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¿Estáis con nosotros... o contra nosotros?

El camino de Washington a Karachi a la anarquía nuclear

Fuentes: Tomdispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Antes de encontrar a Jonathan Schell, ya lo conocía de la mejor manera posible. En la página. Incluso en sus días como un periodista neófito en Vietnam, cometió el mayor acto de generosidad de un escritor. Primero en las páginas de The New Yorker, y luego en sus libros, llevó a los lectores a sitios a los que la mayoría de nosotros no podríamos haber ido por nuestra cuenta – a la aldea de Ben Suc, por ejemplo cuando los soldados estadounidenses desalojaron a sus 3.500 habitantes campesinos y la destruyeron en lo que fue, en 1967, la mayor operación militar de la Guerra de Vietnam hasta esa fecha; y, poco después, en «The Military Half» – desde los asientos traseros de pequeños aviones de Control Aéreo de Vanguardia – a dos provincias sudvietnamitas en las que los estadounidense cometían terribles estragos. (En ese libro, presentó una visión periodística que aún no ha sido superada de lo que es la guerra, cercana y personal, desde el aire.) En los años setenta en «The Time of Illusion,» nos colocó al centro de la primera fila en la gran crisis constitucional que precedió a la actual, el cuasi golpe de Estado de Nixon que ahora llamamos «Watergate.»

En «The Unconquerable World» (del que fui editor), mirando hacia atrás desde un nuevo siglo, consideró centenares de años de creciente violencia estatal que culminaron en una sola arma capaz de destruir todo lo anterior – y los varios caminos, violentos y no violentos, por los cuales la gente de este planeta se negó a prestar atención a los deseos de una serie aparentemente interminable de amos imperiales putativos. No requería más para sentirme seguro, en marzo de 2003, de que las fantasías de choque y pavor del gobierno de Bush serían precisamente eso. En otras palabras, me hizo sentirme profético en Tomdispatch.

Pero si hubo materia con la que se identificó totalmente, fue el tema nuclear. Como yo, llegó a este mundo más o menos junto con la Bomba (una palabra que, cuando representaba lo único que podía destruir nuestro mundo, tendíamos a escribir con mayúscula) y sus posibilidades exterminadoras nunca han abandonado sus pensamientos. En su éxito de ventas «The Fate of the Earth,» cuando comenzaban los años ochenta (y crecía un movimiento antinuclear), encaró el tema por escrito, comenzando genialmente con: «Desde el 16 de julio de 1945, cuando fue detonada la primera bomba atómica, en el sitio de ensayos Trinity, cerca de Alamogordo, Nuevo México, la humanidad ha vivido con armas nucleares en su medio.» Y así, tristemente, seguimos viviendo, a pesar de sus mejores esfuerzos. Volvió al tema (cuando los críticos afirmaron que no ofrecía una «solución» para el enigma nuclear que había presentado tan vívidamente) en «The Abolition» en 1984, y de nuevo en los años noventa después de la Guerra Fría en «The Gift of Time, The Case for Abolishing Nuclear Weapons,» cuando los vastos arsenales de las dos superpotencias seguían presentes como grandes embarazos inmencionables, sin misión alguna, y en una rápida carrera a ninguna parte. (Fue, desde luego, una época en la que gran parte de la gente prefería pretender que el peligro nuclear era algo del pasado.)
Ahora, con sus 62 años, la bomba, (que, perdió hace tiempo su B mayúscula) ya no es un embarazo, ya no carece de misión. Los viejos arsenales de la Guerra Fría son puestos al día, la posesión de las armas se ha ampliado, y el gobierno de Bush, que llevó al pueblo estadounidense a la guerra en parte con fantasías nucleares, ha convertido esas armas, sean reales o imaginarias, en el corazón y el alma de sus políticas imperiales – y, de nuevo, hay un libro de Jonathan Schell para servirnos de guía. Hay que pensar en «The Seventh Decade: The New Shape of Nuclear Danger» como una brillante intervención, una guía esencial para un mundo que ha encontrado una nueva manera para volverse loco.

