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El complejo enemigo-industrial

Cómo convertir un mundo sin enemigos en el sitio más amenazador del universo

Fuentes: TomDispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

El enemigo comunista, con «el cuarto ejército del mundo», ha estado agitando misiles y amenazando a EE.UU. con el aniquilamiento nuclear. Guam, Hawái, Washington: todos, afirma, son posibles objetivos. La cobertura en los medios ha sido horripilante. EE.UU. está enviando apresuradamente un sistema de defensa de misiles no probado a Guam, colocando barcos interceptores de misiles frente a la costa surcoreana, enviando bombardeos B-2 Stealth «con capacidad nuclear» a miles de kilómetros en vuelos fingidos de bombardeo, presionando a China y realizando ejercicios de guerra a gran escala con su aliado surcoreano.

Solo existe un pequeño problema: todavía hay poca evidencia de que el enemigo con unas pocas armas nucleares que se enfrenta (al menos retóricamente) a un arsenal estadounidense de 4.650 de esas armas tenga la capacidad de miniaturizar y montar por lo menos una en un misil, mucho menos lanzarla con exactitud, ni tiene un misil capaz de llegar a Hawái o Washington, y yo tampoco incluiría Guam.

También sucede que se trata de un país desesperado, que posiblemente no tiene suficiente combustible para una fuerza aérea moderna, cuyos ciudadanos, en promedio, son varios centímetros más pequeños que sus vecinos del sur gracias a décadas de intermitente hambruna y desnutrición y que son gobernados por un extraño culto familiar trigeneracional. Si ese otro comunista, Karl Marx, no hubiera escrito genialmente otrora que la historia se repite «primero como tragedia, después como farsa», hubiéramos tenido que inventar la frase para esta situación.

En el siglo pasado hubo dos devastadoras guerras mundiales que dejaron en ruinas grandes partes del planeta. También hubo un «guerra fría» entre dos superpotencias trabadas en un sistema de destrucción masiva asegurada cuyos arsenales nucleares eran capaces destruir muchas veces el planeta. Si alguien se hubiese despertado una mañana entre el 7 de diciembre de 1941 y el 26 de diciembre de 1991 y le hubieran dicho que el principal candidato internacional a Enemigo Público Número Uno de EE.UU. era el destartalado régimen de ópera cómica de Kim Jong-un, podría haberse puesto de rodillas para dar las gracias a los ídolos.

Lo mismo valdría para los otros candidatos a esa posición de Número Uno desde el 11 de septiembre de 2001: al Qaida original (considerablemente diezmada), al Qaida de la Península Arábiga ubicada en áreas pobres del pobre Yemen, talibanes en el pobre Afganistán, yihadistas anónimos repartidos por áreas pobres del Norte de África, o Irán, otro poder regional deteriorado dirigido por teócratas no particularmente adeptos.

Todos estos años hemos lanzado guerras y hemos manteniendo una «guerra global contra el terror». Hemos invertido dinero en la seguridad nacional como si no hubiera un mañana. De nuestra policía a nuestras fronteras hemos blindado todo. Constantemente nos hablan de «amenazas» para nosotros y para la «patria». Y sin embargo, cuando se golpea la puerta marcada «Enemigo» pocas veces responde alguien.

Pocos en este país lo consideran impactante. Pocos parecen notar alguna desconexión entre el mundo lleno de enemigos, amenazador y terriblemente peligroso para el que nos hemos estado preparando (y en el que combatimos) durante más de la última década y el mundo tal como es realmente, incluso aquellos que han vivido durante partes significativas del último sangriento siglo, generador de ansiedad.

¿Conocéis ese sentimiento de despertar y darse cuenta de que hemos vuelto a tener la misma pesadilla? A veces hay un equivalente en la vida consciente y el mío es el siguiente: de vez en cuando, mientras leo sobre la próxima acción de la creciente guerra contra el terror, el próximo asesinato perpetrado por un drone, el próximo aumento en el juego de la vigilancia, la próxima expansión del secreto que encierra a nuestro gobierno, el próximo conjunto de acciones costosas emprendidas para protegernos -todo justificado por las enormes amenazas y peligros que enfrentamos- pienso: ¿dónde está el enemigo? Y me pregunto: ¿Qué clase de sueño es el que estamos soñando?

