow. Más aún, Irán conserva el conocimiento técnico necesario para reconstruir todo su programa. Como se ha repetido durante años, sin una ocupación militar del territorio iraní, una campaña militar puede retrasar sus avances, pero no detenerlos.

Es probable que Washington haya llegado a la conclusión de que la campaña israelí contra las capacidades nucleares y militares de Irán había alcanzado su techo, y que solo tendría sentido continuarla si se adoptaba un nuevo objetivo: el derrocamiento del régimen.

Por otra parte, la respuesta iraní a los bombardeos estadounidenses —un ataque mayormente simbólico contra la base aérea estadounidense de Al-Udeid en Catar— fue anunciada con antelación y no causó víctimas [al parecer, lo mismo ocurrió con el ataque estadounidense a las instalaciones nucleares iraníes]. Trump pudo entonces desestimarlo como un mero espectáculo de fuegos artificiales, que en esencia fue lo que fue. Sin embargo, esta acción puso de relieve el riesgo real de una escalada regional y dejó claro que, si Irán se siente suficientemente amenazado, está dispuesto a ampliar el alcance del conflicto.

En Washington, esta guerra emprendida por Israel —y más aún la implicación directa de Estados Unidos— provocó un intenso debate y profundas divisiones en el seno del Partido Republicano. Por un lado, estaban quienes rechazaban cualquier tipo de implicación; por el otro, quienes estaban decididos a llegar hasta las últimas consecuencias. Y en medio, Trump, indiferente a ambos bandos, preocupado únicamente por sus propios intereses. Puede que finalmente haya comprendido que, en realidad, había sido engañado por el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, y que, si no se retiraba con rapidez, corría el riesgo de quedar empantanado en un escenario aún peor que el de Irak, comprometiendo de paso a la coalición MAGA [Make America Great Again]. En otras palabras, Washington hizo la famosa “llamada telefónica”, y ahora parece haberse establecido un alto el fuego.

Para Irán, los cálculos eran relativamente claros. Desde el inicio, Teherán denunció una guerra de agresión encabezada por Israel y no dejó de exigir su cese. Aunque el país ha sufrido importantes daños, su programa nuclear sigue operativo y, a juzgar por las últimas salvas, sus capacidades balísticas (e hipersónicas) permanecen en gran medida intactas.

Con el tiempo, Teherán ha logrado demostrar la creciente eficacia de sus ataques de represalia contra Israel, así como las crecientes deficiencias de los sistemas de defensa antimisiles estadounidenses e israelíes. Irán parece ahora mejor preparado para afrontar un conflicto prolongado con Israel.

Sin embargo, un conflicto prolongado presenta escaso interés estratégico para Teherán. La destrucción causada por Israel no haría sino intensificarse en magnitud, alcance y gravedad, y era razonable suponer que Estados Unidos —sobre todo si Irán rechazaba una propuesta de alto el fuego que no implicara su rendición— acabaría implicándose aún más en el conflicto. Si Irán hubiera llegado a provocar realmente una guerra regional, también habría comprometido las relaciones que ha cultivado y reforzado pacientemente en los últimos años con los Estados miembros del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG). Además, parecía altamente improbable que Rusia o China estuvieran dispuestas a restaurar sus gravemente deterioradas capacidades de defensa antiaérea mientras durase el conflicto. El alto el fuego propuesto por los estadounidenses —que exigía esencialmente que Irán cesara sus represalias contra Israel [dejando a este último la última salva, especialmente letal]— fue percibido en Teherán como una salida segura y aceptable, siempre que no se tratara de una nueva estratagema israelo-estadounidense.

Israel se encuentra en una situación más compleja. Ante todo, ha fracasado en su intento de arrastrar a Estados Unidos a un enfrentamiento militar decisivo contra Irán. Ninguno de sus objetivos declarados —ya sea la destrucción del programa nuclear iraní, [sus misiles] o un cambio de régimen en Teherán— ha sido alcanzado. Hasta el último minuto antes de la entrada en vigor del alto el fuego, Irán seguía lanzando salvas de misiles balísticos letales, de modo que Israel difícilmente puede sostener que lo haya disuadido. Sus defensas antimisiles fallaban cada vez con mayor frecuencia, y sus reservas estaban peligrosamente cerca de agotarse.

