La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 se produjo cuando el pensamiento político social dominante, el de los triunfadores en la II Guerra Mundial, se hizo abrumadoramente conservador. El capitalismo democrático, defendían, forma parte del entramado físico de la convivencia, es poco menos que natural aunque caben en él pequeños retoques fruto de la […]
La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 se produjo cuando el pensamiento político social dominante, el de los triunfadores en la II Guerra Mundial, se hizo abrumadoramente conservador. El capitalismo democrático, defendían, forma parte del entramado físico de la convivencia, es poco menos que natural aunque caben en él pequeños retoques fruto de la investigación. El modelo mejoró con el aporte keynesiano, el bienestar público como corrector de la iniciativa privada, que era la clave del progreso.
La cuestión vuelve a estar presente hoy cuando se nos quiere imponer otro paradigma conservador, la sabia e inexorable racionalidad del mercado como si el mercado fuera libre y no estuviera dominado por los más poderosos. Thomas Frank, en su reciente libro One Market under God [Un mercado a las órdenes de Dios] ha desvelado con sagacidad las falacias de esa explicación básicamente pueril. El modelo se basa en el principio del trickle down: los gobiernos deben dar dinero y libertades a los ricos para que, de alguna manera ‘misteriosa’ -Frank habla de la teología del mercado- terminen llegando a los pobres. El informe del año 2005 del Population Reference Bureau documenta que la mitad de la población mundial vive con menos de dos euros al día y que la desigualdad básica sigue creciendo. Pero ahora vivimos en la globalización, que cambia nuestras perspectivas metodológicas.
La globalización es el tercer capítulo de la historia del capitalismo. El primero fue el capitalismo de Estado, el colonialismo, ejercido por estados poderosos sobre otros más débiles, para apoderarse de sus riquezas. El segundo capítulo lo constituye la protección de los estados a las empresas. En la globalización, el tercer capítulo, los protagonistas son las empresas multinacionales que gozan de la protección del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y, especialmente, del Tratado Mundial de Comercio, para prevalecer sobre los intereses de los Estados en los que van asentándose. Este capítulo representa el momento de más amplia libertad del capital no ya para franquear las fronteras sino para imponerse a los países cuyas leyes laborales y ambientales vulneran. Esa libertad permite un entramado organizativo que va desde la extraterritorialidad fiscal a la creación de paraísos en los que esconder su dinero, pasando por la sobrevaloración del sector financiero y, siempre, por la explotación de los países que recorren.
En la globalización hay un poder económico predominante, las empresas multinacionales y dos poderes políticos, uno el constituido por esas tres entidades, de escaso carácter democrático, a favor de las empresas y otro, la ONU, cada vez más débil, objeto del antagonismo e incluso del desprecio de los EE UU. La ONU, depositaria de un poder legal internacional, carece de medios y de legitimación real para ejercer esas funciones y asiste, prácticamente inerme, al creciente proceso de deterioro y desigualdad de la población y el hábitat mundial.
La desigualdad no es solo Norte- Sur. En EE UU hay 48 millones de habitantes sin seguro de enfermedad. Pero es en el Sur donde la desigualdad y las carencias crecen.
Otra lógica
Frente a esta lógica capitalista, que todo lo fía al principio de la libertad de mercados, y su corolario, la privatización, incluso de servicios básicos, emerge la lógica de los derechos humanos, que también ha tenido su evolución. Primero fue el reconocimiento de la igualdad básica de las personas, con la abolición de la esclavitud. Después, la protección de los derechos políticos de las minorías raciales y de género. Paralelamente surgieron los derechos humanitarios, con la Convención de Ginebra para prisioneros de guerra, las víctimas de calamidades, etc. Y ahora, una tercera generación de derechos básicos, a la salud, a la educación, a la vivienda…
Los derechos básicos incluyen los bienes comunes, como la calidad del aire que respiramos, del agua que bebemos y que debían concitar la acción de los estados y, finalmente, de la ONU, para impedir tanto la privatización de esos bienes como la adopción de medidas coercitivas y de control para hacer posible esa lógica de los derechos humanos hasta ahora desatendida. Porque no se trata de que la educación, la salud o la vivienda sean gratis. Pagamos muchos servicios a través de los impuestos, sobre todo los impuestos indirectos. Tampoco se niega la utilización de tasas por uso de servicios públicos, según el modelo tradicional de las llamadas utilities en el modelo anglosajón. Lo que afirmamos es que los derechos humanos no deben ser objeto de negocio, de especulación, deben estar extra commercium.
Es una confrontación inevitable entre ambas lógicas, la del mercado y la de los derechos humanos respecto de la cual hay que tomar partido, a partir de una buena información previa. De sobra sabemos que los poderes más concluyentes no quieren que se sepa mucho sobre ellos y alquilan gentes no tanto para explicar cuanto para disfrazar. Para los más poderosos incluso la mejor información es ninguna y la mejor situación, la opacidad de sus asuntos, disfrazados por ejercicios de simplificación mediática. Inmediatamente después de los atentados del 11 de septiembre, Bush aconsejó a los neoyorquinos que salieran de compras, como el mejor ejercicio de superación de la tragedia.
Los derechos humanos son la versión última, más completa en la larga historia de las reivindicaciones ciudadanas, especialmente porque tienen que ver no solamente con que se respeten tu propiedad o tus derechos civiles, sino con que la sociedad acepte y proteja derechos básicos escasamente reconocidos hoy, en un mundo donde el hambre, la pobreza, la desigualdad y la opresión siguen estando tan presentes.
Abrazar la causa de los derechos humanos significa, simplemente, ayudar a los que los necesitan bien porque no los disfrutan o porque los tienen gravemente cercenados. El paso siguiente, comprometerse en esa causa, resulta casi inevitable sin necesidad de ampararse en definiciones políticas previas.
El problema con la protección de los derechos humanos es su dificultad legal y económica. Hay más de 300 documentos internacionales y nacionales sobre protección de derechos humanos. Pero muchos no se cumplen, bien por inacción de los Estados, bien por ausencia de autoridad internacional ejecutiva o, en la mayoría de los casos, por falta de dinero.
Por señalar un sólo ejemplo, los niños. Aunque existe una Agencia Internacional, Unicef, para su atención, más de 25.000 niños menores de cinco años mueren al día por desnutrición, falta de agua potable, malaria. Los estudios socioeconómicos ponen de relieve la relación de esta tragedia con problemas estructurales de la comunidad internacional que todavía no tiene medios para enfrentarse eficazmente con estos agujeros negros del progreso.
Alberto Moncada es Presidente de Sociólogos Sin Fronteras