En Chechenia, Ingushetia y Daguestán se libra una guerra. En ella existen dos violencias. Una, la de los militantes islamistas, que dada su metodología es explícita, y otra, la del Estado, que dado su poder, es secreta. La religión profesada radicalmente por ciertos jóvenes encierra en realidad un anhelo independentista, y la retórica «antiterrorista» de […]
En Chechenia, Ingushetia y Daguestán se libra una guerra. En ella existen dos violencias. Una, la de los militantes islamistas, que dada su metodología es explícita, y otra, la del Estado, que dado su poder, es secreta. La religión profesada radicalmente por ciertos jóvenes encierra en realidad un anhelo independentista, y la retórica «antiterrorista» de Rusia evidencia una opresión centenaria ayer manifestada en políticas de tierra arrasada, hoy en torturas y desapariciones.
Nieva, apenas circulan coches y la carretera es un pedregal. A las orillas de esta, viejas casuchas echan humo por chimeneas a medio tumbar. Arropados por tractores abandonados, bañeras oxidadas, leña y plásticos, sus moradores subsisten dentro sin llamar la atención. En un cruce un grupo de militares con pasamontañas detienen a los vehículos y cachean a sus viajeros. Se trata de la diminuta República de Ingushetia, una nación prácticamente desconocida hasta que estallaron las guerras en Chechenia y tuvieron a bien acoger a sus mortificados vecinos.
En Magás, su capital, las garitas de policía acribilladas y varias viviendas medio quemadas ponen de manifiesto la existencia de combates, aunque con esta inquietante calma, cuesta imaginar cuando y como suelen estallar. «En todo el Cáucaso Norte el número de fuerzas de seguridad es directamente proporcional al hecho mismo de la inseguridad.» Keda, la activista pro derechos humanos mas señalada del Cáucaso, así lo asegura y mientras lo dice ordena a su chofer parar. Llamadas, mas llamadas, señales desde una lejana ventana y por fin parece que todo está listo para ser recibidos «por los que están dispuestos a hablar». Un hombre maduro separa la zanja de un huerto helado para que podamos estacionar. «Es el padre del último muchacho asesinado» advierte Keda, mirando a izquierda y derecha.
Dentro de la humilde vivienda hay mucha vida. También tristeza. Varios niños juegan junto a una lumbre, una señora fríe tortitas y el patriarca sale del dormitorio sujetando una foto. «Es Shamil, mi hijo pequeño.» Shamil estaba casado. Tenía veintidós años, los ojos azules y según se ve en la foto, afición por los gatos y la informática. Si hubiese nacido en Alemania probablemente sería electricista o ingeniero, tendría un coche y optaría a una casa, pero no, Shamil nació «en esta tierra de bandidos» como la definió Iósif Stalin el día que empezó a deportarlos a Kazajastán. Antes lo hicieron los zares y hoy el régimen de Moscú presidido por Medlev y gobernado por Putin. «Somos un pueblo con fronteras», dice el padre de Shamil, «y eso se paga», lamenta.
Un día el joven de ojos azules iba en coche con un amigo y los agentes del FSB (relevo del KGB) les dieron el alto en un control. No se sabe muy bien qué pasó, tan solo que Shamil amaneció muerto cosido a disparos en un huerto cercano. Su amigo desde entonces está desaparecido. Cuando la familia se enteró de lo sucedido acudió a recoger el cuerpo. Los hombres, lo lavaron y lo amortajaron. Después las mujeres lo lloraron y acto seguido fue enterrado. Fin de la historia.
Si casi todo «terrorismo» es instrumentalizado por los Estados, el caso caucásico no iba a ser la excepción. La guerra allí es una maquiavélica herramienta de control en un lugar donde fluye el petróleo checheno, los estratégicos oleoductos del mar Negro y la geopolítica, de enorme importancia y bajo perfil, por la cual choca Occidente (la OTAN) contra Oriente (el gigante ruso) Por otro lado, esta región es la lanzadera profesional de innumerables cuerpos militares así como destino de grandes presupuestos con los que hacer la guerra a jóvenes como Shamil. Varias organizaciones pro derechos humanos encuentran analogías con otros conflictos. Por ejemplo, aquí como en Colombia se premia «la baja del enemigo». Son los «falsos positivos». «Todo joven es candidato a muerto porque dando igual su historial, su cadáver tiene un precio» sostiene la madre de Shamil. Con ello se busca poder saltarse las barreras legales de la guerra dándole apariencia de legalidad al mismo acto ilícito. Se pretende hacer creer que las víctimas murieron en combate. Con esto desean dar imagen de victoria bélica, destruir tejido social, instaurar el terror, colgarse medallas, obtener réditos salariales y obviamente exterminar a todo varón percibido como «enemigo potencial». Dadas estas circunstancias las razzias son abundantes en cantidad y brutalidad.
