Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
«Hay gente que anda pidiendo democracia. Habráse oído tamaña estupidez.»
Rey Faisal de Arabia Saudí, 1992.
«La ignorancia es preferible al error; y está menos lejos de la verdad quien no cree nada, que quien cree algo que es incorrecto.» Thomas Jefferson
Estamos en marzo de 2008; las fuerzas de EE.UU. en Iraq han sido mantenidas a niveles «elevados.» El gobierno del primer ministro Nouri al-Maliki ha sido reemplazado dos veces en los últimos nueve meses. El actual gabinete, una coalición dominada por tecnócratas y laicistas, incluye a oficiales militares que tienen las carteras de Defensa y Seguridad Interna así a como antiguos baazistas. A pesar de ello, su control del poder tambalea ya que las milicias sectarias de los partidos religiosos siguen posando una posible amenaza para la seguridad – una amenaza que sigue agriando la política del Golfo y en el gran Oriente Próximo.
Hay algunas buenas noticias económicas: por fin la producción de petróleo está a niveles por sobre los de marzo de 2003 – y ha mostrado un pequeño pero continuo aumento en cada uno de los últimos cuatro meses.
Al lado, en Irán, el Líder Supremo y su círculo interior se preocupan por lo que ven como tácticas de espera de EE.UU. respecto al fin de las sanciones contra Teherán (el quid pro quo para la cooperación plena de Teherán con la Agencia Internacional de Energía Atómica). Además, a pesar de que las tropas de la coalición van a mitad de camino en sus seis meses finales de la «operación de estabilidad» en Iraq endosada por la ONU, EE.UU. todavía no ha anunciado si va a pedir al gobierno de Iraq derechos para bases permanentes.
Percibiendo una oportunidad de afectar el futuro equilibrio de fuerzas en el Golfo si las fuerzas militares de la coalición se van de Iraq, los iraníes se acercan secretamente a Arabia Saudí con una proposición para estabilizar las condiciones político-económicas en los campos petrolíferos del Golfo Pérsico – Mar Caspio. El núcleo de la propuesta especifica que Riyadh y Teherán presionen diplomáticamente a Bagdad (con las milicias sectarias siempre en segundo plano) para que rechace toda forma de una presencia militar residual de EE.UU. en Iraq. Por su parte, Irán y Arabia Saudí ayudarían a desarrollar de nuevo el sector petrolero de Iraq, posibilitando que los tres países formen un poderoso triunvirato sub-OPEC.
Un escenario semejante podrá parecer ilógico considerando la historia de sectarismo étnico y religioso que los occidentales asocian con el Islam en general y con el Golfo y el gran Oriente Próximo en particular. Sin embargo, cuando se atribuye la violencia generalizada al sectarismo histórico chií-suní, se ignora por completo el flagrante pésimo manejo de las realidades políticas, militares, y económicas por parte de EE.UU. y sus socios de la coalición después de octubre de 2001 y marzo de 2003 en Afganistán e Iraq, respectivamente. El que el «modelo» inicial de la ocupación haya sido Alemania después de la Segunda Guerra Mundial en lugar de una insurgencia sólo acentúa el error.
Lo que es decepcionante es que hay muchos en el gobierno de Bush y en el Congreso de EE.UU., a pesar de la cantidad de excursiones «de indagación» que realizan, que son incapaces de ir más allá de las limitaciones originales de la política de Bush respecto a Afganistán, Iraq, y los otros países que rodean el Golfo Pérsico. Bajo tales circunstancias, cuesta distinguir entre la ignorancia intencional y el error persistente, que – a pesar de Jefferson – pueden ser devastadores cuando el Congreso legisla en las áreas de política exterior y de defensa nacional.
Pocos negarán que la información de primera mano sea especialmente vital cuando la nación está en guerra. Probablemente, muchos menos apoyarán la premisa de que esa información es por lo menos igual de crítica en tiempos de paz como una barrera contra la guerra. Pero el conocimiento de primera mano puede ser de máxima importancia cuando un país intenta elaborar una ruta de la guerra civil incivil a la paz – especialmente si partes externas al conflicto tratan de sabotear el progreso hacia la paz por el motivo que se sea.
Los procesos físicos para el paso de la guerra civil a la paz – retirada de tropas, desarme, reintegración, y desarrollo sustentable sobre una base equitativa para todos – no están en discusión porque las estructuras y métodos básicos sólo tienen que ser adaptados, no creados de la nada, en cada caso. El desafío es identificar y comprender las convicciones subyacentes ya que se reflejan en los valores, la ética, y costumbres de una sociedad y su cultura así como lo hace su influencia sobre las tradiciones, leyes, e instituciones de gobierno desarrolladas por una sociedad. El elemento clave, el sine qua non del que todo depende, es la capacidad de hallar una base común para la confianza mutua entre grupos y subgrupos culturales, sean tribales, de clanes, étnicos, raciales, sectarios, políticos, económicos, o cualquier otra división. En eso el dato fundamental en cuestión es el individuo, la base para desarrollar confianza también debe comenzar por el individuo – la aceptación de la dignidad e igualdad inherentes de toda persona – después de lo cual puede (y debe) convertirse en políticamente «universal» como el fundamento de cualquier forma de gobierno que se elija.
PRIMERA PARTE
UNA VISIÓN CORROMPIDA: ROOSEVELT Y GEORGE W. BUSH
Entre los numerosos esfuerzos del siglo pasado por expresar esos principios, el discurso del 6 de enero de 1941 de Franklin Delano Roosevelt ante el Congreso de EE.UU. capturó tanto la universalidad de estos principios y los principios y la posibilidad real de que estaban dentro de alcance a pesar de las guerras que se encarnizaban en Europa y Asia. Ese discurso contenía las «Cuatro Libertades» de Roosevelt – de libertad y religión, de la necesidad y del miedo – con una breve elaboración de cada cual «en términos mundanos» que reflejaban claramente la amplia experiencia internacional del presidente. Si la libertad era «la supremacía de los derechos humanos por doquier,» como afirmaba Roosevelt, la libertad del miedo «traducida en términos mundanos, significa una reducción mundial de armamentos a tal punto y de un modo tan exhaustivo que ninguna nación esté en condiciones de cometer un acto de agresión física contra algún vecino – en ningún sitio.»
Para los estadounidenses, el colapso del imperio soviético y luego la implosión de la propia Unión Soviética en diciembre de 1991, pareció representar el logro de la libertad del miedo de Roosevelt «en términos mundanos.» Sin embargo, 10 meses antes de la implosión, ocurrió otro evento cuyas repercusiones durarían una docena de años y que, una vez más, frustraron la visión de Roosevelt de un mundo libre del miedo a la agresión.
En enero-febrero de 1991, la Operación Tormenta del Desierto, dirigida por EE.UU. y aprobada por la ONU, que expulsó al ejército de Sadam Husein de Kuwait es un estudio en el uso limitado del poder militar por una comunidad de naciones para respaldar el derecho internacional. Se podría decir que reflejó la amplia experiencia internacional de primera mano del presidente George H. W. Bush y de sus asesores.
Veinte años más tarde, otro Bush – George W. – está en la Casa Blanca y está en guerra.