Una puerta marcada «Enemigo» y nadie responde

Hay que admitirlo: los enemigos pueden ser útiles. Y admitamos también que hay algunos en nuestro país que están interesados en que se piense que estamos rodeados de peligros constantes e inminentes en un planeta repleto de enemigos. Admitamos también que el mundo es y siempre será un sitio peligroso de formas diversas.

A pesar de todo, en términos estadounidenses, los derramamientos de sangre, las devastaciones de este nuevo siglo y los últimos años del anterior, han sido notablemente mínimos o distantes; algunos de los peores como en el caso de la guerra de varios países en el Congo con sus más de cinco millones de muertos no nos han afectado en nada; algunos, incluso cuando los lanzamos, han sido esencialmente conflictos de fronteras imperiales, como en Iraq y Afganistán, intervenciones de poco coste (para nosotros) como en Libia, u operaciones de patrullas fronterizas como en Pakistán, Yemen, Somalia y el Norte de África. (No fue ningún error que cuando Washington lanzó su operación de las fuerzas especiales en Abbottabad, Pakistán, para liquidar a Osama bin Laden, dicha operación recibiese el nombre de código «Gerónimo» y el mensaje del equipo de SEAL que anunció su muerte fuese «Gerónimo-E KIA» o «enemigo muerto en acción»).

Y admitamos también que después de esas guerras y operaciones los estadounidenses enfrentan ahora más enemigos, más gente furiosa y rencorosa que el 10 de septiembre de 2001. Aceptamos que hay por ahí gente que, como le gustaba decir a George W. Bush, «nos odia» y odia lo que representamos. (Dejo la decisión sobre lo que representamos en vuestras manos, por el momento).

Por lo tanto, consideremos brevemente esos enemigos. ¿Existe un Estado importante, por ejemplo, que caiga en esta categoría, como alguna de las grandes potencias europeas imperiales beligerantes desde el Siglo XVI, la Alemania nazi y el Japón imperial en la Segunda Guerra Mundial o la Unión Soviética de la era de la Guerra Fría? Evidentemente no.

Hay que admitir que hubo un período en el cual, a fin de inflar lo que enfrentábamos en el mundo, abundaban las analogías con la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Hubo, por ejemplo, el famoso constructo retórico de George W. Bush, el Eje del Mal (Iraq, Irán y Corea del Norte), modelado por su escritor de discursos según el «eje» alemán-italiano-japonés de la Segunda Guerra Mundial. Fue, por supuesto, un constructo en broma, si la realidad ha de servir de medida. Iraq e Irán eran entonces enemigos. (Solo después de la invasión y ocupación de Iraq por EE.UU. se han convertido en amigos y aliados). Y Corea del Norte no tenía absolutamente nada que ver con alguno de ellos. De la misma manera, la ocupación estadounidense de Iraq se comparó regularmente con las ocupaciones por EE.UU. de Alemania y Japón, así como se presentó a Sadam Hussein durante mucho tiempo como un Hitler moderno.

Además, se refirieron regularmente a islamistas al estilo de al Qaida como «islamofascistas», mientras ciertos tipos militares y neoconservadores con deseos de convertir la guerra contra el terror en la sucesora de la Guerra Fría, se dedicaron a llamarla «la guerra prolongada» o incluso «la Cuarta Guerra Mundial». Pero todo esto carecía tanto de sentido que simplemente se esfumó.

En cuanto a quién está detrás de esa puerta marcada «Enemigo», si uno la abre, ¿qué encontrará? Para comenzar, una variedad de cientos, o a medida que han pasado los años, miles de yihadistas, en su mayoría en las áreas más pobres del planeta y con poca capacidad de hacer daño a EE.UU. Luego, hubo unas pocas insurgencias minoritarias, incluyendo a los talibanes y sus fuerzas aliadas en Afganistán y suníes y chiíes separados en Iraq. También ha habido ínfimas cantidad de imitadores baratos de terroristas islámicos en EE.UU. (una vez que se deja de lado la cadena de operaciones policiales del FBI que han convertido regularmente a vagos empedernidos y adolescentes perdidos en los más peligrosos conspiradores musulmanes de fantasía). Y luego, por supuesto, existen esas dos potencias regionales relativamente desventuradas, Irán y Corea del Norte, cuyos ladridos sobrepasan de lejos a sus potenciales dentelladas.