REPUBLICAS OLVIDADAS
En Ingushetia el sistema judicial no existe. Las fuerzas del Estado te pueden matar en comisaría o en la calle, con electrodos o pistolas que nada pasará a sus responsables. El año pasado Magomed Yevloyev, un periodista crítico con el anterior presidente, fue apresado por la policía -a la vista de todos los transeúntes- en pleno aeropuerto. En cuestión de segundos fue llevado a una esquina y ejecutado. El avión regresaba de Moscú y el reportero viajaba (nada y nada menos) con el presidente de la República. El juicio, que dada la tibia presión internacional ya se ha celebrado, ha concluido con una pena de dos años para los dos policías que lo mataron, pero este mismo mes de marzo, tras tres meses en la cárcel, uno de ellos ya ha sido liberado. «No es solo que pueden hacer lo que quieren, sino que quieren dejar bien claro a la población civil que no tienen límites y realmente hacen lo que quieren.» Es una forma de «terrorismo» no contemplada en los discursos pacificadores de ciertos Estados y organizaciones: la del «terrorismo» de Estado.
La mitad sur de la indómita Ingushetia está jalonada por las imponentes montañas del Cáucaso y su oriente linda con Chechenia. Ambas repúblicas (a las que abría que sumar Daguestán y en menor medida Kabardino-Balkaria) viven una situación que muchos analistas definen como guerra irregular. Según el Kremlin, Washington y la UE se trata simplemente de «terrorismo». Calificativos aparte, esa insurgencia armada lucha contra las fuerzas rusas que operan en la zona así como frente a las fuerzas locales que actúan al servicio de Moscú. También lo han hecho secuestrando a rehenes civiles y exigiendo negociaciones como fue el brutal caso de la escuela en Beslan y el teatro Moscú. «Nuestros hijos ya están muertos», clamaron entonces.
Reproductores de una feroz violencia traída por Rusia, los rebeldes de hoy pretenden crear un emirato islamista en el que rija la Sharía (ley islamica) Para ello, tienen como cabecilla al autoproclamado «Emir del Cáucaso», Dokku Umarov, un ingeniero y veterano combatiente de las dos guerras chechenas (1994 y 1999) que ha sufrido en carne propia (a través de su hermana, su padre, su hijo y dos hermanos) el fenómeno de la desaparición forzada. Umarov, que pasó del «patriotismo checheno» al patriotismo de la Umma, «la nación del Islam», es la viva representación de un militante desengañado con todas las debilidades de una arena política (local e internacional) que prácticamente nada solucionó. Él mismo exteriorizó una identificación con otras naciones musulmanas atacadas por el colonialismo que nos ayuda a comprender el trascendental cambio habido en las filas rebeldes. «Los hermanos de Afganistán, Somalia, Iraq y Palestina son atacados constantemente. De la misma manera les atacaremos nosotros a ellos.»
En la actualidad, casi toda la insurgencia armada se ha transformado del nacionalismo independentista (o movimiento de liberación nacional) al radicalismo islámico en guerra santa. Esto se debe a que cuando Moscú reclutó a líderes guerrilleros o políticos del Cáucaso solo dejó como elemento identitario -propio e incorrupto- la singularidad musulmana, que permaneció, en su versión mas ortodoxa, «puro frente a los apóstatas. Los apóstatas (en realidad se refiere a traidores políticos) son peores que los infieles (los rusos)» decía en un comunicado el irreductible Dokku Umarov. Estas trasformaciones también se dan (como sugiere «el Emir», avalado en su tesis por no pocos académicos de todo el mundo) en Gaza, Argelia, Somalia o Afganistán; lugares de sufrimiento infinito en el que el intervencionismo de corte colonial e imperialista ha fomentado (de forma pasiva e incluso activa) el fenómeno «islamista». El periodista y escritor Tariq Ali, experto en Islam y movimientos armados lo razonó diciendo que «si Marx reveló ese hecho de que la religión es el opio del pueblo, también lo es que la religión es el respiro de la criatura oprimida». Con otras palabras, mas certero si cabe, Rostam, el chofer de Keda lo explica así: «Es que aquí frente a la violencia de los rusos no puedes mas que rezar…».