Comienza diciendo: «La era nuclear ha entrado a su séptimo decenio. Si fuera una persona estaría pensando en la jubilación – calculando sus fondos de pensión, evaluando diferentes planes médicos. Pero los períodos históricos, a diferencia de los seres humanos, no tienen un límite fijo, y la era nuclear muestra en los hechos un vigor juvenil.» Desde ahí, por breve que sea, nunca aminora la marcha. Así que, considerad el último trabajo de Jonathan Schell que presentamos a continuación sobre Pakistán nuclear y luego buscad «The Seventh Decade,» que es publicado oficialmente hoy. Tom

¿Estáis con nosotros… o contra nosotros?
El camino de Washington a Karachi a la anarquía nuclear
Jonathan Schell

El viaje hacia la ley marcial que acaba de ser impuesta a Pakistán por su presidente auto-designado, el dictador Pervez Musharraf, comenzó en Washington el 11 de septiembre de 2001. Ese día, por casualidad, el jefe del servicio de inteligencia de Pakistán, teniente general Mahmood Ahmed, estaba en la ciudad. Fue convocado de inmediato a reunirse con el Secretario Adjunto de Estado Richard Armitage, quien le presentó lo que tal vez haya sido la primera muestra de la doctrina global de Bush, que entonces estaba en sus etapas de gestación, diciéndole: «O está cien por ciento con nosotros o cien por ciento contra nosotros.»

El día siguiente, el gobierno de EE.UU., dictando al dictador, presentó siete exigencias que Pakistán debía cumplir si quería estar «con nosotros.» Se concentraban en obtener su cooperación para arremeter contra el régimen talibán de Afganistán, que había sido alimentado durante mucho tiempo por los servicios de inteligencia paquistaníes en Afganistán y que había, por cierto, albergado a Osama bin Laden y a sus campos de entrenamiento de al Qaeda. Faltaba llamativamente toda exigencia de que se limitaran las actividades del señor A.Q. Khan, el «padre» de las armas nucleares de Pakistán, quien, con conocimiento de Washington, había estado vendiendo clandestinamente durante algunos años la tecnología de la bomba nuclear de su país en Oriente Próximo y el norte de Asia.

Musharraf decidió estar «con nosotros;» pero, como en tantos otros países, estar con EE.UU. en su Guerra Global contra el Terror significaba la separación de su propio pueblo. Aunque Musharraf, quien llegó al poder en un golpe en 1999, ya era dictador, ahora había tomado el paso adicional, políticamente aciago, de subordinar de modo muy visible su dictadura a la voluntad de un amo extranjero. En muchos países, la gente podrá tolerar un dictador de cosecha propia pero se rebela contra uno que parece ser impuesto desde afuera, y Musharraf pasaba a correr ese peligro.
Un sondeo de opinión pública que clasificó a ciertos dirigentes según su popularidad sugiere cuáles han sido los resultados de su acción. Osama bin Laden, con una aprobación de un 46%, resultó ser más popular que Musharraf, con un 38%, quien, por su parte, contaba con mucha más aprobación que el presidente Bush, que tocaba fondo con un 7%. Hay todas las razones del mundo para creer que, con la imposición de la ley marcial, la popularidad de Musharraf y de Bush habrá caído aún más. Las guerras, sean contra el terror o cualquier otra cosa, no tienden a tener éxito cuando el enemigo es más popular que los que supuestamente son tus aliados.

¿Estáis con nosotros?

Incluso antes de que el gobierno de Bush decidiera invadir Iraq, la decisión inmediata de intimidar a Musharraf para que se sometiera definió la forma de las políticas que el presidente adoptaría ante un peligro mucho mayor que parecía haber decrecido después de la Guerra Fría, pero que ahora crecía evidentemente: el inminente peligro nuclear. El presidente Bush propuso lo que constituía una solución imperial, en los hechos si no por su nombre. En la nueva dispensa, las armas nucleares no debían ser consideradas buenas o malas en sí; esa valoración debía basarse exclusivamente en si la nación que las poseía era considerada buena o mala (es decir, con nosotros o contra nosotros). Iraq, obviamente, fue clasificado como «contra nosotros» y sufrió las consecuencias. Pakistán, honrado por el gobierno con la ridícula condición recién acuñada de «importante aliado no-OTAN,» fue claramente clasificado como ‘con nosotros,’ y por lo tanto, a pesar de su arsenal nuclear y de sus pésimos antecedentes en cuanto a la proliferación, recibió la máxima calificación.

