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Argentina: Hacia una revalorización de la acción colectiva

Degradación democrática, rebelión popular y reconstrucción de hegemonía (Parte II)

Fuentes: Argenpress

II. ¿Qué tipo de democracia? La democracia argentina de los 80-90′ puede ser entendida, y así lo hacen varios autores, como una democracia degradada, con las instituciones avasalladas por el «decisionismo» desplegado desde la conducción estatal, que rebasa normas jurídicas y manifestaciones de voluntad social contrarias a las soluciones elegidas. (18) Mas allá de cambios […]

II. ¿Qué tipo de democracia? La democracia argentina de los 80-90′ puede ser entendida, y así lo hacen varios autores, como una democracia degradada, con las instituciones avasalladas por el «decisionismo» desplegado desde la conducción estatal, que rebasa normas jurídicas y manifestaciones de voluntad social contrarias a las soluciones elegidas. (18) Mas allá de cambios de orientación en las políticas adoptadas, en más de un sentido esa caracterización puede ser mantenida hasta el presente

Sin embargo, nos inclinamos a pensar que operan fenómenos más complejos y profundos: Asistimos a la transformación del contenido de un régimen político sobre una armadura jurídico-constitucional que permanece intocada en lo sustancial. La representación política (aun con todas las limitaciones de la democracia parlamentaria) y el sentido amplio de ciudadanía, tienden a debilitarse seriamente, a favor del imperio indiscutido de una elite política sin otro compromiso firme que el de ‘procesar’ las orientaciones del gran capital. Se espera que la dirigencia ponga toda su dedicación y recursos para contribuir a optimizar las posibilidades de obtención de ganancias por la gran empresa en su ámbito territorial, y para el «posicionamiento» del país en el mercado mundial, adecuando en lo posible el desenvolvimiento ideológico y cultural a esos requerimientos.

Mas allá de las fronteras de las clases dominantes, la preocupación estatal está signada por la ‘gobernabilidad’, es decir más por evitar consecuencias políticas perturbadoras de la falta de equidad y las desigualdades reinantes, qué por solucionar efectivamente esos problemas. Un agravante de singular importancia es que la elite política tampoco cumple a pleno con las funciones que el ‘modelo’ le asigna, por ejemplo, fracasa una y otra vez en generar condiciones de ‘competitividad’ internacional para Argentina. El actual gobierno basa su apuesta en un tipo de cambio que subvalúa la moneda nacional, con salarios bajos en términos internacionales, en lugar de apostar a la mayor inversión, la innovación tecnológica y los salarios altos. En esos términos, el éxito táctico puede devenir, como en ocasiones anteriores, fracaso estratégico. (19)

Las posibles reacciones adversas del capital frente a políticas que considere perjudiciales a sus intereses no son fácilmente susceptibles de contrapesos. En esta nueva etapa del capitalismo mundial puede trasladarse a bajo costo de un país e incluso de una zona del mundo a otra, por lo que los estados nacionales se ven impulsados a adaptar sus políticas a los «requisitos de ingreso y permanencia» que los propios capitales y los organismos financieros internacionales van fijando. (20)

Estos años de continuidad institucional han constituido, en el plano del proceso de concentración del capital y de expropiación de las condiciones de trabajo y de vida de las clases subalternas, una sustancial continuidad. En ese plano, la transición al régimen democrático y su estabilización no les trajo aparejada a estas últimas ninguna ventaja apreciable, sino al contrario la persistencia del deterioro social y la expansión de las carencias a sectores cada vez más amplios. (21)

Con el punto de partida de la fuerte revalorización de la democracia producida a raíz de la última experiencia dictatorial y los daños que ésta acarreó, la opinión favorable a la continuidad del régimen democrático no se ha debilitado decisivamente. La diferencia fundamental con lo que ocurría en las etapas anteriores, es que la quita de consenso al régimen político no adquiere las formas de una demanda de ‘orden’ y de cierre autoritario de la situación crítica, sino en un repudio a la desigualdad y la injusticia que tiende a buscar, aun a tientas, soluciones basadas en la mayor movilización e injerencia popular en la toma de decisiones.