ACTIVISTAS EXPUESTOS
La presencia de observadores pacíficos en la región se ha hecho incompatible con el derecho a la vida. Todas las personas (en su mayoría mujeres) que han documentado los abusos del Estado han sido asesinadas con un descaro que indigna a los pueblos, «pero deja impasibles a los gobernantes que dirigen el mundo. Por ejemplo al G8» denuncia Keda, quien también (pocos se salvan en Chechenia) ha experimentado en carne propia el asesinato de familiares y compañeras, como la periodista rusa, defensora de los chechenos, Anna Politkóvskaya, Natalia Estemirova de la ONG Memorial y tantas otras -casi todas mujeres- que por ser acusadas de «amigas de los terroristas» no gozan de la mas mínima garantía.
MASHR, que en ingusetio significa «paz», es una organización, o mas bien «la organización» de derechos humanos en Ingushetia. Su director, Magomed Mutsolgov la fundó a raíz del asesinato de uno de sus hermanos pequeños. Hoy cuenta con la financiación de Washington y Bruselas, esos mismos Gobiernos que hacen la vista gorda con Rusia en sus reuniones bilaterales, pues «les une la lucha contra el terrorismo, lo cual no comprende el terrorismo de Estado» como el propio Magomed apunta. Magomed es según sus propios compañeros, «un cadáver andante» que «sabe lo que va a acabar pasando con él. Será un mártir, un buen musulmán». Sentado frente a un ordenador Magomed nos muestra los últimos casos documentados. Una necesaria galería de los horrores en los que los cuerpos de miles de jóvenes torturados y asesinados yacen arrojados en frías morgues, aceras o descampados. «Me llama la atención la falta de interés que produce esto en el mundo. ¿No te extraña que seas el único periodista extranjero en toda la república?» pregunta indignado.
DIVIDE ET IMPERA
De Magás a Grozni, la capital de Chechenia apenas se tarda una hora. El paisaje es el mismo y la cultura muy parecida. En el puesto de control que divide ambas repúblicas docenas de militares transitan de un lado a otro portando fusiles y ropa de acampada. «Hay operativo» dice un oficial ruso. Aquí, desde hace unos pocos años se vive una paz: la de los cementerios. Toda oposición política es, como en Ingushetia, literalmente aniquilada. Keda, que a la pregunta de ¿cuál es la oposición política en la Chechenia de hoy? Responde: «Rostam (el chofer) y yo», nos explica el proceso de «chechenización» que ha experimentado el conflicto. «Putin fue muy inteligente poniendo a Kadirov padre como presidente y luego aceptando al hijo. Son ellos ahora quienes hacen el trabajo sucio bajo un falso manto de estabilidad y autonomía». Para ser aceptado por los sectores mas religiosos de la población local y para tratar de controlar los deseos de cambio de la juventud, Kadirov ha impulsado una serie de descabelladas iniciativas de entre las que destaca una clínica islámica en la que muchachos y sobre todo, muchachas jóvenes, son exorcitados «de sus ideas pecaminosas y antisociales» a golpe de fusta y Corán. «Con eso quiere hacerse el radical, como que es más musulmán que nadie, pero lo único que hace es reprimir y confundir a la juventud con una nueva herramienta de control». Y es que para Keda «esto es un síntoma mas de la actual locura. Ya no le bastan los coches, sus cuatro mujeres o la colección de billares. Es un déspota de 32 años».