A juzgar por los currículos de sus asesores y de aquellos que eligió para implementar las políticas y programas de su gobierno, el conocimiento de primera mano de los asuntos internacionales es tan completo como en 1991. Sin embargo, no cabe duda, después de 6 años de presidencia de George W. Bush, que la reputación internacional de EE.UU. está a su punto más bajo. Para determinar exactamente cómo se llegó a este nadir es algo para el futuro, pero dos posibilidades ya han emergido: una ausencia evidente de ese conocimiento de primera mano de las relaciones internacionales y de otras culturas que poseía el primer presidente Bush, y, tal vez lo que es más debilitante para el proceso de toma de decisiones, una estrechez estudiada en la comprensión, la interpretación, y la integración de toda la información disponible en la burocracia – especialmente la información que contradice sus puntos de vista personales.
Desde los propios inicios de su presidencia, George W. Bush ha albergado un propósito singular, casi mesiánico: instigar un mundo de democracias en expansión permanente dirigidas por EE.UU. y por George Bush. Para este presidente, la propagación de la democracia no es una opción, sino un deber, que proviene y está arraigado en el «destino manifiesto.» inspirado por Dios. Irónicamente, considerando que Bush «no tomó parte» en la guerra de Vietnam, su «nuevo» Oriente Próximo parece ser poco más que una inversión de la teoría del dominó de la era de Vietnam. Todo lo que EE.UU. tiene que hacer es implantar una vibrante democracia en Oriente Próximo y todos los demás países terminarán por «caer» en las filas de las naciones democráticas. Y a medida que se propague la democracia, la paz hará lo mismo.
Lamentablemente, la idea de Bush de lo que es mejor para los países de la región puede no ser lo que imaginan los pueblos y los actuales gobernantes de la región. Y la realidad es que, seis años después de invadir Afganistán y cuatro años después de invadir Iraq, hay pocas perspectivas de un fin de los combates en esos países y una retirada total de las fuerzas de EE.UU. Esos combates han desviado los esfuerzos por encontrar compromisos que terminen con la antigua (y recientemente reavivada) violencia entre facciones palestinas y entre palestinos e israelíes. Y en lo que puede ser descrito como discusiones de undécima hora, Irán y EE.UU. están finalmente explorando sus puntos de vista coincidentes o divergentes y los papeles futuros de cada nación en las arenas del Mar del Golfo y del Caspio.
ARABIA SAUDÍ, EE.UU., Y EL PETRÓLEO
Al parecer, Arabia Saudí, aliado próximo de EE.UU. durante las últimas siete décadas, fue excluida sorprendentemente del cuadro posterior al 11 de septiembre de 2001. ¿Será que este socio que solía ser tan estimado por EE.UU. – colocado por algunos analistas como el tercero en importancia para EE.UU. después de Gran Bretaña e Israel – ha perdido su posición privilegiada con la Casa Blanca de Bush y el Congreso de EE.UU.? ¿O existe un «entendimiento» calculado, mutuamente beneficioso, extraoficial y no escrito, posterior al 11-S? O sea, que el gobierno de EE.UU. no destacará los aspectos «antidemocráticos» del reino del desierto que, cuando se trata de otros países, son frecuente y ampliamente condenados por EE.UU. y que sirven para «inspirar» legislación de cambio de régimen – a cambio de lo cual el grifo del petróleo saudí será mantenido abierto indefinidamente.
Después de casi seis años de guerra continua con la participación de EE.UU. en lo que es el patio trasero de Arabia Saudí, este «arreglo» podría estar en peligro. Según el plan actual, todavía no hay un horizonte cronológico realista dentro del cual pueda emerger en Bagdad un gobierno central de algún tipo, y ni hablar de una democracia de estilo occidental. En todo el Golfo, el régimen teocrático anti-estadounidense en Teherán ha re-emergido como un actor regional que no puede ser ignorado por otros países del Golfo y de Oriente Próximo.
De todos los países del Golfo, Arabia Saudí podría estar viviendo los cambios más importantes. Aunque el tema es pocas veces sacado a colación, hay muchos que en el Congreso y en el público de EE.UU. han tenido la sensación inquietante de que los vastos recursos petrolíferos de Riyadh y la dependencia cada vea más grande de EE.UU. de las importaciones de petróleo han entregado a los saudíes una verdadera Espada de Damocles que apunta al uso (como en 1973) del petróleo como un arma con la cual el reino podría tratar de limitar o de influenciar de otra manera la política y presencia de EE.UU. en las áreas del Golfo Pérsico y del Mar Caspio. (Por cierto, el argumento contrario es que los saudíes tienen que vender su petróleo porque no tienen otra fuente de ingresos – produciendo así un punto muerto que ninguna de las partes quisiera o podría mantener.)
Habiendo dicho eso, las arenas movedizas de los descubrimientos científicos y de las relaciones internacionales parecen tender más a desarticular la actual combinación entre Arabia Saudí y EE.UU., más que en cualquier otro momento desde el fin de la Guerra Fría. Desde el punto de vista científico la necesidad de que países por doquier se involucren en contrarrestar los efectos del calentamiento global requerirán cambios en el modo de vida basado en el carbono y la cualidad de la vida tendrá que ser equilibrada mediante algún mecanismo que aún tiene que ser determinado para prevenir una alteración masiva del orden social dentro de los países y para mediar en disputas internacionales de un modo más efectivo que en el pasado. Y todavía queda la posibilidad, por remota que sea, de una innovación radical importante en las fuentes de energía no basadas en el carbono que significaría una revolución en las economías de todo el mundo y también en los flujos de ingresos.
Diplomáticamente, el apoyo inquebrantable de Washington para Israel (o su neutralidad a cualquier precio ante Israel) en toda disputa con sus vecinos (un apoyo que podría decirse que ha alentado un cierto menosprecio temerario de las autoridades israelíes por los derechos de los no-combatientes en la Franja de Gaza y Cisjordania) parecía – hasta junio de este año – impulsar a Riyadh a adoptar un papel más destacado en la disputa entre Israel y Palestina. En cuanto al propio Golfo Pérsico, simplemente para mantener su soberanía nacional en una zona con otros dos países ricos en petróleo pero más poblados, los saudíes – esencialmente tribales, autocráticos, y con las mayores reservas confirmadas de petróleo del mundo – tuvieron que alinearse con una potencia «protectora» o crear (y dominar efectivamente) un consorcio defensivo regional – en este caso el Consejo de Cooperación del Golfo que incluye a otros Estados, zonas gobernadas por jeques y emiratos en la Península Arábiga.
Esta dependencia del petróleo extranjero para impulsar la economía y mantener y desplegar fuerzas militares donde y cuando sea necesario, impulsó a sucesivos gobiernos a cultivar la amistad de los dirigentes saudíes. Cuando se desarrollaron tensiones en la relación y amenazaron con hacerse públicas, ambos lados trabajaron para ocultar la dimensión del desacuerdo bajo la verborrea diplomática. Las disputas pasajeras llevaron a relaciones «calurosas, robustas, y estrechas.» Reuniones más contenciosas que no resolvieron los problemas fueron «francas, amistosas, y fraternales.»
TERROR DESDE LOS CIELOS: EL 11 DE SEPTIEMBRE DE 2001
El 11 de septiembre de 2001 barrió con todos los «problemas.» Dentro de unas horas, quince de los diecinueve secuestradores habían sido identificados como ciudadanos saudíes. Sin saberlo, pero temiendo una reacción violenta una vez que el público estadounidense conociera los países de origen de los secuestradores, la embajada saudí aconsejó a representantes comerciales, estudiantes, y a otros saudíes residentes o visitantes a EE.UU. que partieran lo más rápido posible. Un memorando de octubre de 2003 del FBI que fue hecho público a fines de junio de 2007 reconoce que diplomáticos saudíes, otros nacionales de Oriente Próximo, e incluso miembros de la familia de bin Laden residentes en EE.UU. fueron sacados rápidamente de EE.UU. en seis aviones fletados el 19 de septiembre de 2001. Además, incluso el día mismo del ataque, un avión fletado por los saudíes voló en el espacio aéreo de EE.UU. aunque supuestamente todos los aviones, con la excepción de Air Force One, tenían prohibición de despegar.