La lista de deficiencias institucionales que pueden señalarse es larga y relevante, incluyendo el funcionamiento de la Justicia, las falencias en la aplicación del orden legal, el papel jugado por la policía y otras fuerzas de seguridad, pero no alcanza para alterar este juicio fundamental.

Sin embargo, cuando se intenta una mirada más abarcativa, es claro que se puede pensar todo el período histórico en términos de una «crisis orgánica» o «crisis global» de nuestra formación social. Esta afloró a la superficie con toda su fuerza entre fines de los 60′ y comienzos de los 70′, hasta que en 1975 dio lugar a una contraofensiva económica, cultural, política y militar de las clases dominantes, que procuró articular una estrategia de erradicación de las «causas profundas» de lo que se consideraba genéricamente como «subversión». Organizaciones obreras poderosas y políticas estatales de corte keynesiano formaban parte de esas «causas» en el diagnóstico de las clases dominantes, y su progresiva destrucción fue un presupuesto necesario de transformaciones posteriores con el mismo sentido de clase.

Se ha ido configurando una democracia sin pretensiones de transformación social, en la que asumen toda su fuerza la visión de las teorías elitistas de matriz schumpeteriana, en las que el cuerpo electoral sólo escoge a quién va a tomar las decisiones, pero sin ninguna otra incidencia efectiva en el sentido y orientación de las mismas. De ese modo, el componente de decisión popular tiende a tornarse ilusorio, aún en la estrecha dimensión que la democracia representativa le asigna. En realidad, la posibilidad de escoger entre opciones previamente configuradas por poderes superiores se ha proyectado desde las elecciones a la cotidianeidad, por vía del desenfrenado auge de la «encuestología», siempre atenta a pulsar la opinión pública sobre elecciones futuras y acerca de la «imagen» de los posibles candidatos, lo que a su vez encuentra una repercusión de primer orden en los medios de comunicación. La expresión de la «opinión» siempre circunscripta por el diseño de las encuestas, ‘reemplaza’ las posibilidades de decisión efectiva. Con el agravante de que ese enfoque viola las premisas originales de la visión de Schumpeter, que priorizaba el desarrollo económico, y circunscribía su campo de aplicación al capitalismo occidental. (22)

En esas circunstancias, el juego democrático suma crecientes niveles de apatía, que no son producto de cierta adhesión pasivamente satisfecha a un sistema en el que no se desea participar, como puede ocurrir en países capitalistas más desarrollados, sino reflejan la autoexclusión respecto de un orden político con el que buena parte de la ciudadanía experimenta una pérdida de identificación. En los hechos hay una caducidad de la ciudadanía social y económica que se proyecta hacia la privación de la ciudadanía política. La manifestación más conspicua de estos fenómenos ha sido la creciente tendencia a la abstención electoral y al voto en blanco que se registró en las elecciones nacionales hasta 2001. Y en tanto que ese apartamiento o ‘autoexclusión’ no conlleva expresiones activas de descontento, tiende a volverse funcional a la perpetuación de los sectores dominantes en el plano político y el económico, que sino la propician abiertamente, no se preocupan seriamente por evitarla.

En realidad, el régimen constitucional se ha revelado, hasta ahora, como el encuadre adecuado para el desmantelamiento de toda la estructura del Estado intervencionista en beneficio casi exclusivo de las grandes empresas, proceso consumado a partir de 1989. Por añadidura, la aplicación consecuente de programas neoliberales se realizó con el aval del voto popular: El presidente Menem fue reelecto en 1995, luego de realizar lo sustancial de las acciones de privatización, desregulación y «flexibilización» laboral.

A ello se puede agregar un profundo realineamiento de la política exterior en dirección a todas y cada una de las posiciones sustentadas por Estados Unidos y sus aliados más cercanos, que sirvió de refuerzo, en el plano político, de la subordinación completa al interés capitalista, y arrasó una cierta tradición de «neutralidad» en los conflictos internacionales, que sin tener la fuerza de la de otros países como México, había mantenido una vigencia de décadas. La decisión, en 2002, de modificar algunas posiciones internacionales de Argentina con orientaciones más autónomas de los dictados norteamericanos, se dio de todos modos con suma timidez. La posterior asunción del presidente Kirchner produjo cierta ampliación del rango de divergencia ‘permitido’ con las orientaciones norteamericanas. Hubo en ese terreno decisiones de gran poder simbólico, como la adopción y mantenimiento de la abstención en las votaciones sobre Cuba, junto a alineamientos claros con la política estadounidense, como la participación de Argentina en una intervención internacional en Haití. Ultimamente hubo otros gestos de autonomía, como el rechazo a la integración en el ALCA y el acercamiento comercial y diplomático a la Venezuela de Chávez, asimismo contrapesados por manifiestas muestras de interés en la inversión de capital estadounidense en el país, que Kirchner mismo encabezó en un reciente viaje a EEUU. (23)

