La IV° Cumbre de las Américas, celebrada en Mar del Plata, marcó un fracaso para la política de George Bush y de sus aliados incondicionales en América Latina, con los gobiernos de Vicente Fox y Ricardo Lagos a la cabeza, al no conseguir «reinstalar» un clima favorable a la implementación del Area de Libre Comercio […]
La IV° Cumbre de las Américas, celebrada en Mar del Plata, marcó un fracaso para la política de George Bush y de sus aliados incondicionales en América Latina, con los gobiernos de Vicente Fox y Ricardo Lagos a la cabeza, al no conseguir «reinstalar» un clima favorable a la implementación del Area de Libre Comercio de las Américas. Es preciso señalar también la obtención de un rédito político considerable para el presidente Kirchner, por su discurso crítico en la inauguración de la Cumbre y sus declaraciones posteriores, y la habilidad con que se instrumentó que sectores afines al gobierno participaran en el exitoso montaje de la «Cumbre de los Pueblos», permitiendo así que el gobierno argentino quedara parado en ambos escenarios, prestando incluso un ambiguo aval a la posición del presidente venezolano Chávez en su alocución de la «Cumbre de los Pueblos», que al declarar muerto al Alca radicaliza fuertemente la posición oficial del tándem Argentina-Brasil, la que se limita en el fondo a subordinar una futura actitud favorable al área de libre comercio a concesiones en materia de subsidios y proteccionismo agrícola en las próximas reuniones de la Organización Mundial de Comercio.
El hecho es que los gobiernos de los dos «grandes» del Mercosur, que fueron obedientes a la hora de participar en la ocupación de Haití, o a la de jugar de amables componedores en las sucesivas crisis bolivianas para que éstas no quebrantaran la sacrosanta «gobernabilidad», se distancian de la implementación del Alca, en buena parte en consonancia con intereses concretos de las empresas exportadoras que operan en los respectivos países. Y hasta pasan facturas por los resultados de las reformas neoliberales, el fracaso de la «teoría del derrame» y la «inflexibilidad» del Fondo Monetario Internacional, como en el discurso del presidente argentino en la inauguración de la Cumbre. Y esas actitudes no complacen para nada a los organismos financieros internacionales ni al gobierno de Washington.
No debería esto confundirse con la asunción de una defensa coherente de la «soberanía nacional» por parte de esos gobiernos, sino referirlo a una construcción político-económica que, particularmente en el caso argentino, busca articular un discurso de reivindicación de las demandas populares en contra del destrozo ocasionado por las políticas neoliberales y la defensa de un rol más activo y «protectivo» de parte del estado; con la búsqueda de oportunidades de negocios en el exterior y la preservación del espacio económico interior para los respectivos nucleamientos de grandes empresarios, legitimada bajo el fantasioso discurso de la reconstrucción de una «burguesía nacional» La lógica política y la económica se superponen, no sin contradicciones, para un gobierno que intenta ser, al mismo tiempo; heredero de las iras de diciembre de 2001 y administrador de la estructura social y de poder cuya escandalosa desigualdad e injusticia desató la rebelión popular. Y esas contradicciones se expresaron en los esfuerzos del gobierno por controlar no sólo la Cumbre oficial sino la «cumbre de los pueblos», al mismo tiempo que intentaba acallar las manifestaciones más radicales y consecuentes del repudio a Bush y al Alca, llegando incluso a la represión policial y a la promesa posterior de «pagar los daños».
El presidente Kirchner sigue utilizando de modo acompasado la cal y la arena, como cuando repite que son «intereses» y no «ideología» los que los llevan a intensificar los acuerdos económicos con Venezuela, con la compra de bonos pos default como un ingrediente privilegiado. Tiene conciencia de que su último viaje a Caracas no puede sino incomodar una vez más al gobierno Bush; pero se mantiene cuidadoso de aparecer a distancia de las «exageraciones» de su colega venezolano, tanto como del militantismo «pro Alca» de sus pares mexicano y chileno, sin excluir ciertos matices respecto del abierto «continuismo» de las políticas económicas de Lula o Tabaré.
Desde una perspectiva de izquierda no puede sino valorarse auspiciosamente el que los elementos de crisis del capitalismo mundial, el desprestigio de las orientaciones identificadas con el «neoliberalismo», los patentes fracasos de la política exterior norteamericana y el consecuente atractivo popular de las posiciones que exhiban algún grado de «altermundismo», abran espacios para exhibiciones de autonomía y de imposición de mínimos límites a las políticas del Imperio por parte de varios gobiernos sudamericanos.
De allí a identificar a Kirchner y aun a Lula con perspectivas antiimperialistas e imaginarlos como integrantes de un «bloque» con la Venezuela de Chávez y hasta con Cuba, existe una larga distancia que no debería ser acortada ligeramente. Nada autoriza a sacrificar independencia política ni capacidad de reflexión crítica con el pretexto del carácter progresivo de ciertos gestos de gobiernos por otra parte firme y explícitamente plantados en la reproducción de lo fundamental de las relaciones económicas, culturales y de poder existentes. El combate contra el arbitrio del gran capital mundial sigue pasando fundamentalmente por la capacidad de movilización y organización popular para denunciarlo y contrarrestarlo, por la aptitud para generar una visión del mundo alejada del reinado de las relaciones mercantiles y la competencia individualista. La construcción de una praxis realmente progresiva en el escenario latinoamericano (y en el mundial) exige, como requisito inexcusable, centrarse en el movimiento real de los pueblos más que en las «movidas» de los gobiernos. La instauración de elementos de un poder popular nuevo, capaz de remover desde sus bases la lógica de las empobrecidas «democracias realmente existentes» de nuestro continente es el camino para una transformación social radical. El otro es recostarse en el posibilismo de variadas «centroizquierdas», cuyas pretensiones se circunscriben a la quimera de hacer «más» igualitarias y «menos» injustas, a sociedades en las que la desigualdad y la injusticia forma parte de su esencia.