Evidentemente, los saudíes entraron en pánico – posiblemente porque George Bush había estado en el poder sólo siete meses y no había sido puesto a prueba en la escena mundial. Y aunque la familia Bush no era extraña para los miembros de la familia real saudí, no es difícil imaginar la profunda inseguridad sobre cómo reaccionaría el presidente «vaquero» reaccionaría ante el ataque sin precedentes – la ubicación de los objetivos, el origen y los medios utilizados para realizar la conspiración, la cantidad de muertos y heridos, y la destrucción física. Aparentemente, incluso el antiguo (22 años de servicio) embajador saudí en Washington, príncipe Bandar bin Sultan, quien conocía la psique estadounidense mejor que cualquier otro miembro del sector superior de la realeza saudí – no pudo predecir si EE.UU. culparía a Arabia Saudí por la tragedia. (Esa incapacidad podría explicar la aparente disminución de la influencia de Bandar en el gobierno saudí bajo el rey Abdula.)
El que tantos saudíes hayan escapado de EE.UU. después del 11 de septiembre, debería haber constituido un signo de alarma para Washington en cuanto a la magnitud de la inseguridad e incluso del temor en numerosos países islámicos sobre cómo y contra quien EE.UU. utilizaría su poder militar. En su mundo, EE.UU. ha intervenido con bombas y balas en el Líbano y Libia en los años ochenta, en Iraq y en Sudán en los años noventa, y en Afganistán, Iraq, Yemen, y Somalia en la primera década del Siglo XXI. En la «calle árabe» EE.UU. es visto como un país obsesionado por las armas y la guerra cuya mentalidad descontrolada de «pistolero» refleja una cultura que al parecer siente poco respeto por la vida – que es propensa a atacar en cualquier dirección y en todo momento.
La pregunta obvia es ¿cómo se desarrollarán las relaciones entre EE.UU. y Arabia Saudí? Entre los pocos altos funcionarios estadounidenses que realmente comprenden ese país – tal como pocos saudíes realmente comprenden a EE.UU. – incluso el intento de arriesgar una conclusión rayana en la locura. Sin embargo es más fácil ver el problema en su conjunto y formular una respuesta significativa que incorpore ambas perspectivas en la medida en que son evidentes en público, si se identifican las tendencias que razonablemente podrían afectar el curso de los eventos.
Al comienzo de la Guerra Fría, después de que los comunistas chinos expulsaron a los residuos de los ejércitos nacionalistas chinos del continente, políticos en Washington – muchos de ellos sin saber gran cosa sobre China – iniciaron una cacería frenética de los que «perdieron a China.» La misma pregunta, después de sustituir China por Iraq, se formula cada vez más a menudo en la actualidad cuando la gente se preocupa por la condición en que quedará Iraq cuando las unidades militares de EE.UU. terminen por irse.
Por su parte, los saudíes parecen haber decidido que no darán mano libre al hado en la determinación de su futuro. La Casa de Saud no se puede permitir que se la vea como una «mascota» militar de EE.UU., especialmente ya que lo que los destaca en cuanto a su legitimidad en el mundo islámico es su posición como «guardiana de las dos ciudades santas» en Arabia desde las que se propagó el Islam. Tiene que oponerse a la ocupación permanente de Iraq y a la ocupación paralela de Palestina si quiere conservar credibilidad en el mundo islámico. Y mientras EE.UU. es remoto geográficamente, los saudíes tienen que vivir con un Irán resurgente como vecino, no importa lo que suceda en el resto del mundo.
El campo de las relaciones internacionales en el que los no creyentes y los saudíes se pueden mezclar sin incurrir en una condena es el comercio. Cuando se habla de negocios lo comprenden hasta los ayatolás en Irán.
SEGUNDA PARTE
DESARROLLO CULTURAL Y DISTANCIA
El cómo un país y un pueblo desarrollan e interiorizan como una «segunda naturaleza» las estructuras social, política, filosófica, e incluso económica dentro de las que se desarrolla la vida de todos los días depende de las condiciones geográfica, medioambiental e histórica prevalecientes – y cómo éstas se cruzan y se integran en tiempos cruciales en la formación de, o en un cambio radical, de una cultura. Este proceso, incluso cuando es más evolutivo que revolucionario, nunca es uniforme o simple, en gran parte porque el predominio (o decadencia) de una cultura ocurre en coincidencia con el desarrollo y el uso (o la disminución) del poder militar en relación con otras sociedades y sus culturas. Además, la manera como el poder dominante del día actúa hacia sus aliados y sus enemigos puede alterar el desarrollo de su propia cultura. Podría decirse que el «mejor» caso sería si la clase gobernante en el país dominador conociera perfectamente y estuviera preparada para la eventual inflexión de la supremacía militar, teniendo la previsión de compartir el poder y la responsabilidad – una fórmula más fiable que la guerra para prolongar la dominación – como miembro de un consorcio de países con culturas similares.
Tal vez esto explique en parte la reacción saudí ante el 11 de septiembre de 2001. Por complicadas que puedan ser las relaciones entre países vecinos que comparten esencialmente los mismos fundamentos filosóficos y culturales, la complejidad de las relaciones es amplificada cuando países cuya evolución social y cultural proviene de bases claramente diferentes, incluso contradictorias, tratan de formar alianzas que tengan sentido y de forjar pactos complejos entre ellos. Sugiero, por ejemplo, que el Pentágono y el Departamento de Estado consideraban que la relación saudí era sobre todo económica y en segundo lugar (si bien es cierto que segundo por un pelo) la defensa nacional. Las prioridades saudíes serían al revés. Además, a la luz de la fuerte influencia residual de la estructura tribal en la que se basa el sentido de ser una nación del reino, al sobrevenir el 11-S, el subconsciente colectivo saudí volvió al instinto primordial de «huída» mediante el que se podía lograr seguridad a través de la cantidad. Básicamente, esta «elección» fue provocada por la comprensión de que «ellos» (los estadounidenses) no son «nosotros» (los saudíes), y por ello, in extremis, «nosotros» no podemos estar seguros de cuál será «su» reacción ante el desastre.
Durante la mayor parte del Siglo XX, el pacto saudí-EE.UU. evitó los temas más delicados: los derechos del individuo frente a las normales tradicionales de la sociedad; los derechos de las mujeres y las profesiones que pueden ejercer; la imposición estricta de las expectativas y de las costumbres de la sociedad en lugar de la tolerancia de diversos estándares introducidos por el contacto con extraños. Las brechas que aparecieron no se referían a los valores fundamentales, de manera que la elite gobernante pudo encararlas rápida y silenciosamente.
