Sí, es verdad, el presidente dominicano tiene razón. No somos un estado fallido. Y no lo somos porque, hablar de fallos eximiría de culpas a quienes asumieron, vía de hecho o de derecho, la construcción de este polémico estado que unos dan por fallido y otros tienen por exitoso; porque hablar de fallido, reduciría la […]
Sí, es verdad, el presidente dominicano tiene razón. No somos un estado fallido.
Y no lo somos porque, hablar de fallos eximiría de culpas a quienes asumieron, vía de hecho o de derecho, la construcción de este polémico estado que unos dan por fallido y otros tienen por exitoso; porque hablar de fallido, reduciría la responsabilidad de los autores al simple y tonto nivel de una disculpa.
No voy a insistir mucho sobre el nefasto papel que en ese supuesto fallido intento jugaron aquellos que hoy honramos como próceres, estadistas y padres de la democracia contemporánea. Casi ni voy a hablar de aquel viejo y repetido lamento de Balaguer, cada vez que, mirando a este pueblo, se quejaba de que no fuéramos suizos, suiza condición que nos hubiera rescatado del dolo y la haraganería. Ni de otros ex presidentes que, estadística en mano, sentenciaron al 99 por ciento de la ciudadanía por corrupta; o de quienes achacaron a la mala alimentación nuestra perversa costumbre de no pensar.
La clase política dirigente de este país tiene años trabajando para que este proyecto nacional dominicano resulte fallido, y nadie mejor que esa clase ha contribuído tanto y durante tantos años a que la sociedad dominicana tenga tan pobre opinión de sí misma, a que esta ciudadanía haya perdido la fe y la esperanza en un proyecto común y propio. Esa clase que hoy denuncia la «invasión haitiana», la misma que la propiciara entonces, cuando el país vivía de la caña y no de las remesas, y que la sigue alentando hoy para mantener los salarios de hambre, es la responsable de planificar el caos al que nos ha conducido. Por ello no es posible hablar de estado fallido, porque el supuesto fallo ha sido ideado, planificado y corregido, con premeditación, alevosía y, hasta es posible que nocturnidad.
Los presupuestos nacionales de todos estos años no pueden ser fallidos. Antes de destinar el 2 por ciento a la educación y el 50 por ciento al pago de la deuda externa o un porcentaje semejante a gastos militares o a metros imposibles, los bienpensantes, apandillados en comités de estudio y de trabajo, estudiaron antecedentes, trazaron rectas y curvas, tiraron planos, sopesaron circunstancias, consultaron con la embajada… Sus presupuestos, los que la República viene estudiando y proponiendo desde que fue reconocida como tal, no se improvisan, ni están supuestos a correr la suerte del azar o la casualidad, como si fueran billetes de lotería que a veces se cobran y a veces se fallan. No se trata de un batazo que, a centímetros, se fue de foul; de un remate que pegó en el poste o de una pelota que, finalmente, no quiso entrar en la canasta; somos lo que sembramos.
No son datos fallidos, ni estudios fallidos, ni planos fallidos, ni embajadores fallidos… Lo que hoy somos comenzamos a serlo hace ya mucho tiempo, cuando esa clase y esos dirigentes nos condenaron a no ser un país, sino un paisaje, convirtiéndonos desde entonces en un hotel con aeropuerto.
¿Cómo no puede considerarse quebrado, económica y moralmente, un estado en el que para recuperar la salud hay que apelar a los medios de comunicación dando página o micrófono a la súplica de quien no tiene 5, 20 ó 50 mil pesos para salvar la vida? ¿Cómo no va a ser inmoral un estado en el que las medicinas y los libros deben pagar impuestos mientras se exonera de pago a las máquinas tragaperras?
¿Cómo no va a poder hablarse de fracaso en una sociedad en la que ser mujer es la primera causa de muerte entre las mujeres?
Pero si hablo de un estado quebrado o inmoral, y no fallido, es porque este caos, este desorden, esta vergüenza, tiene nombres y apellidos, y no fue un error, un cálculo incorrecto, un fallo en cualquier caso el que determinó su estrepitoso fracaso; sino el resultado de aplicar políticas inhumanas cuyo único posible desenlace sólo podía ser engendrar una sociedad deshumanizada.