III. El «estado» actual de los partidos políticos. ¿Maduración o decadencia? La Argentina anterior a 1983, era una sociedad caracterizada por la existencia de partidos de masas, dotados de capacidad de movilización, e identificados en términos generales con políticas de Estado de Bienestar, desarrollo del mercado interno, integración social y política de sectores populares y cierto impulso autónomo en la política exterior. Las diferencias más profundas entre los principales partidos, Justicialista y Radical, cursaban más en torno a las clases sociales y organizaciones que les servían de apoyo fundamental (trabajadores y sindicatos para el justicialismo, capas medias para el partido radical), y a distintas valoraciones de la institucionalidad democrática (mucho más central en el radicalismo, más tendiente a adoptar un papel sólo instrumental para el justicialismo), que a propuestas programáticas de fondo. Sólo el impacto de la radicalización política general sobre el peronismo, que se dio muy atenuada en la Unión Cívica Radical, produjo un fuerte giro en las consignas y propuestas de parte de esa última fuerza en los últimos 60′ y primeros 70′, y con ello una mayor diferenciación.

A partir del retorno a la institucionalidad democrática, apuntó a consolidarse un sistema bipartidista con el mismo par de entidades, pero con ambas en proceso de modificación, tanto de su propuesta programática, como del conjunto de sus prácticas políticas y de sus alianzas sociales. Lo que al comienzo despuntó como una pronunciada moderación de las aspiraciones de cambio, se fue tornando algo más profundo: a) La progresiva adopción por esos dos partidos de tradición ‘popular’, de posiciones gradualmente más identificadas con propuestas tradicionalmente sustentadas por la derecha conservadora del país; y b) La propensión a estrechar cada vez más los vínculos con el gran capital local e internacional, aun a riesgo de debilitar y modificar regresivamente su relación con las clases populares.

Los fenómenos de profesionalización de los cuadros, de desradicalización ideológica, desmovilización de las bases y dilución y heterogeneidad creciente de sus apoyos, que suelen asociarse a la transformación de los partidos políticos en organizaciones del tipo «atrapa-todo» (24), se han realizado a pleno en el conjunto de los partidos argentinos con incidencia electoral significativa. Tanto el peronismo como el radicalismo, se aproximan gradualmente a una conformación de meras maquinarias electorales, cuyos votantes no responden a un claro recorte ‘de clase’, y cuyas propuestas programáticas no sólo no tienen diferencias apreciables, sino que se desplazan al unísono en un sentido cada vez más conservador.

En Argentina esta aparente «normalización» del sistema de partidos (25) se produce en condiciones de empobrecimiento y marginación creciente, al tiempo que aumentan las tasas de desempleo, subempleo e informalidad. Se extiende el descreimiento hacia un orden político que no ofrece nada más que una permanente profundización de la redistribución regresiva de los recursos, no sólo materiales, y que procura confinar a amplias masas de su población a una situación signada por la desorganización, y el refugio en un individualismo de la supervivencia.