Menos de un año después del inicio de los años noventa hubo ejércitos occidentales en Arabia Saudí y dos o más grupos de combate de portaaviones que navegaban cada día por o justo fuera del Golfo Pérsico. Los temas fundamentales, en particular los componentes que forman la identidad propia de una sociedad – la mitología, la religión, la filosofía, y las estructuras políticas -se vieron repentinamente ante una intensa presión, y mientras más tiempo se quedaban en el reino las tropas extranjeras, especialmente soldados extranjeros no-islámicos, mayor se hizo la tensión. De nuevo, la economía dominó el punto de vista de EE.UU., y el derecho internacional fue una importante consideración adicional. Para los saudíes, era superficialmente un tema de defensa nacional – defensa nacional inmediata después de que los servicios de inteligencia de EE.UU. habían informado al rey sobre la disposición de las fuerzas iraquíes en Kuwait y de la posible intención de Sadam Husein. (Irónicamente, el 11 de septiembre de 1990 el presidente George H.W. Bush informó al público de EE.UU. y al mundo que la fotografía satelital confirmaba otros informes de que grandes cantidades de soldados y tanques iraquíes estaban en Kuwait y concentrados en la frontera saudí. Cuando fotografías satelitales comerciales de Kuwait del 11 y 13 de septiembre de 1990 fueron publicadas en 1992, contenían pocos indicios de una presencia iraquí en Kuwait, mientras que en las mismas fotos se ven claramente las disposiciones de los elementos de vanguardia de la 82 División Aerotransportada de EE.UU. en el norte de Arabia Saudí.)
Lo que pocos estadounidenses comprendieron en aquel entonces (y demasiados todavía no lo comprenden) fue que la política del Golfo tenía una dimensión histórica y religiosa muy destacada que la elite saudí tenía que considerar en su reacción. Como la mayoría de los países árabes, Arabia Saudí tiene una importante minoría chií. Si es un accidente histórico que las mayores reservas de petróleo líquido estén en un arco alrededor del Golfo Pérsico, es un accidente de la demografía el que los campos petrolíferos saudíes más importantes estén en áreas habitadas por chiíes. (Una demografía similar y las vicisitudes de la guerra crearon la distribución geográfica de la minoría chií que le dio el control de Irán y una mayoría de la población en Iraq, pero no el control del gobierno – por lo menos no mientras gobernaba el partido Baaz de Sadam Husein.) A fin de cuentas, se impuso la ‘realpolitik’, pero a un precio que nadie había imaginado.
FORJANDO EL ESTADO SAUDÍ MODERNO
La Arabia Saudí moderna emergió de una alianza político-religiosa de comienzos del Siglo XIX entre Muhammed Ibn Saud y Muhammed al-Wahhab que llevó a la primera conquista de la península arábiga por la «Casa de Saud.» Al-Wahhab, beduino como Ibn Saud, se consideraba heredero de las enseñanzas y tradiciones de Ibn Taymiya, un erudito y jurista iconoclasta islámico del Siglo XIII de la estricta escuela Hambali del Islam suní. Taymiya interpretó la desastrosa caída de Bagdad y del califato abbasida ante los invasores mongoles en 1258 d.C. como el juicio divino sobre los fieles que habían abandonado las constricciones y la práctica del Islam como las señala el Qu’ran y el Libro de Unidad de Ibn Taymiya. Por extensión, todo musulmán que no pertenecía al culto de «Llamado a la Unidad» de al-Wahhab o estaba en desacuerdo con su análisis era anatema y enemigo del Islam.
La posición religiosa muy agresiva de la alianza Wahab-Saud condujo a otros suníes y a todas las comunidades chiíes a oponerse a los advenedizos del desierto. En 1818, el poderoso califa egipcio aplastó con medios militares las aspiraciones políticas de los saudíes, y casi aniquiló a la tribu. Miembros sobrevivientes de la tribu saudí se reagruparon en el desierto y comenzaron a restablecer su número, terminando por volver a conquistar una gran parte de la península arábiga, incluyendo las dos ciudades santas de Meca y Medina. Al llegar los años treinta, habían recuperado la mayor parte de la península – y con ello las vastas reservas de petróleo que se convertirían en el combustible para el motor del comercio mundial.
LO QUE DIVIDE LA RELIGIÓN, LO COMBINA EL COMERCIO
La unificación de la mayor parte de la península arábiga no resolvió todos los desafíos que enfrentaban los saudíes. La población relativamente pequeña del reino llevó a la familia a buscar aliados fiables para ayudar a garantizar la seguridad de su soberanía y de prosperidad. Esta necesidad de aliados dignos de confianza fue una de las primeras lecciones que sacaron los saudíes de la Segunda Guerra Mundial. Lo que finalmente puede haber salvado a los saudíes no fue el resultado de su propia obra sino de la del 62 Ejército soviético que resistió en Stalingrado, bloqueando así el avance nazi hacia el Cáucaso rico en petróleo y los campos petrolíferos del norte del Golfo.
Cuando terminó la guerra, parecía como si nada hubiera cambiado realmente con la excepción de que la presencia británica de antes de la guerra en Irán era ahora la presencia soviética y británica de posguerra. Este cambió se originó en 1941, cuando Churchill y Stalin obligaron al gobernante de Irán, Reza Shah, a abdicar para impedir que se alineara con el Eje e interfiriera en la línea de suministro del «Corredor Persa» para el Ejército Rojo.
Aunque Gran Bretaña retiró sus tropas después del fin de la guerra, los soviéticos no se retiraron por completo hasta mayo de 1946. Pero los saudíes se vieron rápidamente enfrentados con un Irán unido, nacionalista, fuertemente apoyado (algunos dirían «dominado») por EE.UU. Y, aunque los saudíes tenían más petróleo que Irán, no contaban con el bien más importante que sería el favorito de Washington: la geografía. Irán contaba con una doble «bendición» al respecto. Al norte y al noroeste, era el país que bloqueaba el acceso soviético a un puerto de agua caliente (asegurando un comercio fiable basado en el mar), mientras su flanco sudoeste bordeaba el Estrecho de Ormuz, el crucial cuello de botella para la ruta exclusivamente marítima a los vastos campos petrolíferos del Golfo interior.
El apogeo de Irán – y podría decirse la sima de Arabia Saudí – ocurrió durante la presidencia de Richard Nixon. Bajo la así llamada Doctrina Nixon, una serie de «hegemonos militares regionales» armados, entrenados por, y comprometidos con el Pentágono, iban a ayudar a EE.UU. a mantener el orden mundial. Irán era el país elegido en el Golfo, y Teherán bajo el Shah era el favorito de Washington.
Con el derrocamiento de Shah Reza Pahlavi en 1979, la toma de la embajada de EE.UU. en Teherán y la cautividad resultante de 52 miembros del personal de la embajada durante 444 días, y el predominio en el poder político de los clérigos islámicos, la cooperación entre EE.UU. e Irán se evaporó. La conmoción diplomática sólo fue intensificada – y tal vez prolongada – por el estallido de una guerra mutuamente devastadora de ocho años de duración (1980-1988) entre Irán e Iraq.
Con el Irán chií en una situación caótica y terriblemente ensangrentado, y con la mayoría chií de Iraq dominada todavía por el suní nominal Sadam Husein, los saudíes pudieron reivindicar un papel especial en la custodia de los sitios más sagrados del Islam.
En suma, Arabia Saudí fue la última potencia restante, la número uno en el Golfo. Las compras de armas de Occidente que solían ir a Teherán ahora inundaron Riyadh. La peligrosa y agresiva superpotencia en el este y el norte había sido expulsada de Afganistán después de diez años de combate por una resistencia indígena financiada en gran parte por los saudíes.
En cuanto a la gran superpotencia occidental, su adicción en continuo aumento al petróleo dio influencia a Riyadh (hay quien diría un enorme peso) en la política en desarrollo de EE.UU. en el Golfo Pérsico. Pero esta influencia fue modificada y relegada a la sombra de los eventos diarios por lo que pocos se dieron cuenta – o se preocuparon. En cuanto al Golfo Pérsico, Riyadh no objetó a la presencia casi constante de por lo menos un grupo de batalla de portaaviones de EE.UU., lo que efectivamente convirtió el Golfo en un lago estadounidense.
