Desde la liberación del campo de Auschwitz por el Ejército Rojo, la forma de recordarlo ha cambiado varias veces, según la evolución de nuestras sociedades. Hace sesenta años, el Ejército Rojo entraba en el campo de Auschwitz, en Polonia, liberando a algunos centenares de prisioneros que permanecían en él. Frente al avance soviético, los nazis […]
Desde la liberación del campo de Auschwitz por el Ejército Rojo, la forma de recordarlo ha cambiado varias veces, según la evolución de nuestras sociedades.
Hace sesenta años, el Ejército Rojo entraba en el campo de Auschwitz, en Polonia, liberando a algunos centenares de prisioneros que permanecían en él. Frente al avance soviético, los nazis habían evacuado el campo sometiendo a los detenidos a marchas forzosas hacia el Oeste, que fueron la última etapa de su política de exterminio. El verdadero descubrimiento, por la opinión internacional, del sistema concentracionario nazi tendrá lugar algunos meses más tarde, al fin de la guerra. La emoción, la piedad y la indignación fueron grandes, pero efímeras. Tras la guerra, Auschwitz estaba lejos de dominar los debates intelectuales y políticos.
No era sino uno de los innumerables horrores que habían acompañado la más asesina de las guerras de toda la historia de la humanidad. La necesidad de reencontrar una vida normal, de reconstruir países completamente arruinados, de disfrutar de la felicidad de la paz era demasiado fuerte para pararse a pensar sobre los campos de exterminio y reflexionar sobre su lugar en la historia.
Este sentimiento se mezclaba con la euforia de la Liberación, vivida como un nuevo triunfo de las Luces, y en la persistencia de un prejuicio antiguo, que había acostumbrado a las sociedades europeas a la exclusión y la persecución de los judíos. Relegada por la incomprensión y la indiferencia, Auschwitz no podía sino ocupar un lugar marginal en la cultura de la posguerra, incluso en la cultura política de las fuerzas que habían combatido el nazismo con la mayor tenacidad y coraje.
La Resistencia se había mostrado incapaz de comprender la naturaleza del antisemitismo nazi y no había sabido combatirlo. Esto vale para todas las fuerzas de la Resistencia, desde los movimientos cristianos a los partidos comunistas, hasta los trotskystas, que perdieron en los campos nazis un gran número de sus militantes. Eclipsado por el relato de los deportados políticos que habían conquistado su aura heroica de combatientes, el testimonio de los supervivientes de la Shoah apenas se escuchaba.
Culminación del racionalismo occidental
La Liberación parecía reconciliar la historia con la idea de progreso, reduciendo el nazismo a una forma de barbarie opuesta a la civilización moderna. Pocos eran, en aquel momento, los que captaban, en los campos de exterminio nazis, la expresión de una barbarie moderna, engendrada por la civilización occidental misma. A contracorriente de esta visión, los filósofos marxistas Horkheimer y Adorno interpretaban el nazismo como la conclusión extrema del racionalismo occidental, una dialéctica negativa que había transformado la razón de instrumento emancipador en instrumento de dominación, y el progreso técnico e industrial en regresión humana y social. Adorno definirá la Shoah como la expresión de «una barbarie que se inscribe en el principio mismo de la civilización».
En Eros y Civilización (1954), Marcuse escribirá, por su parte, que «los campos de concentración, los exterminios en masa, las guerras mundiales y las bombas atómicas no son una «recaída en la barbarie», sino los resultados desenfrenados de las conquistas modernas de la técnica y de la dominación». Contra la tendencia reconfortante que consiste en ver el nazismo como una legitimación en negativo del Occidente liberal, considerado como el mejor de los mundos, los filósofos de la escuela de Francfort lanzaron una severa advertencia. El totalitarismo nació en el seno de la civilización misma, es su hijo. Esta civilización sigue siendo la nuestra y seguimos viviendo en un mundo en el que Auschwitz sigue siendo posible, incluso si es bajo otras formas o con otros objetivos. A sesenta años de distancia, el paisaje de la memoria es muy diferente. El Holocausto está hoy en el centro de la memoria colectiva. El siglo XX se ha convertido, a posteriori, en el siglo de Auschwitz.
Ayer olvidado o semiignorado como un no-acontecimiento, el genocidio de los judíos ha dejado sitio a una memoria presente en el espacio público de forma casi obsesiva, hasta convertirse en un objeto de testimonios, de investigaciones y de museos. Inevitablemente, su memoria ha sido reificada por la industria cultural, transformándose así en mercancía, en bien de consumo. Para una buena parte de los habitantes del planeta, la imagen de los campos nazis es la de las películas realizadas en Hollywood.
Según el historiador Peter Novick, el recuerdo de Auschwitz se ha convertido en una «religión civil» del mundo occidental, con sus dogmas (el «deber de la memoria») y sus rituales (las conmemoraciones, los museos). En otro tiempo ignorados y no escuchados, los supervivientes judíos de la Shoah están hoy erigidos en «santos seculares»; los resistentes deportados, por su parte, han sido juzgados culpables de luchar por una causa más que sospechosa, una causa totalitaria, como ha intentado probar Francois Furet en El Pasado una Ilusión, donde ponía al antifascismo en el banco de los acusados, reduciéndole a un producto derivado del comunismo.
Una memoria mal utilizada.
En definitiva, hoy el riesgo no es olvidar Auschwitz, sino más bien hacer, al cabo de varios decenios de rechazo, un mal uso de su memoria. Desgraciadamente, los ejemplos son numerosos. El más indecente está sin duda ilustrado por el Estado de Israel que, refiriéndose a Auschwitz para denunciar una nueva amenaza de aniquilación, ha hecho de él un pretexto para legitimar una política de opresión sistemática de los palestinos. Otro ejemplo de uso dudoso viene de los Estados Unidos -Susan Sontag lo había denunciado con fuerza en su última obra. Frente al dolor de los demás -donde la Shoah ha sido «nacionalizada» y transformada en pantalla de una política de la memoria singularmente olvidadiza de los crímenes en los que América no ha jugado el papel de liberador sino más bien el de perseguidor. Washington, recuerda Sontag, abriga un museo del Holocausto, no un museo de la esclavitud, del genocidio de los indios o de la destrucción atómica de Hiroshima y de Nagasaki.
El ejemplo más paradójico es el de Italia, donde el presidente de la República ha instituido una «jornada de la memoria» con el objetivo de recordar a los judíos deportados hacia los campos de la muerte, y luego ha ido a El Alamein para conmemorar a los soldados caídos combatiendo en la guerra fascista. Auschwitz y El Alamein: el fin del olvido de las víctimas ha coincidido con la rehabilitación de sus perseguidores, cuyos herederos están hoy bien instalados en el gobierno. En Alemania, el país en el que el trabajo de duelo ha sido sin duda más profundo, los debates muy vivos sobre la construcción, en Berlín, de un sitio memorial (¿hay que dedicarlo solo a los judíos o a todas las víctimas del nazismo?) indican que esta memoria remite siempre a un «pasado que no quiere pasar».
En Francia, la memoria de Auschwitz fue, durante la guerra de Argelia, un soporte esencial del combate anticolonialista, luego, a lo largo de estos últimos decenios, un motor poderoso de la lucha contra el racismo. Hoy, bajo el impacto devastador del conflicto israelo-palestino, y cuando se identifica cada vez más con instituciones que excluyen, parece haber perdido mucha de su fuerza federadora. El hecho es que la memoria no está nunca fija; vive siempre en el presente, constantemente reelaborada en función de los interrogantes, de las preocupaciones y de los conflictos de nuestras sociedades. Es en el presente donde construimos su futuro.