El Mago de Oz del 11-S

EE.UU., en otras palabras, probablemente corre menos peligro debido a los enemigos externos que en cualquier momento del siglo pasado. No hay otro poder imperial en el planeta que sea capaz de enfrentarse directamente al poder estadounidense o desee hacerlo, incluida China. Es verdad que, el 11 de septiembre de 2011, 19 secuestradores con cúteres protagonizaron un notable, apocalíptico y devastador show televisivo en el cual murieron casi 3.000 personas. Cuando colapsaron esas torres gigantescas en el centro de Nueva York, ciertamente se pareció a un desastre nuclear (y en esos primeros días, los medios estuvieron repletos de referencias al estilo nuclear), pero no fue realmente un suceso apocalíptico.

El enemigo todavía apenas existía. El acto costó a bin Laden solo aproximadamente 400.000 o 500.000 dólares, aunque condujo a una serie de guerras por importe de billones de dólares. Fue un suceso de pesadilla que tuvo una maligna calidad de Mago de Oz: un hombre pequeño que produjo efectos gigantescos. No puso de ninguna manera en peligro al Estado. De hecho, en realidad terminó fortaleciendo muchos de sus poderes. Tuvo un efecto en la economía, pero fue pasajero. Fue un acto de terror espectacular y particularmente horripilante de una pequeña organización asesina que entonces era capaz de montar una operación importante en algún sitio del mundo solo una vez cada par de años. Tenía la intención de propagar el miedo, pero nada más.

Cuando se derrumbaron las torres y repentinamente se pudo ver el horizonte, este seguía estando, en términos históricos, notablemente carente de enemigos. Y sin embargo el 11-S se vivió en este país de forma similar a Pearl Harbor, un ataque sorpresa de un enemigo aterrador con la intención de incapacitar al país. Al día siguiente, los titulares de los periódicos estaban repletos de variaciones de «Un Pearl Harbor del Siglo XXI». Si fue una repetición del 7 de diciembre de 1941, sin embargo, carecía de un Japón imperial o de cualquier otro Estado al cual declarar la guerra, aunque uno de los Estados más débiles del planeta, el Afganistán de los talibanes, terminaría siendo bastante apropiado para los estadounidenses.

Para poner esto en perspectiva, consideremos dos importantes peligros obvios en la vida de EE.UU., los suicidios mediante armas y las muertes por accidentes automovilísticos. En 2010 más de 19.000 estadounidenses se suicidaron usando armas. (En el mismo año, hubo «solo» 11.000 homicidios en todo el país.) En 2011, 32.000 estadounidenses murieron en accidentes de tráfico (la menor cifra en 60 años, aunque empezó a aumentar en los primeros seis meses de 2012). En otras palabras, los estadounidenses aceptan sin pestañear el equivalente anual de más de seis 11-S en suicidios mediante armas y más de 10 cuando se trata de muertes en accidentes de tráfico. De la misma manera, si el terrorista de la ropa interior, por poner un ejemplo de terrorismo posterior al 11-S, hubiera logrado derribar el vuelo 253 y asesinar a sus 290 pasajeros, habría sido un horrible acto de terror, pero él y sus compatriotas habrían tenido que derribar 65 aviones para llegar al nivel anual de suicidios con armas y más de 110 aviones para los accidentes de tráfico.

Y sin embargo nadie ha declarado la guerra a los coches ni a las armas (o a las compañías que los fabrican o a la gente que los vende). Nadie ha construido un masivo complejo -de casi un billón de dólares- para tratar con ellos. En el caso de las armas se ha hecho casi lo contrario, como ha dejado bien claro el debate post Newton sobre el control de armas. En ambos casos los estadounidenses han decidido vivir con peligros perfectamente reales y la asombrosa carnicería que los acompaña, que los afecta ocasionalmente, o a veces de ninguna manera.