Es cierto que Israel infligió graves daños al ejército iraní, a sus fuerzas de seguridad y, en menor medida, a su infraestructura civil y a sus instituciones gubernamentales. Asesinó a numerosos comandantes y científicos. Aunque estas pérdidas son sin duda dolorosas, esas figuras ya están siendo reemplazadas. Israel también ha demostrado hasta qué punto sus servicios de inteligencia han logrado infiltrarse profundamente en territorio iraní [en particular gracias al grupo terrorista iraní Muyahidines del Pueblo de Irán o MEK, que se encargaba de lanzar repetidamente drones desde dentro del país].

Cabe suponer que Israel habría preferido proseguir e intensificar la guerra, aunque solo fuera para forzar la rendición de Irán ante Washington. La llamada telefónica desde Washington, que anunciaba un alto el fuego en lugar de una nueva campaña de bombardeos, puso fin a esta ambición. De hecho, la consternación evidente entre los partidarios de Israel sugiere que este no era el desenlace que esperaban, ni el que deseaban.

A estas alturas, ni Israel ni Irán han aceptado, al menos oficialmente, un acuerdo de alto el fuego; más bien, parece que han dado su consentimiento a una especie de entendimiento tácito. Irán ha declarado que no se ha alcanzado ningún acuerdo, pero que, si Israel detiene sus ataques, él hará lo mismo. Por su parte, Israel probablemente intentará reproducir el modelo aplicado en el Líbano: un alto el fuego unilateral, que se impone estrictamente a su adversario, pero que Israel se reserva el derecho de violar a su antojo, con el aval de Estados Unidos. Es poco probable que este esquema funcione con Irán. Queda por ver cómo reaccionará este último ante nuevas operaciones de sabotaje u otras acciones llevadas a cabo en su territorio por agentes que actúan en nombre de Israel, a diferencia de los ataques aéreos lanzados directamente desde Israel, un terreno mucho más incierto.

En lo que respecta al Líbano, Israel podría, además de continuar con el genocidio en curso en Gaza, lanzar una nueva ofensiva de gran envergadura en ese país, con el objetivo de debilitar aún más a Hezbolá y presionar al Estado libanés para que lo desarme. Nada sorprendente por parte de un Estado que no solo se ha vuelto dependiente de la guerra, sino que parece tener una necesidad vital de ella.

Los altos el fuego suelen requerir acuerdos políticos para volverse duraderos. Esto nos remite a las negociaciones entre Irán y Estados Unidos —similares a las del acuerdo nuclear de 2015— que Trump rompió hace dos semanas, optando por la vía militar. Dado que Washington es el origen de la crisis actual, al exigir a Teherán que renuncie a sus derechos —garantizados por el TNP— de enriquecer uranio con fines civiles en su propio territorio, resulta poco probable que Irán vuelva a la mesa de negociaciones mientras Estados Unidos no se retracte y reconozca sus derechos conforme al TNP. También se negará, como ya lo ha hecho en el pasado, a abrir conversaciones sobre su programa de misiles balísticos [e hipersónicos] y sus alianzas regionales. Si Irán llegara a aceptar tales condiciones, sería una prueba contundente de que Israel ha conseguido doblegarlo.

La otra cuestión pendiente atañe a las ambiciones nucleares de Irán. En tan solo doce días, Israel y Estados Unidos han reducido a la nada el TNP y, con él, toda la arquitectura de regulación nuclear pacientemente construida durante décadas. ¿Expulsará Irán, si fracasan nuevamente las negociaciones, a los inspectores de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA), se retirará del TNP, permanecerá al margen, como hace Israel, y desarrollará en secreto un arma nuclear? Los dirigentes iraníes estarán sometidos a enormes presiones, tanto por parte de su propio aparato político como de la sociedad iraní en su conjunto, para dar ese paso. Podrían considerar ahora que ya no tiene sentido seguir utilizando su condición de Estado en el umbral nuclear como palanca de negociación con Occidente, y que más bien convendría verla como el camino hacia el último recurso disuasivo.

De nacionalidad neerlandesa y palestina, Mouin Rabbani es especialista en cuestiones palestinas, en el conflicto israelo-palestino y en el Oriente Próximo contemporáneo. Ha sido analista principal para Oriente Medio y asesor especial sobre Israel y Palestina en el International Crisis Group, así como responsable de asuntos políticos en la Oficina del Enviado Especial de la ONU para Siria.