Sí, al contemplar el mundo cuando terminaba 1989, los saudíes podían afirmar que estaban en la cumbre de su clase. Pero pronto los eventos cambiarían drásticamente.
TERCERA PARTE
LA DESCONEXIÓN SAUDÍ-EE.UU.: «¿ME ESCUCHÁIS?»
La plácida superficie de las relaciones económicas, militares y diplomáticas del Golfo ocultaba fondos exasperantes que pronto provocaron una tremenda tensión en la alianza saudí-estadounidense. Una de las presiones más recientes, pero ya no la única, es económica: el alto costo del combustible para automóviles. Esta tirantez, por cierto, puede ser mejorada (por lo menos hasta que se llegue al pico de la producción de petróleo) en la medida en que aumente la capacidad de refinación. Pero un problema potencialmente más divisivo, divisivo porque involucra consecuencias de realpolitik que provienen de, y son inherentes a, la propia identidad personal y nacional, es la relación entre religión, política y economía en sociedades cuyo concepto fundamental del lugar del individuo y su papel en la sociedad está arraigado en premisas divergentes.
En los primeros 300 años desde el fin de las guerras de religión en Europa en 1648, la religión en Occidente, especialmente en el norte de Europa y en las colonias en Norteamérica, ha estado o formalmente separada de o subordinada a, o sólo dirigida nominalmente por, la estructura política gobernante. Por su parte, después de la Segunda Guerra Mundial, las divisiones políticas se han hecho cada vez menos relevantes respecto al poder económico en manos de corporaciones transnacionales. Al contrario, la evolución del Islam, particularmente la tradición altamente conservadora practicada en Arabia Saudí y absorbida por Osama bin Laden y sus partidarios y seguidores, funde lo religioso y lo secular en la vida y el deber diarios, con la religión por sobre, e informando, las esferas política y económica.
(A un nivel menos conceptual, algunos comentaristas sociales creen que una arquitectura que domina una cultura revela lo que valora más. Y es: ¿con qué propósito gasta una sociedad su tiempo y dinero construyendo edificios «importantes»? En Occidente, las estructuras dominantes fueron inicialmente iglesias, luego palacios y «capitales,» pero desde el siglo pasado, las centrales de las corporaciones transnacionales y las instituciones financieras. Esta progresión de la iglesia al Estado a la corporación no ocurrió en el Islam. Allí, el minarete siguió dominando.)
SEMBRANDO LAS SEMILLAS DE LA DIVISIÓN
Esta división filosófica fue irrelevante hasta que el Islam y el cristianismo, ambos herederos del judaísmo, chocaron en Palestina. Los unos y los otros aceptaron el uso de la fuerza contra oponentes armados – y entre los conversos de cada cual estuvieron aquellos que lo abrazaron.
Inicialmente, el cristianismo siguió un camino menos militante, pero después del fin de las persecuciones en el Siglo IV d.C., tomó la espada bajo la teoría de la «guerra justa» de san Agustín de Hippo. Siguió siendo un «instrumento» de la jerarquía eclesiástica en el Siglo XI cuando las iglesias ortodoxas se separaron de Roma y de las iglesias latinas y de nuevo en los siglos XVI y XVII con el auge del protestantismo.
Bajo el Profeta, el Islam irrumpió desde la península arábiga absorbiendo por la conversión o la espada y logrando la dominación de la mayor parte del Oriente Próximo, África al norte del desierto del Sahara, y finalmente en gran parte del Imperio Bizantino. Durante 200 años, a partir de 1095 d.C., la cristiandad occidental se opuso directamente al Islam en cruzadas intermitentes. En 1453 d.C., Constantinopla cayó ante los turcos que, sólo 76 años después, golpearon a las puertas de Viena (1529 d.C.) Nadie respondió: la extensión hacia oeste a Europa fue detenida como lo había sido ocho siglos antes (732 d.C.) en Tours, Francia.
Donde preponderaba el Islam, la religión era el principio organizador dominante de la sociedad. Este hecho constituyó tanto su fuerza – la coherencia en los valores y el enfoque en la comunidad – y su debilidad – la ausencia de una explicación alternativa o una fuente «de repliegue» del poder que no fuera Alá a las que imputar la responsabilidad cuando la vida es abrumada por obstáculos.
Como en la mayoría de las nuevas fes, el fervor del «renacido» pudo alimentar una determinación de «compartir» la espiritualidad recién descubierta. Mientras más militante la fe, más feroz es el tratamiento dado a los que se oponen a la nueva fe o – lo que es aún peor – a los que se desvían del camino correcto. Las divisiones y «reformas» resultantes, una vez puestas al descubierto, pueden dividir tan profundamente que se convierten en una parte dominante de las fuerzas que conforman las tradiciones, leyes, normas culturales, y el comercio – y frustran iniciativas que podrían ayudar a solucionar antiguas disputas.
RELACIONES EE.UU.-ARABIA SAUDÍ DEL SIGLO XX
A pesar de una serie de agentes irritantes en la relación entre EE.UU. y Arabia Saudí a través de los años, las historias diplomáticas disponibles sugieren que ninguno llegó a un nivel que amenazara un interés nacional vital de EE.UU. o del reino saudí antes de 1990-1991. Los estorbos que existieron – la prisa por reconocer diplomáticamente al nuevo Estado judío de Israel en 1948; el inquebrantable apoyo, virtualmente unilateral, de EE.UU. a Israel contra los países musulmanes en general y los palestinos en particular; los «choques petroleros» de 1973 y 1979 que produjeron un aumento vertiginoso de los precios del petróleo en comparación con los costos «estables» existentes, subrayando sólo lo dependiente que era el mundo occidental de un flujo estable de petróleo barato para mantener a flote a las economías – no fueron disputas decisorias para EE.UU., aunque el mantenimiento de un flujo fiable y barato de petróleo era una prioridad importante para todos los gobiernos estadounidenses.
Sin embargo, el reino tenía algo que ocultar y durante gran parte del Siglo XX logró proyectar una fachada de desarrollo económico y de modernidad bajo la cual yacía un rígido conservadurismo social impuesto por la igualmente rígida corriente wahabí del Islam suní. Pocos occidentales, incluso aquellos que vivieron y trabajaron en el programa de enfrentamiento militar en el extranjero de EE.UU. conocido como SANG – Guardia Nacional Árabe Saudí – entendió la profundidad del compromiso con la pureza religiosa representada por esta combinación de mezquita y reino. (La SANG, los soldados saudíes mejor equipados y entrenados, están bajo el mando directo de un alto miembro de la familia real. Constituye una guardia pretoriana moderna cuya misión es proteger a la familia real saudí contra el ejército regular del país.)
Esta relación idílica duró menos de un año, y se sospecha que los saudíes culpan en silencio a EE.UU. por su corta vida. El 2 de agosto de 1990, unos pocos días después de que el embajador de EE.UU. en Bagdad dijera al presidente de Iraq, Sadam Husein, que EE.UU. no adoptaba posición sobre una disputa fronteriza entre Iraq y Kuwait, Sadam envió a su ejército a lo que llamaba la decimonovena provincia iraquí, e invadió rápidamente el emirato y tuvo cuidado de no cruzar a Arabia Saudí – por lo menos no hasta que tuviera un control riguroso de Kuwait y viera la reacción del mundo ante esa violación del derecho internacional.
