La amenaza que supone el rápido desarrollo alcanzado por China para la hegemonía de Estados Unidos está multiplicando las posibilidades de un conflicto entre ambas potencias. Desde la guerra comercial y tecnológica hasta un enfrentamiento político-militar en Taiwán son más que probables. También el mar de China es un punto caliente. Tanto el mar Oriental donde se encuentran las bases militares japonesas y coreanas como el mar Meridional, plagado de islas y recursos naturales en disputa entre el gigante rojo y los países vecinos.
La guerra comercial de EEUU empezó en 2017, con la primera legislatura de Donald Trump, en forma de sanciones económicas y restricciones a la exportación. Entonces el Estado reconoció en su Estrategia de Seguridad Nacional la “competencia entre grandes poderes” con China. Ahora, los aranceles de Trump intentan impedir el acceso a la tecnología punta y mantener la dependencia china de Occidente. El comercio entre ambos países ha disminuido casi un 20% y, según estimaciones económicas, en el peor de los casos alcanzaría el 50%. El gigante asiático centraliza su producción agrícola en la llanura del Norte, una planicie de tamaño similar al de España, donde se obtiene la mayor plantación de cereales y algodón de la República Popular China. Este territorio limita con la capital, Pekín, y la ciudad de Shanghái, principal centro tecnológico y financiero.
Es una realidad el desplazamiento de los grandes centros económicos desde EEUU y Europa hacia Asia con un cambio de paradigma, donde un conjunto de sistemas tecnológicos, en especial las tecnologías de la información, la comunicación, la inteligencia artificial y la nanotecnología adquieren cada vez mayor importancia. Este ascenso estratégico puede liberar a China del dominio económico de Washington, pero necesitará mejorar la transferencia de desarrollo e innovación con los países del Sur Global. Si bien gran parte de las empresas tecnológicas chinas son privadas su modelo de financiamiento es público y privado, pero bajo la dirección del Estado. La China socialista siempre ha tenido el control del desarrollo de las corporaciones, reservándose la mayoría en las juntas directivas de sus multinacionales, como ZTE y Huawei. Esta última, incluso es propiedad de los empleados.
El mar Meridional chino, o mar del Sur, es otro escenario de tensión comercial y militar entre las dos potencias. Se trata de una importante vía de comercio global con una próspera industria pesquera. Pekín reclama la propiedad de una gran parte de esta zona conocida como “la línea de los nueve puntos” y ha convertido algunos atolones en islas artificiales donde poder asentar sus bases militares.
La línea de los nueve puntos es una raya en forma de U trazada en 1947 por el gobierno nacionalista anterior a la China comunista. El plano que se publicó incluía el territorio que reclamaban como suyo en el mar de la China Meridional por motivos históricos y culturales. Durante el mandato de Mao Tse Tung se retiraron los puntos del golfo de Tonkín, en territorio de Vietnam. En el mapa vigente se incluyen las islas Paracel, relativamente cercanas a la gran isla china de Hainan, pero que son reclamadas por Vietnam; y las islas Spratly, estás si, realmente alejadas de sus costas.
En 2013 Filipinas reclamó la soberanía de las Spratly ante el Tribunal de Arbitraje de La Haya y consiguió invalidar los derechos históricos alegados por China. Desde entonces se producen frecuentes enfrentamientos entre barcos de la armada y la guardia costera. Filipinas ha pactado con Japón el relevante Acuerdo de Acceso Recíproco, a la par que mantiene relaciones en el sector de defensa con EEUU, Corea del Sur, Alemania y Francia.
La Iniciativa de la Franja y Ruta (One Belt, One Road en inglés) se extiende a través del mar Meridional hacia el sur, en dirección al estrecho de Malaca. Casi una cuarta parte del comercio marítimo mundial pasa por este mar. La iniciativa consiste en recrear la antigua Ruta de la Seda, un recorrido que, desde el siglo III a. C. hasta la Edad Media, partía de Pekín hacia el litoral mediterráneo. Durante su existencia los imperios compitieron por controlar territorios estratégicos a lo largo de la Ruta de la Seda y la guerra formó parte de su desarrollo: la República de Roma luchó contra el antiguo Irán en la batalla de Carras; las tribus nómadas de Asia Central contra el imperio chino; o los imperios mongol y otomano.
La Franja y Ruta (IFR) además de los corredores ferroviarios también tiene una vía marítima. China ha decidido no ser una potencia terrestre, desarrollando las capacidades comerciales y militares marítimas con el propósito de ampliar su influencia estratégica en un mundo multipolar junto con Rusia y América Latina. En 2024 el gigante asiático obtuvo más de la mitad de sus importaciones en países que forman parte de la IFR. China es el segundo mayor socio comercial de la UE, en marzo el Parlamento Europeo levantó las restricciones a los encuentros entre legisladores de ambos países, un gesto de distensión ante el recelo a las nuevas políticas de la administración Trump.
