En la calle de los Bataneros, en la Medina de Túnez, encontré hace poco, entre los pecios de otra época y otra cultura, la edición francesa de una vieja revista soviética de 1966: «Estudios internacionales a la luz del marxismo». Se trataba de un monográfico dedicado a «la producción y el consumo en la URRS», […]
En la calle de los Bataneros, en la Medina de Túnez, encontré hace poco, entre los pecios de otra época y otra cultura, la edición francesa de una vieja revista soviética de 1966: «Estudios internacionales a la luz del marxismo». Se trataba de un monográfico dedicado a «la producción y el consumo en la URRS», muy revelador del marco mental compartido en el que socialismo y capitalismo trataron de afirmar su superioridad durante la Guerra Fría.
Todos los textos de este número 56 de «Recherches» se inscriben en el mismo inquietante presupuesto ideológico: el de que el socialismo consiste básicamente en la liberación de las fuerzas productivas, «trabadas» por las relaciones de producción capitalistas, y que su verdad objetiva se manifiesta, por tanto, en su superior capacidad para la producción y el consumo. La URRS -se insiste- no sólo puede producir más y mejor sino hacerlo de manera que responda a más velocidad y con más satisfacción a las crecientes demandas de los consumidores. Como observa uno de los colaboradores, Serafim Pervouchine, el descontento de los jóvenes soviéticos en los años 60 puede ser moralmente reprobable para los viejos que conocieron las penurias del período pre-revolucionario y de la guerra civil, pero es comprensible y legítimo desde un punto de vista socialista: «las nuevas generaciones consideran las condiciones de vida que ha heredado no como el summum del bienestar humano sino como un punto de partida hacia nuevos horizontes». A diferencia de lo que ocurre bajo el capitalismo, sigue el autor, «el mercado socialista es ilimitado» y en él los ciudadanos soviéticos descubren y satisfacen todos los días «nuevas necesidades insospechadas», fuente de nuevos desarrollos productivos que desprenden a su vez nuevos deseos individuales y colectivos. El «mercado», en todo caso, aparece como un dispositivo de medición insoslayable: sin él no podríamos medir la relación en términos de valor entre las mercancías ni el valor de las mercancías en su relación con el trabajo humano. Pero sin él, además, no podríamos ni evaluar ni enriquecer las necesidades de los consumidores ni acelerar, por tanto, el crecimiento económico que habrá de derribar definitivamente el capitalismo.
Hoy conocemos los límites ecológicos de esta lógica ilimitada, pero la pregunta que a uno le asalta leyendo estas páginas tiene que ver con la diferencia esencial entre capitalismo y socialismo. ¿Hay alguna? La planificación. Lo que pretendían los economistas de la URSS es que sólo la planificación podía «racionalizar» el mercado, evitando redundancias, despilfarros y desviación inútil de energías; que sólo la planificación podía privilegiar unos sectores sobre otros, garantizando la satisfacción de las nuevas necesidades materiales a medida que iban apareciendo. Por desgracia, en los años 60 -como demuestra la perplejidad de los textos incluidos en el volumen- no se podía ya ignorar el hecho de que el mercado capitalista, con la relación salarial como regla automática de puniciones y recompensas, era mucho más eficaz que la planificación socialista a la hora de destruir riqueza y corromper sensibilidades. Los soviéticos, en efecto, observaba Pervouchine, no tienen alicientes para el trabajo y por lo tanto hay que imponérselos desde fuera: premios y castigos administrativos, santificación comunista del esfuerzo, apelaciones a la conciencia e imposición de «cadencias de trabajo» en las fábricas; es decir, de horarios y ritmos «capitalistas». La belleza utópica del disfrute material ilimitado y el descubrimiento de nuevas necesidades conducía sobre el terreno al áspero realismo de la coerción, la frustración, la vigilancia y la propaganda.