Con el desmontaje de las políticas sociales con pretensión de universalidad, se abrieron asimismo espacios para un nuevo clientelismo, que adquirieron relevancia en escenarios de «creciente pobreza y desigualdad, desempleo y subempleo y retirada del estado, como los que caracterizan a la Argentina de los años noventa». (26) El clientelismo encontró base en la pretensión de ejercer la contención de sectores sociales excluidos o marginalizados, a través de políticas focalizadas, destinadas a funcionar como ambulancia que recoge a los heridos. (27) Esas acciones de contención canalizan fondos públicos hacia los sectores más empobrecidos, cuya administración se convierte en eslabón fundamental de vínculos de reciprocidad, que construyen una relación de intercambio desigual, en que se trueca el acceso al asistencialismo por el voto (o la asistencia a actos políticos y la colaboración en campañas electorales), mientras que la administración de estos «programas» posibilita ubicar en los escalones más bajos a militantes profesionalizados cuya actividad proselitista es también sustentada mediante los fondos que éstos proveen. Los nuevos rasgos de ese clientelismo y su compatibilidad con formas más modernas de la actividad política, queda evidenciado sobre todo en el Partido Justicialista. Este, nacido a la política a mediados del siglo XX como un movimiento superador de la manipulación «paternalista» de las masas populares, con la plaza pública como escenario fundacional, y una muy temprana utilización de los medios masivos, ha construido desde 1983 en adelante una densa trama clientelar, no ya en las provincias más «atrasadas», sino en los suburbios de la ciudad de Buenos Aires. (28)

La militancia orientada por una ideología (o en su defecto por un conjunto de convicciones políticas «de principio»), dispuesta a empeñar trabajo personal y recursos sin ninguna compensación material directa o en términos de acceso a cargos u otras prebendas, tiende a alejarse de los espacios partidarios tradicionales. La reemplazan relaciones guiadas por el beneficio recíproco, bajo la dirección de gente que hace de la política su medio de vida, muchas veces no por una vocación por la actividad pública sino porque no tiene otra profesión de la qué vivir, (29) o la que tiene le proporcionaría menos beneficios.

No se trata por cierto de que la militancia ideológicamente motivada, «desinteresada» en términos materiales, haya dejado de existir, sino que se ha confinado a movimientos no partidarios y a agrupaciones radicalizadas, en muchos casos teñidas de un rechazo general a la «política». Se percibe a ésta, no sin razón, como reducida a la desenfrenada realización de intereses personales o de grupo; con la cobertura del aparato estatal y las organizaciones partidarias como instancia de legitimación; y el capital más concentrado como sempiterno beneficiario en última instancia.

Ese escepticismo global, sin embargo, dificulta la visualización de un campo común de acción para los sectores explotados y excluidos. (30) Los movimientos no partidarios suelen quedar atrapados por diferentes ‘particularismos’: Su implantación más bien local, la dedicación a una reivindicación o gama de reivindicaciones circunscriptas, la raigal desconfianza hacia cualquier ‘dirigencia’ que exceda al propio movimiento, etc. Están sometidos, además, a fuertes presiones en el sentido de la cooptación por organismos internacionales y otras fuerzas atadas al establishment, que procuran domesticarlos a las pautas de la ‘gobernabilidad’ presentándoles pseudo-alternativas a la política tradicional. Es plenamente aplicable al caso argentino lo que un autor ecuatoriano afirma para Latinoamérica en general: «Desde los círculos de los poderes trasnacionales y nacionales, a lo largo de la década de los noventa, se ha tratado de imponer a los movimientos populares una sola visión de lo político, las teorías de la gobernabilidad, y una agenda impuesta desde organismos como el Banco Mundial, que los vuelve funcionales a la contrarreforma del Estado, articulados a los denominados procesos de descentralización y autogestión, renunciando a tener una perspectiva total y emancipadora del futuro.» (31) Mientras tanto, las fuerzas partidarias identificadas con el sistema no ofrecen campo para las demandas populares, más que en la forma ya vista del ‘clientelismo’. Por su parte, las propuestas partidarias de pretensión alternativa no alcanzan a salir de una posición marginal, atadas a dogmas ideológicos y prácticas envejecidas.