A pesar de la carnicería del 11-S, el terrorismo ha sido un peligro estadounidense a pequeña escala desde entonces, peor que los ataques de tiburones, pero no mucho más. Como un mago, sin embargo, lo que Osama bin Laden y sus atacantes suicidas hicieron ese día fue crear una sensación instantánea de un enemigo tan grande, tan poderoso, que los estadounidenses consideraron que la «guerra» era una reacción razonable; suficientemente grande para que los que querían una acción policial internacional contra al Qaida fueran ridiculizados, suficientemente grande para que se lanzara una invasión de venganza contra Iraq, un país sin relación con al Qaida; suficientemente grande, en los hechos, para declarar esencialmente la guerra al mundo. Casi inmediatamente los altos funcionarios del gobierno comenzaron a hablar de ataques a 60 países, y como ha informado el periodista Ron Suskind, seis días después del ataque, la CIA había superado esa cifra, al presentar al presidente Bush una «Matriz de ataque mundial», un plan que incluía a terroristas en 80 países.

Lo destacable es lo poco que se llegó a notar aquí la desconexión entre el alcance y la escala de la guerra global que se lanzó casi instantáneamente y el verdadero enemigo elegido. Ciertamente se podría encontrar un argumento razonable de que, en esos años, Washington en general no había combatido contra nadie y había perdido. Dondequiera que iba creaba enemigos que previamente apenas habían existido, y el proceso continúa. Si se hubiera podido viajar en el tiempo de vuelta a la era de la Guerra Fría para informar a los estadounidenses de que, en el futuro, nuestros principales enemigos estarían en Afganistán, Yemen, Somalia, Malí, Libia, etc., seguramente habrían pensado que se trataba de un demente (o un sujeto feliz).

Creando un complejo enemigo-industrial

Sin un enemigo que representara una dimensión y una amenaza conmensuradas, gran parte de lo que se hizo en Washington en estos años podría haber sido irrealizable. La vasta construcción y el derroche de dinero -desde los suburbios de Virginia de Washington, donde la Agencia Nacional de Inteligencia Geoespacial erigió su nueva sede por 1.800 millones de dólares, a Bluffdale, Utah, donde la Agencia Nacional de Seguridad todavía está construyendo un centro de datos de 93.000 metros cuadrados por 2.000 millones de dólares para almacenar las comunicaciones interceptadas de todo el mundo- habrían sido poco probables.

Sin el temor de un enemigo capaz de hacer cualquier cosa, el dinero no habría llegado en cantidades en constante aumento a la seguridad interior, al Pentágono, o a un creciente complejo de corporaciones cómplices asociadas con nuestra seguridad armada. El aumento exponencial del complejo nacional de seguridad, así como de los poderes del poder ejecutivo cuando se trata de asuntos de seguridad nacional, habría sido mucho más viable.

Sin el 11-S y la perpetua «situación de guerra» que sobrevino, junto con la fuertemente promovida amenaza de terroristas dispuestos al ataque y potencialmente capaces de utilizar armas biológicas, químicas e incluso nucleares, no tendríamos un Departamento de Seguridad Interior ni el lucrativo mini complejo de seguridad interior que lo rodea: la Comunidad de la Inteligencia de EE.UU. con 17 organismos y su masivo presupuesto oficial de 75.000 millones de dólares habrían sido menos impresionantes; nuestras interminables guerras de drones y el «drone lobby» que va con ellas no se habrían desarrollado y los militares de EE.UU. no tendrían un organismo en permanente crecimiento, el Comando Conjunto de Operaciones Especiales, gestándose en su interior -efectivamente las fuerzas armadas, ejército, fuerza aérea y armada, privadas del presidente- que ya realiza operaciones secretas en gran parte del planeta.

Para que todo esto sucediera tenía que existir también un complejo enemigo-industrial, una red de personajes e instituciones cruciales dispuestas a exagerar la amenaza que enfrentamos y a convencer a los estadounidenses de que vivimos en un mundo tan peligroso que los derechos, la libertad y la privacidad eran poca cosa que sacrificar en aras de la seguridad de EE.UU. En breve, un número variado de intereses de personajes del gobierno de Bush ansiosos de «barrer con todo» y hacer lo que quisieran en el mundo de los fabricantes de armas, lobistas, órganos de vigilancia, think-tanks, intelectuales militares, eruditos de todo tipo… bueno, todo el timo nacional e interior de la seguridad y sus diversos aduladores estaban interesados en exagerar el enemigo. Para ellos, era importante en la era post 11-S que las amenazas nunca volvieran a carecer de una «A» mayúscula o de un poderoso símbolo del dólar.