Lo que fallaba quizás no era el principio de «planificación» sino la tentativa de aplicarlo a un campo que no era el suyo. La superioridad del capitalismo en destrabar los impulsos no debe despertar admiración sino temor y resistencia; y el fracaso del comunismo soviético en esa rivalidad suicida debería servir para recuestionar la relación entre producción, límites y necesidades. Porque tiene razón Pervouchine: cada sucesivo peldaño del desarrollo material es el umbral de un nuevo horizonte de necesidades materiales y «espirituales» que exigen ser satisfechas y que, aún más, se convierten por eso mismo en «derechos». Pensemos en la electricidad, por ejemplo, sin la cual sería imposible alimentar a los seres humanos y curar sus enfermedades; o en la imprenta, a través de la cual se conquistan los más elementales derechos políticos. El problema se manifiesta en toda su acuidad cuando descubrimos de pronto que la contradicción verdaderamente destructiva para la humanidad no es la que enfrenta fuerzas productivas y relaciones de producción sino necesidades individuales y necesidades colectivas.
¿Cómo distinguir, por ejemplo, un ipad de un riñón? No me refiero ahora al carácter «orgánico» de la tecnología, sobre el que he llamado la atención tantas veces, sino a las dificultades mucho más banales y, al mismo tiempo, mucho más insondables que plantea este titular reciente de un periódico español: «Un adolescente chino vende un riñón por 2.000 € para comprar un iPad y un iPhone, una prueba más del ‘boom’ del mercado de órganos». Es extraño, desde luego, que el periodista deduzca del gesto del joven chino el «boom del mercado de órganos» cuando lo que ese gesto ilumina más bien es el boom del mercado de ipads. Que haya un mercado de riñones no tiene nada de raro en términos de «mercado» clásico: mi cuerpo es mío, ha producido dos riñones y por lo tanto me sobra uno con el que puedo hacer lo que me dé la gana sin poner en peligro mi vida ni la de los demás. Podría también regalarlo o destinarlo a restablecer la salud de un pariente enfermo. ¿Por qué escandalizarse? El mercado exige la planificación individual; es el «cuento de la lechera»: voy a la plaza y vendo la leche y me compro un puerco y tienen puerquitos y me compro un vestido y me caso con un príncipe, etc. Está bien, es bonito. El problema es que el mercado capitalista, que se basa en esa «planificación individual» muy primitiva y transparente, pone en relación decisiones privadas con «objetos colectivos». Mi riñón es mío, pero, ¿de quién es el ipad? Un ipad es un depósito de trabajo social y ciencia universal cuya producción, además, genera efectos colaterales que afectan al destino colectivo de la humanidad. ¿No es una cosa mucho más seria que un riñón?
El escándalo estriba, pues, en que el mercado capitalista trata como «equivalentes» un riñón y un ipad y obliga además a elegir, como entre la muerte y la vida, entre los dos. Se rige por el «cuento de la lechera», que es el de la planificación individual, respetable y ancestral, mientras moviliza recursos colectivos en los que ningún «cuento de la lechera» puede penetrar, salvo para lubricar la destrucción. La solución no puede ser la de reprimir el cuento de la lechera sino la de dar la oportunidad al lechero de intervenir además en la planificación colectiva, a la luz de la cual su cuento se revela precisamente un «cuento»; es decir, como en el caso de la lecherita legendaria del cántaro roto, una fantasía peligrosa. Eso se llama democracia social: la posibilidad de decidir colectivamente, fuera del mercado, si mis necesidades individuales son compatibles o no con las necesidades colectivas y con las necesidades individuales de la próxima generación.
Y luego, además, si realmente -como señala bien Pervouchine- las necesidades son sociales y no sólo naturales, ¿no se puede planificar socialmente la necesidad de la naturaleza? ¿No se puede planificar -digamos- el fanatismo por las flores? Son una necesidad material, objetiva, colectiva, pero son más que eso: yo mismo, que odiaba de adolescente todos los árboles y todos los jazmines, hoy me encuentro, a principios de marzo, aguardando con ansiedad el estallido de las buganvillas, las lantanas, las violetas, las jacarandás. Las necesito y daría mi riñón derecho a cambio de asegurar la llegada para todos de una nueva primavera. Lo que los antropólogos llaman «sacrificios» cuando hablan de las religiones antiguas es en realidad una forma confusa de «negociación colectiva». Una gran negociación colectiva -socialismo y democracia- es lo único que podrá convencer al lechero de que el cuento más hermoso ese ése en el que él seguirá vivo -y sus hijos y las flores- después de vender la leche.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.