El subdesarrollo político de América Latina adquiere expresión acabada en la izquierda caviar, antes que en la derecha retrógrada y fascista. La derecha es clara y recurre a la brutalidad, que es lo suyo. Pero la izquierda con chapa en la puerta de la cultura asegura que en nuestros países hay «desencanto con la democracia». […]
¿Desencanto? Miriadas de latinoamericanos están encantados con la democracia. Cuba es vista como ejemplo, la revolución bolivariana goza de buena salud, Bolivia y Ecuador eligieron gobernantes antimperialistas, en Chile se forja una generación de rebeldes menores de 18 años, Paraguay y Colombia prometen tener gobernantes populares y en México las elecciones demostraron que algo más de la mitad más uno lucha por un país en el que la política deje de ser nicho de los negocios.
Qué paradoja. Cuarenta años atrás, la derecha lamentaba que las juventudes patrióticas escogieran el camino de las armas para impulsar cambios estructurales. Y hoy, cuando los pueblos escogen el camino de las urnas, también se queja. Conclusión: para la derecha, la democracia es una piedra en el zapato. Ni por métodos violentos, ni pacíficos, le interesa cambiar nada.
En tanto, la izquierda caviar tampoco parece interesarse en algo más que una cultura condicionada, prefabricada y adulada por escritores «progre» que, con sus rebeliones de mercado cuidadosamente delimitadas, cabría llamar «funcionales». Desde luego, lo que les importa a las dos es cerrar el paso al «populismo radical».
Menuda tarea tendrán. Pues la derecha fascista y la izquierda caviar saben que ya no basta con sembrar el terror para aplastar, como antes, organizaciones sin pueblo o grupos de insurgentes alzados en armas.
¿Qué hacer? La una aprueba leyes «antiterroristas», criminalizando la lucha social. Y la otra, persuadida de que la corrección formal en el escribir y el vestir son garantía de seriedad, admira cuanta novedad editorial aparece en el mercado, olvidando que sus maestros practican la extrema vigilancia de su oficio, única manera de no anunciar que la Tierra es redonda con estilo más o menos aceptable.
Nada de lo apuntado es de hoy. En el proceso de emancipación e independencia, las juntas patrióticas reunieron a «cultos» y «bárbaros». De la pregunta uno, ¿qué clase de país formar?, se pasó a la dos: ¿quiénes eran el país? Y a la tres: ¿con quiénes se hace un país? Y a la cuatro: ¿con los cultos que sabían de jurisprudencia y proclamaban en latín la libertad, en tanto se la negaban a indios, mestizos, negros y mulatos?
Con Hidalgo, Morelos, Morazán, Bolívar y Juárez, los pueblos respondieron a esas preguntas, lidiando con los Santa Anna, Maximilianos y Porfirios de nuestra América. Y con Zapata, Cárdenas, Sandino y el Che conocieron la trampa del pacto neocolonial: ustedes compran nuestras mercancías, y nosotros vuestras materias primas. No se unan. No formen un mercado interno. Nosotros somos el «progreso» («globalización» de entonces).
Las oligarquías latinoamericanas admiraron y copiaron lo mejor de la Constitución estadunidense. Pero luego de aplastar los proyectos de unidad continental, abrazaron las formas de «independencia» coherentes con sus intereses. No las del capitalismo real, basado en la industria, sino la feudal de los anglosajones del sur que no querían un país (un mercado interno), porque basaban su prosperidad en el monocultivo, la esclavitud y la exportación de productos primarios.
Tal es el pasado que hoy niegan los pueblos de América Latina. No el mítico de la «Historia», sino el que en México nos ha conducido al caos, a la miseria sin solución, a la debacle social y a la violencia sin fin en la que el narcotráfico parecería ser el único grupo económico en defender la soberanía nacional, en el marco de la criminal política impuesta por Washington: que los mexicanos se maten entre mexicanos, mientras ellos discuten si Paris Hilton merecía o no ser condenada por conducir sin licencia.
Dinero para crear un gran mercado interno, no falta. El dinero está. Según el economista brasileño Theotonio Dos Santos, las reservas de Brasil ascienden a 106 mil millones de dólares; México tiene 68 mil millones; Argentina, 35 mil millones; Venezuela, 34 mil millones; Chile, 19 mil millones, y Colombia, 16 mil millones.
Dos Santos señala que si los países dejasen de juntar su plata en dólares (causa final del odio oligárquico a Chávez) y de pagar intereses a Estados Unidos «… tendremos un decisivo vuelco en la economía mundial».
El Banco del Sur, puesto en marcha por algunos países de América, podría ser el camino para este cambio que permita invertir las reservas en investigación y desarrollo, compra de maquinarias de alta tecnología, disminución efectiva de la pobreza, generación de empleo digno y creación de una infraestructura moderna en nuestros países.
Pero como bien dice Theotonio, «… la principal limitación es la estrechez mental y moral de nuestra clase dominante. Es mucho más fácil recibir un buen sueldo de las multinacionales, y sobre todo de los bancos internacionales, que luchar por un cambio fundamental de nuestra realidad…»