La llegada a Grozni es todo lo espectacular que Kadirov y Putin se han propuesto. Apartamentos nuevos, pizzerías y un concesionario de Audi tratan de estremecer al mas escéptico de los testigos; pero bajo este prodigioso manto de aparente libertad (libertad para comprar) se esconde una guerra tan sucia como silenciosa, que va mucho mas allá del poder representado por esos milicianos que se ven en todos lados. Se trata de una elite dominante, que con la ayuda de Moscú ha afianzado sus clanes y negocios a base de «cooperar» con los rusos. «Tal es la traición de estos corruptos al pueblo checheno» denuncian indignadas las madres de la Asociación Chechena de Desaparecidos, «que la Avenida principal de Grozni se llama ahora Avenida Putin y una de sus arterias aledañas, General Troshef, el responsable de los mayores bombardeos contra la población civil». Es precisamente en esas céntricas calles donde abunda la nueva ostentación, en forma de Porsche Cayan o BMW con los cristales siniestramente tintados. Apoyados sobre estos, una estirpe de paramilitares vestidos de negro manosean sus flamantes Iphone. «Son los kadirovotsi -advierte con pavor Rostam- las milicias del régimen. Esos que entran de noche en las casas, que hacen desaparecer a jóvenes, activistas pro derechos humanos, ancianos o sospechosos…»
NOCHE Y NIEBLA
El decreto «Noche y Niebla» (perífrasis inspirada en una obra del compositor Richard Wagner) fue creado por el Gobierno de la Alemania nazi para el exterminio de su oposición política. A la postre fue empleado de modo sistemático contra toda persona no afín a su régimen fascista. El precepto, investigado y condenado por el acomodaticio proceso de Núremberg, se ejecutaba de forma que nadie pudiese registrar o testificar sobre como acontecieron los hechos y sus circunstancias. Se trataba del terror. Neta guerra psicológica que no solo buscaba la condena a muerte del «sospechoso», sino la aceptación por el silencio y posterior pánico de todo su circulo social. Tal y como describió un superviviente. «Se los llevaba la noche para no regresar jamás» Estas técnicas de guerra desarrolladas por los nazis y reproducidas por el resto de las potencias Occidentales a partir de los cincuenta se llevan a cabo hoy, de forma continuada por las fuerzas «del orden» rusas en el Cáucaso Norte. Adentrarse en los escenarios donde se llevan a cabo es un auténtico viaje a las tinieblas de la impunidad. Pese a todo, existen destellos de humanidad, que con mas coraje que medios, tratan de arrojar luz sobre tanta sombra…
FAMILIAS CRIMINALIZADAS
En Urús Martan hay una casa con dos camas vacías, una motocicleta a medio arreglar y un pequeño que no sonríe. Una foto en la pared dice «te queremos» y un matrimonio espera sentado en su gélido porche. «Uno nunca pierde la esperanza» dice Ahmed el padre de dos hermanos recientemente atacados. «Con dos procedimientos distintos me los arrancaron» A Kusein lo mataron en la calle, «como a un perro». Cuando los kadirovtsi arrojaron su cuerpo en el patio, Ahmed lo abrazó invocando, «ya estás en el paraíso», y acto seguido fue brutalmente golpeado. Al joven, Adam, se lo llevaron «los encapuchados». Era de noche «y fue especialmente doloroso. Era un muchacho muy tranquilo y estaba casado. Su niño es el del triciclo rojo».
Ahora a esta familia a la que también han quemado una casa y que aún se resiste a deshacer el dormitorio en el que dormía el mecánico Adam, le preocupa la seguridad de los otros dos varones que aún viven allí, los cuales según reporta Amnistía Internacional y Human Rights Watch, podrían pasar a las filas rebeldes por el simple hecho de sobrevivir a los kadirovtsy. «Saben que si se quedan en casa antes que después serán liquidados. A veces parece que al poder le interesa mantener esa interminable espiral» deduce una investigadora local que ha de trabajar en la clandestinidad. Sin embargo la madre de Adam y Kusein sueña con la amabilidad «de las democracias occidentales» y ruega a Dios porque les den asilo en Europa. «Esto no es mas que una dictadura en la que la gente calla por miedo y porque al no haber guerra abierta mucha gente se conforma. Pero otra decide luchar por la libertad…». Y Ahmed da por terminada la peligrosa reunión con una cita que a Aslan el traductor, le anula el habla por el extraordinario riesgo que tiene lanzar al mundo esta estremecedora parábola chechena…«Un hombre apunta a otro con su arma y le ordena que baile. Pasado un rato le insiste: ahora quiero que bailes como una niña, y el hombre amenazado le responde: ya me da igual. No puedo satisfacerte mas, pues desde el primer momento que me apuntabas estaba bailando como una niña… ¿entiendes que a muchos jóvenes no les queden opciones?». Y un Ahmed con ojos vidriosos sostiene los retratos de sus hijos para ser fotografiado, sin miedo, junto a ellos.
Unai Aranzadi
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