Otra importante masa de agua es el mar de la China Oriental, también conocido como mar del Este. Es el escenario del conflicto más significativo en la región: Taiwán y su capital, Taipéi. China cuenta en el mar Oriental con dos sedes de la flota del Ejército Popular de Liberación apoyadas por sus respectivas fuerzas aeronavales. Enfrente se encuentran las bases navales estadounidenses de Japón y Corea del Sur. El “dragón naval chino” ha transformado estás aguas en un arsenal al poseer 700 buques de guerra y submarinos, 260 más que los estadounidenses.
El presidente Xi Jinping ha afirmado que uno de sus principales objetivos políticos es lograr alcanzar la superioridad en la región de Asia Pacífico. El control de los mares es crucial para la economía china, ya que depende en gran medida de las importaciones y exportaciones, por esto el gigante rojo está transformándose de una potencia terrestre a una potencia naval.
El objetivo de Pekín no es otro que expandirse hacia el Pacífico y el Índico, desde el estrecho de Malaca hasta el de Ormuz. Ampliando su influencia comercial mediante proyectos comerciales y de infraestructura con los países vecinos más allá de la llamada “Primera Cadena de Islas”. Está serie de islas se extiende desde Japón hasta Malasia formando un muro de contención que EEUU y sus aliados utilizan para obstaculizar el avance marítimo de China.
Taiwán es considerada por el Gobierno de Xi Jinping como parte de la China continental, creen que su reunificación es solo cuestión de tiempo y ha de llegar “inevitablemente”. Las tensiones políticas se remontan al final de la guerra civil cuando el Partido Comunista de China desplazó del poder al movimiento Kuomintang, una organización nacionalista y de derecha que tuvo que huir a Taiwán, en donde gobernó como partido único a lo largo de casi cuatro décadas, hasta 1987. Durante este tiempo la asertividad china ha sabido expresar con constancia su oposición a la independencia de Taiwán según fuese el incremento de las ayudas militares recibidas por Taipéi.
Washington considera a la República Popular China como el único gobierno chino. No puede reconocer explícitamente la soberanía de Taiwán, ni tampoco mantener relaciones diplomáticas, pero tiene una sólida relación extraoficial a través del Instituto Americano en Taiwán (IAT), considerada la embajada de facto estadounidense en la capital. Un momento crítico en las relaciones internacionales sucedió en 2022, durante el viaje a la isla de Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes estadounidense. Fue la primera visita de alto nivel de EEUU y el gigante rojo lo consideró una vulneración de la “política de una sola China”.
La finalidad declarada de Pelosi fue fomentar la red de alianzas de su país en la región del Indo-Pacífico e implicar a las potencias europeas en su campaña por la independencia de la isla. La Unión Europea hasta ahora rehúye tomar una decisión oficial, aunque se observa una mayor aceptación de la soberanía insular. Uno de los más férreos críticos es Reinhold Bütikofer, expresidente de Los Verdes alemanes. Afirma que el estatus de Taiwán solo puede cambiarse pacíficamente y que es posible limitar la amenaza militar “si Pekín entiende que tal agresión tendría un precio muy alto para la propia República Popular China”. La realidad es que en 2020 las incursiones de los aviones militares en la zona de Taiwán fueron 380, desde entonces cada año se han duplicado. En junio el jefe del Pentágono, Pete Hegseth, en el foro de seguridad asiática celebrado en Singapur advirtió que cualquier intento de la China comunista de conquistar Taiwán tendría consecuencias catastróficas para el Indo-Pacífico.
Pero tampoco en Taiwán hay consenso entre la población y las empresas locales sobre la independencia. Se ha producido una fuerte oposición al acuerdo firmado por Donald Trump y la multinacional taiwanesa TSMC, líder mundial en producción de semiconductores, para realizar una inversión multimillonaria en Arizona. La futura construcción de cinco plantas de chips en territorio americano se ha interpretado como una extorsión pagada a EEUU para defenderlos de una invasión china. Incluso existe un justificado temor a que bajo la doctrina de America First la empresa TSMC acabe desmantelada completamente y Washington obtenga el dominio tecnológico en microprocesadores. La relevancia del Estado chino en el conflicto estaría en conseguir la reunificación y poner fin al modelo de prosperidad neoliberal en Taiwán. Significaría alcanzar un sueño nacional, a la vez que una victoria política para el Sur Global.
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