La invasión de Kuwait por Sadam puso en movimiento una cadena de eventos que duró una docena de años:
– la Operación Tormenta del Desierto que restauró a su trono a la familia gobernante de Kuwait, también condujo a la introducción de tropas extranjeras y a la construcción de instalaciones militares «permanentes» para esos no-creyentes en el país de dos de las ciudades más sagradas del Islam. El rechazo de la familia real saudí de la oferta del empresario saudí convertido en muyahidín, Osama bin Laden, de encabezar una yihád contra Sadam Husein en lugar de los soldados extranjeros, es visto como el punto en el que bin Laden se volvió contrario a su familia y a su país.
– las invasivas búsquedas de armas de destrucción masiva de la ONU, interrumpidas por lo menos dos veces por campañas de bombardeo de EE.UU. que resultaron de las operaciones Northern Watch y Southern Watch [vigilancia del norte y vigilancia del sur];
– la imposición de devastadoras sanciones contra Iraq, a pesar de que finalmente hubo excepciones por motivos humanitarios para alimentos y medicinas y que gradualmente se concentraron más en contra de la cabala gobernante de Iraq;
– la mala administración intencional del programa de «Petróleo por Alimentos» de la ONU que ayudó a mantener a Sadam Husein en el poder;
– el «abandono» por parte de EE.UU. de los árabes de los pantanos y de los kurdos cuando se rebelaron contra la opresión de Sadam, esperando que EE.UU. les ayudaría; y
– la continua presencia de hombres y mujeres estadounidenses en Arabia Saudí, lo que bin Laden consideraba una abominación.
Expulsado de Sudán en 1996, bin Laden finalmente se estableció en Afganistán. Durante la media década siguiente, agentes de al Qaeda atacaron embajadas de EE.UU. en África y un destructor estadounidense en el puerto de Adén. En el trasfondo, continuó la planificación para el ataque terrorista más espectacular y exitoso de nuestra época: la destrucción de las torres gemelas del World Trade Centre en Nueva York y parte de un ala del Pentágono, estrellando aviones de pasajeros secuestrados contra los edificios. Casi 3.000 personas murieron ese 11 de septiembre.
Al negarse a entregar a bin Laden a EE.UU. o a un tribunal internacional, los talibán, la facción ultraconservadora gobernante en Afganistán, se enteró rápidamente del sentido del ultimátum al mundo del presidente Bush: «O estáis con nosotros o contra nosotros.» Dentro de un mes, EE.UU. comenzó a bombardear Afganistán; en menos de tres meses, con, según informan, no más de 50 o 60 hombres de las Fuerzas Especiales que coordinaban las incursiones de bombarderos B-52 y de otro apoyo de cazas y bombarderos para grupos rebeldes indígenas, el gobierno talibán se derrumbó.
Lo que el público de EE.UU. no sabía en la época – y no está claro cuándo se informó a los saudíes – fue que los talibán y Afganistán no fueron más que una diversión momentánea del verdadero objetivo del gobierno de Bush, restante después del fiasco de Kuwait de 1991: Sadam Husein. Según el ex jefe de la Agencia Central de Inteligencia, George Tenet: el 12 de septiembre de 2001, mientras todavía humeaban los escombros de los ataques suicidas del día anterior, altos funcionarios de la Casa Blanca ya presionaban por el cambio de régimen no en Kabul sino en Bagdad.
PRIORIDADES, POLÍTICAS Y PROGRAMAS DIVERGENTES – LAS GRIETAS SE AMPLÍAN
Uno de los tempranos objetivos declarados de bin Laden – imponer la remoción de todas las fuerzas militares no-islámicas y, por cierto, de todas las fuerzas militares extranjeras, del País de las Dos Mezquitas Sagradas, se completó sustancialmente antes del fin de 2002 cuando se abrió una nueva central avanzada de USCENTCOM en Qatar. Fue un cambio operativo y – lo que tal vez sea más significativo – un cambio psicológico. Una vez partidos los extranjeros, la familia real pudo restaurar su reivindicación de ser el único guardián de los sitios más santos del Islam y reparar la tradicional relación entre las mezquitas y el Estado que había prevalecido antes de que la Guerra del Golfo introdujera a los no-creyentes. Pero al tornarse hacia adentro, Riyadh se dejó llevar a una mentalidad letárgica que parecía reflejar la condición mental y física de los envejecidos miembros mayores de la familia real.
El 1 de mayo de 2003, George Bush declaró ante el mundo, realmente: «misión cumplida»: el régimen de Sadam había caído (aunque Sadam todavía estaba libre) y los principales combates habían terminado. Fue el punto climático operativo, porque casi de inmediato partes importantes de la población pasaron de dar la bienvenida a los liberadores estadounidenses y británicos a dar la bienvenida a la oportunidad de liberar todo lo que caía en sus manos. La decisión de EE.UU. de desbandar las fuerzas de seguridad de Iraq, la incapacidad o falta de voluntad de la coalición de controlar, para no hablar de eliminar, a nacionalistas contrarios a la ocupación, antiguos baazistas, «combatientes enemigos» (legales o ilegales), o de imponer la dispersión de las milicias y escuadrones de la muerte chiíes, es percibida ahora como un catastrófico error estratégico que prolongó el malestar civil y atrapó a las fuerzas y gobiernos de la coalición en un cenagal muy público y muy divisivo.
La incapacidad de EE.UU. de lograr algún progreso de importancia contra las insurgencias en Afganistán y especialmente en Iraq, parece haber vuelto a despertar a los saudíes ante el potencial para un desastre que siempre existe cuando chocan el petróleo y el poder. Aunque prefieren trabajar e influenciar los eventos lejos del escrutinio de la prensa mundial, se han visto obligados a asumir una imagen más pública en los últimos años. Probablemente el ejemplo reciente más significativo de «actuación en público» ocurrió en la cumbre de la Liga Árabe del 29 y 30 de marzo de 2007 en Riyadh. Entre los comentarios de apertura, el más penetrante fue el del anfitrión de la cumbre, el rey Abdula de Arabia Saudí. El rey no se anduvo con miramientos, en un momento llegó al extremo de criticar la presencia en Iraq del gobierno de Bush como una «ocupación extranjera ilegal.»
Los informes de los medios mostraron a un Washington sorprendido por la caracterización del rey, y portavoces del gobierno señalaron que la fuerza multinacional en Iraq tiene un mandato de la ONU y que está en Iraq «a pedido» del gobierno iraquí. Aunque es verdad desde el punto de vista técnico, esas circunstancias tuvieron lugar «después de los hechos» de la invasión y ocupación originales de Iraq, que fueron realizadas sin autorización de la ONU y por motivos que muchos países creen que el gobierno de Bush sabía o debería haber sabido que eran falsos – como lo demostraron los eventos posteriores a la invasión.
Que el gobierno de Bush haya expresado sorpresa constituye en sí una sorpresa, ya que la Casa Blanca ha estado alentando a los saudíes para que se hagan más transparentes en su diplomacia. Al parecer Bush y sus consejeros pensaron que el rey insistiría diligentemente en el punto de vista de Washington, olvidando la advertencia de Lord Palmerston de que las naciones no tienen aliados permanentes, sólo intereses permanentes.