Notas: 18) Véanse, con matices entre sí, los ensayos incluidos en AAVV. Peronismo y Menemismo, El Cielo por Asalto, 1994. 19) Hoy la política económica oficial sustenta un tipo de cambio artificialmente alto (en torno a 3 pesos por un dólar), como modo de desalentar las importaciones y estimular las exportaciones, además de facilitar la recaudación fiscal y la rentabilidad de multinacionales a la búsqueda de salarios bajos. Escribió el analista económico Daniel Muchnik: «La Argentina tiene un problema doméstico. Ganó ‘competitividad’ por la devaluación, no por inversión. Ganó ‘competitividad’ por salarios bajos y no por productividad. Ganó ‘competitividad’ por protección y no por competencia. Todos estos elementos achican su mercado interno y generan tensiones sociales difíciles de solucionar en el corto o mediano plazo.» D. Muchnik, «Un paso atrás en la marcha del Mercosur», Clarín, 19/07/2004. Las afirmaciones son de dos años atrás, pero mantienen plena vigencia. 20) Entre otros análisis de este aspecto de la llamada ‘globalización’ se encuentra el de John Holloway, en Un capital, muchos estados, revista Aportes para el Estado y la Administración Gubernamental. Año 1. N° 1. Otoño 1994. 21) Borón, Atilio. «Las promesas incumplidas de la democracia» en AAVV. Izquierda, Instituciones y Lucha de Clases, sin mención de editorial, 1998, p. 44 22) Cf. Nun, José, op. cit. p. 297. 23) El presidente agradeció allí la atención «del mercado» y subrayó que Argentina volvía «al lugar del que nunca debió haber salido.» La Nación, 20/0/06. 24) Tomamos estos rasgos de la exposición de Offe, Claus en Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, Madrid, Sistema, Colección Politeia, 1ª reimpresión, 1992, pp. 62 a 66. 25) Nos referimos con el término «normalización» a las circunstancias en que las distintas fuerzas políticas aceptan a la democracia como el único juego político posible. Una buena descripción la proporciona Daniel García Delgado «…el régimen representativo que se constituía en la fase democrática del ciclo cívico-militar no es similar al que se constituye con posterioridad a la última dictadura, ya que, mas allá de funcionar con similares instituciones, la difusión de valores asociados al pluralismo, la mayor competencia y el impacto de la globalización van a provocar una transformación de este régimen político, produciendo el pasaje del modelo «movimientista» (democrático popular) al democrático liberal.» García Delgado, Daniel, op. cit, p. 109. 26) Auyero, Javier «Evita como performance. Mediación y resolución de problemas entre los pobres urbanos del Gran Buenos Aires» en Auyero ¿Favores por votos?, Buenos Aires, 1997, p. 172. 27) Ver Vilas, Carlos M. «De ambulancias, bomberos y policías: La política social del neoliberalismo.» Desarrollo Económico, vol. 36, N° 144, enero-marzo 1997 p. 931 y ss. Allí el autor compara las políticas sociales focalizadas (por oposición al modelo universalista anterior), desvinculadas de cualquier concepto de desarrollo social, con «…la ambulancia que recoge a las víctimas de la política económica.» 28) «La figura del «puntero» (denominación de prosapia radical y conservadora, pero sin una sólida tradición en el peronismo, comentario nuestro) se ha convertido en el intermediario indispensable entre jefes políticos y «clientes» en el peronismo de los 90′» (cf. Auyero, 1997, p. 169). 29) Cf. Daniel R. García Delgado. Estado & Sociedad. La nueva relación social a partir del cambio estructural. FLACSO, Tesis-Norma, 1994, pp. 124 y ss. En los últimos años del menemismo, algunos dirigentes y funcionarios de cierto peso (Claudia Bello, secretaria de la Función Pública, fue el caso más sonado), confesaban abiertamente que ‘vivían de la política’, y que pensaban seguir haciéndolo, y hasta alguno llegó a lamentar la falta de una formación universitaria que le permitiera buscar mejores horizontes laborales. 30) Thwaites-Rey apunta certeramente al problema que significa ese escepticismo, como expresión de una ajenidad respecto al sistema político «… es imprescindible no perder de vista que los altos niveles de «percepción de ajenidad» respecto al sistema político y la crisis de representatividad de quienes lo encarnan no tienen como correlato necesario una adecuada maduración del «espíritu de escisión» del que hablaba Gramsci, ni supone automáticamente un salto cualitativo en la capacidad de organización autónoma de las clases subalternas.» Cf. Thwaites-Rey, Mabel «Sobre la política expulsada y la irrupción plebeya» en Actuel Marx, julio 2001, edición argentina, p. 240. 31) Hidalgo, Francisco, «Movimientos Populares. El debate de alternativas.» En Kanoussi, Dora (ed.) Gramsci en América, Universidad de Puebla, 2000, p. 60

* Daniel Campione es profesor universitario (UBA y UNLP). Coautor del libro de reciente aparición ‘Argentina. Los años de Menem’.