Y no olvidéis a los medios de comunicación dispuestos a batir los tambores de la guerra y a señalar con muy pocas dudas a los peligrosos enemigos que amenazaban nuestro mundo. Después del 11-S, los principales medios noticiosos estuvieron generalmente dispuestos a creer al complejo enemigo-industrial y a presentar cada nuevo incidente terrorista como si fuera potencialmente el fin del mundo. A medida que pasaban los años, los empleos, la subsistencia, un mundo en expansión de «seguridad» dependían de que todo continuara, dependía, en breve, de la inyección de dosis regulares de miedo en el cuerpo político.

Ese fue el «favor» que Osama bin Laden hizo al aparato nacional de seguridad de Washington y al gobierno de Bush aquella aciaga mañana de septiembre. Grabó un argumento en el cerebro estadounidense que viviría indeleblemente durante años, posiblemente décadas, un llamado a la eterna vigilancia a cualquier precio y a una escala antes desconocida. Como el Proyecto por el Nuevo Siglo Estadounidense (PNAC), ese think-tank neoconservador combinado con gobierno fantasma, describió de modo tan trascendental en «Reconstruyendo las defensas de EE.UU.» un año antes de los ataques del 11-S: «Además, el proceso de transformación [de los militares], incluso si produce un cambio revolucionario, será probablemente prolongado, a falta de un evento catastrófico y catalizador como un nuevo Pearl Harbor».

Por lo tanto, cuando el nuevo Pearl Harbor llegó como caído del cielo, con muchos miembros del PNAC (del vicepresidente Dick Cheney para abajo) en sus puestos, naturalmente vieron su oportunidad. Crearon un al Qaida con esteroides y lanzaron su «guerra global» para establecer una Pax Americana, en Medio Oriente y luego, tal vez, en todo el globo. Eran conscientes de que carecían de oponentes de la estatura de los del siglo anterior y dejaron claro en sus documentos que tenían la intención de asegurar que ningún enemigo al estilo de una gran potencia o un bloque de naciones de ese estilo apareciera. Jamás.

Para lograrlo necesitaban un público estadounidense ansioso, atemorizado y dispuesto a pagar. Estaban interesados, en otras palabras, en manipularnos. Y por si eso fuera poco, nuestro mundo sería un sitio sombrío, pero suficientemente simple. Lo que pasa es que no es así. Las elites gobernantes, no importa el poder que tengan, no funcionan de esa manera. Antes de que nos manipulen, casi invariablemente, se manipulan ellas mismas.

Hace años, un amigo que había pasado mucho tiempo leyendo documentos de principios de la Guerra Fría del Consejo Nacional de Seguridad, es decir, provenientes de un pequeño grupo de poderosos personajes del gobierno escribiéndose entre ellos con el máximo secreto, me convenció de ello. Como me dijo entonces y escribió en Washington’s China, el libro inteligente que escribió sobre la temprana reacción de EE.UU. ante el establecimiento de la República Popular China, lo que lo impresionó en los documentos fue el burdo lenguaje anticomunista que esos hombres utilizaban entre ellos en privado. Era la especie de anticomunismo que de otra manera uno hubiera supuesto que la elite gobernante utilizaría para manipular a los estadounidenses comunes y corrientes con temores de subversión comunista, el «enemigo interior» y los planes soviéticos de apoderarse del mundo. (De hecho, ellos y otros como ellos utilizaron precisamente un lenguaje semejante para inyectar miedo en el cuerpo político en esos primeros años de la Guerra Fría, en la era del macartismo.)

Eran, por cierto, manipuladores, pero supongamos que antes de que influenciaran a otros estadounidenses pasaron por algo parecido a un proceso de autohipnosos colectivo en el cual se convencieron mutuamente de los peligros en los que tenían que hacer creer al pueblo de EE.UU. Existe evidencia de que un proceso similar tuvo lugar después del 11-S. Del aspecto azorado de la cara de George W. Bush cuando su avión no lo llevaba hacia Washington, sino que lo alejaba de la ciudad el 11 de septiembre de 2001, a la imagen de Dick Cheney de esos meses mientras le llevaban por Washington en una caravana de automóviles blindados con una «máscara de gas y un traje de supervivencia bioquímica» en el asiento trasero, se puede deducir que el enemigo les parecía grande y omnipresente. Es decir que estaban verdaderamente asustados, incluso si también estaban dispuestos a hacer uso de ese miedo para sus propios fines.