De hecho, las observaciones del rey no fueron más que uno de numerosos casos de señales admonitorias de las que la Casa Blanca no tomó debida nota. En Riyadh también están descontentos con el trato – o mejor dicho maltrato – de nacionales saudíes que fueron capturados en los campos de batalla en Afganistán e Iraq e interrogados por agentes de la CIA que emplearon técnicas «mejoradas.» Para contrarrestar el comprensible resentimiento si no odio creado por el maltrato (que los prisioneros podrían asumir que fue aprobado por Riyadh), se dice que los saudíes han destinado miles de millones de dólares (un cálculo es de 65.000 millones) para realizar evaluaciones psicológicas de detenidos retornados, asegurando una capacitación laboral o educación gratuitas, y un puesto de trabajo al final del período de rehabilitación. Se calcula que unos 2.000 saudíes han participado en el programa.
Otros desacuerdos concretos también han llegado al conocimiento público. Washington ha evitado contactos con el presidente de Irán, Mahmud Ahmadinejad mientras que el rey Abdula invitó al iraní a visitar Arabia Saudí. El rey también se ha mostrado dispuesto a discusiones con otra organización «terrorista:» Hezbolá, sobre el futuro papel de la organización en la política libanesa y en las relaciones del Líbano con Israel. Cuando EE.UU. se negó a liberar a los «Cinco de Irbil» (diplomáticos iraníes «arrestados» por los militares mientras buscaban a importantes baazistas), los saudíes se mostraron activos en la persuasión de Teherán para que no boicoteara la conferencias de ministros de exteriores de principios de mayo sobre la seguridad en Iraq convocada por Egipto en Sharm el-Sheik. Se informa que en Riyadh están indignados porque Washington sigue reteniendo a los cinco iraníes a pesar de protestas formales de funcionarios de los gobiernos de Iraq y de Arabia Saudí que temen que Teherán pueda utilizar la continuación de la detención de su gente como excusa para boicotear futuras reuniones con EE.UU.
La conferencia de mayo decidió una cierta medida de ayuda económica para Bagdad, aunque menos de lo que EE.UU. había esperando que se materializaría al ir a la reunión. En particular, EE.UU. había estado trabajando para conseguir que acreedores de Iraq perdonaran toda la deuda externa del país de 56.000 millones de dólares a cambio de lo cual el gobierno iraquí aceptaría cumplir con «puntos de referencia» descritos en un «Compacto Internacional sobre Iraq» quinquenal. Finalmente, se perdonaron sólo 32.000 millones de dólares, con Kuwait (15.000 millones) y Arabia Saudí (3.600 millones) teniendo en su posesión un 76% de los restantes 24.000 millones de dólares. Los kuwaitíes todavía recuerdan los siete meses de ocupación por las fuerzas iraquíes en 1990-1991, y ni Kuwait ni Arabia Saudí, ambos países con una mayoría suní, confían plenamente en el primer ministro chií al-Maliki.
Estos eventos fueron eclipsados por la tan esperada reunión entre el ministro de relaciones exteriores sirio Walid al-Muallim y la Secretaria de Estado de EE.UU., Condoleezza Rice – la primera en dos años a ese nivel – y una reunión de «expertos» de EE.UU. e Irán. En Riyadh deben haber estado satisfechos pero preocupados por las reuniones complementarias en Sharm el-Sheik y el subsiguiente anuncio de que los embajadores basados en Bagdad de Teherán y Washington se reunirían a fines de mayo para discutir medidas de seguridad para Iraq.
PALESTINA-ISRAEL
Aunque la permanente violencia en Iraq fue uno de los tópicos más importantes en la Liga Árabe de marzo y en las cumbres de mayo en Sharm el-Sheik, los saudíes consideran la resolución de la disputa palestino-israelí como crucial para la paz en la región – una paz que en Riyadh parecen pensar crecientemente que Washington no puede garantizar. Aunque los saudíes no quieren «volar solos» al respecto, decidieron resucitar una fórmula de hace cinco años para solucionar los problemas pendientes y presionaron a la Liga Árabe en su cumbre de marzo para que reafirmara el respaldo unido de la organización para la propuesta. El plan ofreció a Israel un reconocimiento incondicional por todos los 22 miembros de la Liga Árabe a cambio del retorno de Israel a sus fronteras previas a la guerra de 1967, aceptando el nombramiento de Jerusalén Este como la capital del Estado palestino, y reconociendo el «derecho al retorno» de los palestinos a casas dentro del propio Israel. Tel Aviv ha tomado nota de la renovada oferta, pero quiere que la Liga la modifique, en particular respecto al derecho al retorno y a la devolución total del territorio capturado. La Liga respondió con un llamado para que Israel acepte el plan y luego negocie los cambios que desea.
Riyadh también tomó cartas en el asunto para mediar en las desavenencias intra-palestinas que EE.UU. no quiere o no puede desalentar. A principios de este año, con combates faccionarios en aumento en la Franja de Gaza entre partidarios del presidente palestino Mahmud Abbas y el primer ministro de Hamas Isma’il Haniyeh, los saudíes no sólo negociaron un cese al fuego general (aunque frágil), también lograron empujar a las dos facciones hacia un difícil «gobierno de unidad.»
En Riyadh ciertamente no esperaban recibir elogios de Tel Aviv y Washington por terminar la violencia y restablecer los fundamentos para un gobierno en funciones en el territorio palestino. Pero tampoco estaban preparados para la dura reacción de las dos democracias por haber salvado la presidencia elegida y el parlamento elegido. Washington (y Tel Aviv) endurecieron las sanciones punitivas contra los palestinos en Gaza en un esfuerzo por imponer la renuncia o la destitución del gobierno dominado por Hamas, porque Hamas se niega a reconocer explícitamente el derecho a existir de Israel y a renunciar a la violencia. Al imponer más sanciones contra los palestinos, EE.UU. desairó el llamado del rey saudí Abdula para que EE.UU. e Israel reduzcan, si no las eliminan, todas las sanciones contra los palestinos que residen en los Territorios Ocupados y Gaza.
Evidentemente, las facciones en Fatah y Hamas – así como en Israel y EE.UU. – se concentraban en librarse del acuerdo de Meca. Después de tres meses, el gobierno de unidad cayó en medio de una tormenta de tiros que mató a cientos en Gaza. El presidente Abbas declaró la disolución del parlamento y del gabinete palestinos y, desde Cisjordania, nombró un gabinete dominado por Fatah. El gobierno de Bush reconoció rápidamente al nuevo gabinete como el único gobierno legítimo de Cisjordania y Gaza. Israel, por su parte, entregó parte de los ingresos tributarios que había confiscado al gabinete de «Fatah» para pagar salarios a trabajadores gubernamentales en Cisjordania con la condición de que ninguna parte del dinero iría a Gaza.
Aunque los saudíes se molestaron por el refuerzo de las sanciones y otras acciones punitivas de EE.UU. contra el gobierno de unidad, continuaron trabajando en silencio hasta que ya no se pudo negar el colapso del acuerdo. En una reunión de emergencia de la Liga Árabe el 15 de junio, los saudíes mostraron su apoyo para Abbas y el nuevo gobierno seleccionado por él. Su razonamiento, como lo explicó el ministro de exteriores saudí príncipe Saud Al-Faisal en una entrevista de CNN International el 19 de junio, es que Mahmud Abbas tiene el poder bajo la Carta Palestina para disolver el parlamento y fijar la fecha para nuevas elecciones. Pero no tiene poder para seleccionar el gabinete.
(Como los saudíes tienden a evitar disputas en público, la evaluación de la verdadera profundidad de su compromiso con una política o su reacción ante las políticas de otros países puede verse sólo de modo periférico. Pero la profundidad del desagrado saudí pudo ser leída entre líneas en las tan importantes tradiciones árabes que rigen la hospitalidad otorgada a, y recibida de, visitantes y no en la política internacional. Según se informa, el esfuerzo flagrante del gobierno de Bush por subvertir una victoria electoral de Hamas fue un factor importante en la negativa del rey Abdula de asistir a una cena de Estado formal en su honor en la Casa Blanca planificada para mediados de abril. Portavoces del gobierno desmintieron que se hubiera planificado tal evento – lo que probablemente es técnicamente cierto ya que al parecer el rey fue suficientemente considerado para rechazar la oferta antes de que la fecha fuera incluida en el calendario de eventos del presidente.)
Otro antiguo motivo de queja es el veto de facto de Israel a la venta de armas militares de alta tecnología de EE.UU. al reino. En particular, los israelíes han logrado impedir la venta de misiles de largo alcance aire-aire para el avión caza F-15 de EE.UU. vendido al reino así como de envolturas para combustible y radar cuya capacidad colocaría a los aviones saudíes casi a la par con equipos vendidos por EE.UU. a Israel. Por sí solo, un semejante «trato de segunda clase» podría ser pasado por alto, pero si se consideran otros desacuerdos entre saudíes e israelíes (por ejemplo el financiamiento para apoyar a cualquiera sea la autoridad gobernante que llegue al poder en Gaza y en Cisjordania), Riyadh tiene pocos incentivos para reconocer formalmente a Israel o incluso volverse hacia Tel Aviv a pesar de su objetivo mutuo de limitar la expansión de la esfera de influencia de Teherán.
De hecho, a pesar del compromiso de Abdula de que Arabia Saudí intervendrá en Iraq si EE.UU. se retira precipitadamente y la población suní se encuentra bajo un ataque continuo de los chiíes iraquíes, podría llegar a un entendimiento – un «gran convenio trans-sectario» – con sus vecinos. Esencialmente, los saudíes aceptarían el gobierno chií en Iraq con garantías de seguridad política y económica para los suníes que decidan permanecer en Iraq. A cambio, Irán e Iraq no financiarían, suministrarían, o tratarían de otra manera de debilitar al presidente Bashar al-Assad de Siria y a su secta minoritaria alawita gobernante (el 84% de la población de Siria es suní) o interferir en el Líbano – lo que significaría el fin del apoyo de Teherán para Hezbolá.
A un nivel práctico, si los saudíes cerraran el trato y si funcionara – dos grandes «si,» seguro, el paisaje político en Oriente Próximo sería alterado.
– Es imaginable, que un plan de paz Israel-Palestina podría ser negociado dentro de la región y sin «ayuda» de EE.UU. – aunque esto parece improbable a corto plazo considerando la ruptura del gobierno de unidad y la virtual guerra civil entre Fatah y Hamas.
– El «mandato» de la ONU para la ocupación de Iraq sería innecesario y no sería renovado – ni se permitiría que las tropas de EE.UU. poseyeran, arrendaran, recibieran en calidad de préstamo u ocuparan de alguna manera bases militares en Iraq.
– Se permitiría que Teherán produzca energía nuclear bajo supervisión de la IAEA e incluso se le permitiría que enriquezca uranio para producción de energía.
– Teherán contribuiría al «Centro Árabe Pacífico para el Uso de Energía Nuclear» propuesto por Jordania para ayudar a modernizar a los países árabes.
RETIRADA RELIGIOSA O RENOVACIÓN RELIGIOSA
Pero estamos hablando de Oriente Próximo, y en esta región hay tres tradiciones de fes religiosas cuyo poder emotivo de movilizar a adherentes para que actúen o no lo hagan puede complicar si no anular la lógica de la realpolitik. Pero estos dos procesos no se tienen que oponer necesariamente entre ellos. Un indicio de cómo pueden reforzarse mutuamente – y llegar a formar parte del paisaje de Oriente Próximo -puede ser encontrado en la crítica formulada por el rey Abdula al fracaso colectivo de los líderes de la Liga Árabe en la unión de la «nación árabe» y su negativa «a caminar por la ruta de la unidad,» abriendo así el camino para la intervención de países externos en los asuntos de la región.
Esa frase – la «ruta de la unidad» – es, sugiero, la visión saudí del futuro del Golfo, el Oriente Próximo más amplio, e incluso todo el mundo islámico – y, si es así, define la naturaleza y la dimensión de las interacciones del Islam con Occidente.
La visión saudí incluiría un Islam «reunificado» en el sentido de que las divisiones sectarias serían sumergidas a favor del desarrollo de un camino «singular» espiritual/material que derive sus valores y éticas del Qu’ran y sus instituciones, leyes, sistema civil, y las funciones administrativas del «Estado» de una serie de «experimentos» en el arte del gobierno que asegure mejor el bienestar de la gente.
El papel de EE.UU. en un cometido semejante se limitaría al lado práctico de la edificación de instituciones que emerjan de los coloquios islámicos internos. El nombramiento por Bush de un enviado especial a la Organización de la Conferencia Islámica de 57 miembros, es una acción apropiada en este contexto. Igualmente lo sería un nuevo y más ecuánime ímpetu para devolver el diálogo y la acción entre Israel y Palestina a la solución de dos Estados y para iniciar el proceso de la retirada de las fuerzas militares de EE.UU. y otras extranjeras de Iraq y de Afganistán.
En los tres conflictos, EE.UU. puede ayudar a buscar formas de solucionar los desacuerdos restantes, pero las soluciones finales deben provenir de la gente involucrada. No pueden ser impuestas por poderes no-islámicos exteriores. Los que tratan de hacerlo, las más de las veces, sólo logran unificar a las facciones islámicas beligerantes contra el intruso.
Y eso nos hace volver a la observación del rey Faisal en 1922, sobre la democracia en Oriente Próximo y la obsesión del presidente Bush con la propagación de la democracia por el mundo.
Las sociedades tradicionales son por definición aquellas que han existido hace siglos. Sus historias orales y escritas reflejan los triunfos y las tragedias de la guerra y de otros acontecimientos trascendentales que forjan sus leyes, su religión, y su psicología personal y colectiva. Las formas de gobierno – es decir la selección/elección de los que reciben el poder para gobernar – son menos importantes que la evolución de las organizaciones de la sociedad que garantizan una participación significativa en los procesos de gobierno porque toda la humanidad es «igual en la creación.»
La historia y la experiencia estadounidenses son de lejos demasiado breves y subdesarrolladas para cualificar como «tradicionales.» A pesar de ello, el concepto islámico de ser «igual en la creación» es fácilmente reconocible en los «derechos inalienables» que los fundadores de EE.UU. aseveraron que son conferidos a cada persona. Sin embargo, aunque los saudíes llaman al camino de la unidad, el gobierno de Bush parece proponerse la limitación del sentido de la «igualdad en la creación» que ha sido una característica del sistema de gobierno estadounidense desde sus inicios.
No se trata de una visión nueva. Se trata de tener la sabiduría necesaria para reconocer que la aplicación de este principio puede y, por cierto, debería adoptar diferentes formas a través de diferentes culturas y tradiciones mientras la humanidad se desarrolla con el pasar del tiempo. Porque como observara un día Henry David Thoreau: ·
«Un hombre es sabio sólo con la sabiduría de su época, e ignorante con su ignorancia.»
——
Col. Dan Smith es analista de asuntos militares de Foreign Policy In Focus, coronel en retiro del ejército de EE.UU. y miembro sénior sobre asuntos militares en el Friends Committee on National Legislation. Para contactos escriba a: [email protected].
FUENTES
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http://www.counterpunch.org/smith07182007.html