O consideremos el tema de las supuestas armas de destrucción masiva de Sadam Hussein, la excusa de la invasión de Iraq. Los críticos de la invasión generalmente se apresuran a señalar que ese tema engañoso fue utilizado por los máximos funcionarios del gobierno de Bush para conseguir apoyo público a un camino que ya habían escogido. Después de todo, Cheney y sus hombres seleccionaron cuidadosamente la evidencia para justificar su caso, incluso formaron su propio grupo secreto de inteligencia para que les diera lo que necesitaban e ignoraron pruebas reales que cuestionaban su versión de los hechos. Públicamente afirmaron de modo orquestado que Sadam tenía programas nucleares y de armas de destrucción masiva. Hablaron de las maneras más explícitas de potenciales nubes en forma de hongo de (inexistentes) armas nucleares iraquíes que aparecerían sobre las ciudades estadounidenses o de esas mismas ciudades rociadas con (inexistentes) armas químicas o biológicas de (inexistentes) drones iraquíes. Ciertamente tenían que saber qué parte de esa información era útil pero engañosa. A pesar de ello, es obvio que también se habían convencido ellos mismos de que al apoderarse de Iraq encontrarían algunas armas de destrucción masiva iraquíes para justificar sus afirmaciones.

En su libro, que aparecerá próximamente, Dirty Wars [Guerras sucias], Jeremy Scahill cita al periodista conservador Rowan Scarborough sobre la creciente irritación del Secretario de Defensa Donald Rumsfeld respecto a la búsqueda de instalaciones de armas de destrucción masiva iraquíes. «Cada mañana», escribió Scarborough, «el equipo de acción de crisis tuvo que informar de que otro sitio había sido un fracaso. Rumsfeld se enojaba cada vez más. Un funcionario lo citó diciendo: ‘¡Tienen que estar ahí!’ En una reunión tomó las diapositivas de información y se las arrojó a los informadores».

En otras palabras, esos altos funcionarios que nos lanzaban a su guerra global y a su invasión de Iraq, deseada durante tanto tiempo, también se habían lanzado al mismo mundo con un conjunto de temores semejantes. Podrá parecer extraño, pero considerando el funcionamiento de la mente humana, su capacidad de contener la mayor parte del tiempo pensamientos potencialmente contradictorios sin perturbarse fuertemente es limitada.

Un fenómeno similar tuvo indudablemente lugar en el amplio establishment de seguridad nacional cuyo propio interés se combinaba fácilmente con el miedo. Después de todo, en la era post 11-S. nos estuvieron prometiendo una cosa: algo cercano a un 100% de seguridad cuando tenía que ver con un pequeño peligro en nuestro mundo, el terrorismo. El temor de que el próximo atacante de ropa interior pudiera salirse con la suya tenía en sus garras al público estadounidense y también al Estado de seguridad de EE.UU. Después de todo, ¿quién pierde más si otro terrorista del zapato ataca, otro embajador perece, otro 11-S llega a ocurrir? ¿Qué sinecura, qué mundo, estará en peligro?

Puede que sean un equipo de Maquiavelos, pero también son acólitos en el culto del terror y de la guerra global. Viven en la Catedral del Enemigo. Fueron los primeros creyentes e indudablemente también serán los últimos. Han invertido en la importancia del enemigo. Es su religión. Son, después de todo, el complejo enemigo-industrial y si nos tienen en sus garras, también lo están ellos.

El personaje de los dibujos animados Pogo declaró genialmente una vez: «Hemos encontrado al enemigo y somos nosotros». ¡Qué verdad que es! Solo que no lo sabemos todavía.

Tom Engelhardt, es cofundador del American Empire Project y autor de «The End of Victory Culture», una historia sobre la Guerra Fría y otros aspectos, así como de la una novela: «The Last Days of Publishing». y de «The American Way of War: How Bush’s Wars Became Obama’s» (Haymarket Books). Su último libro, escrito junto con Nick Turse es: Terminator Planet: The First History of Drone Warfare, 2001-2050 .

Copyright 2013 Tom Engelhardt

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Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/175687/

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