Esa doctrina constituyó un cambio notable. Previamente, EE.UU. se había sumado a casi todo el mundo para lograr la no-proliferación exclusivamente por medios pacíficos, diplomáticos. El gran triunfo de este esfuerzo había sido el Tratado de No Proliferación Nuclear, bajo el cual 183 naciones, docenas de ellas perfectamente capaces de producir armas nucleares, terminaron por llegar a un acuerdo para vivir sin ellas. En este acuerdo, todas las armas nucleares eran consideradas malas, así que toda proliferación también era mala. Supuestamente, incluso los arsenales existentes, incluyendo los de las dos superpotencias de la Guerra Fría, debían ser liquidados con el pasar del tiempo. Conceptualmente, por lo menos, un mundo unido había enfrentado un peligro común: las armas nucleares.

Pero en el nuevo sistema rápidamente desarrollado después del 11-S, dividieron el mundo en dos campos. El primero, dirigido por EE.UU., consiste de países buenos, democráticos, muchos de ellos en posesión de la bomba; el segundo consiste de países malos, represivos, que tratan de obtener la bomba y, por cierto, sus aliados terroristas. El peligro nuclear, otrora considerado como un problema de suprema importancia de por sí, posado por los que ya poseían armas nucleares así como por proliferadores potenciales, fue por lo tanto subordinado a la polarizadora «guerra contra el terror,» en la que se convirtió en una simple subcategoría, aunque la más importante. Este peligro podía encontrarse en «la encrucijada entre el radicalismo y la tecnología,» también llamado el «nexo del terror y de las armas de destrucción masiva,» en las palabras del documento básico de la Doctrina Bush, la Estrategia Nacional de Seguridad de EE.UU. de 2002.

El campo bueno recibió la tarea no de reducir todas las armas nucleares, sino simplemente de impedir que algún miembro del campo malo obtuviera la bomba. El medio a utilizar ya no sería la diplomacia, sino la «guerra preventiva» (a ser librada por EE.UU.) La Guerra Fría global de fines del Siglo XX sería reemplazada por guerras globales contra la proliferación – guerras de desarme – en el XXI. Esas guerras, que estallarían dondequiera en el mundo amenazara la proliferación, no serían frías, sino obviamente calientes, como pronto revelaría la invasión de Iraq – y como un ataque contra Irán, actualmente contemplado en Washington, podría demostrar dentro de poco.

… ¿O contra nosotros?

Sin embargo, el escrutinio y la selección de países entre buenos y malos, los con-nosotros y los contra-nosotros, resultó ser, un asunto mucho más problemático que los del gobierno de Bush habían llegado a imaginar. Como es archiconocido, Iraq no era tan «malo» como decían, porque resultó que carecía del hecho fundamental que supuestamente justificaba el ataque – las armas de destrucción masiva. Tampoco era tan ‘bueno’ Pakistán, forzado a ingresar al campo ‘con-nosotros’ con tanta rapidez después del 11-S. Por cierto, esas distinciones eran enteramente artificiales, porque partiendo de toda apreciación objetiva y racional, Pakistán era de lejos el país más peligroso.

Indudablemente, el Pakistán de Pervez Musharraf ha llegado, ahora, a convertirse en un inventario de todas las formas principales de peligro nuclear.

* Iraq no poseía armas nucleares; Pakistán sí las tenía. En 1998, había realizado una serie de cinco pruebas nucleares como reacción ante cinco ensayos de India, país con el que había librado tres guerras convencionales desde su independencia en 1947. El peligro de una guerra nuclear entre las dos naciones es tal vez mayor que en ninguna otra parte del mundo.
* Tanto Iraq como Pakistán eran dictaduras (aunque el gobierno iraquí era incomparablemente más brutal.
* Iraq no albergaba terroristas. Pakistán, sí lo hacía, y sigue haciéndolo aún más en la actualidad.

* Iraq, a falta de la bomba, no podía ciertamente ser un proliferador nuclear. Pakistán, sí lo era, de verdad. El archi-proliferador, el ingeniero A.Q. Khan, hurtó tecnología nuclear de Europa, donde estuvo empleado por la compañía de enriquecimiento de uranio EURENCO. Luego utilizó los frutos de su robo para establecer exitosamente un programa de enriquecimiento para la bomba de Pakistán. Después de eso, el ladrón se convirtió en vendedor. Basándose en una red global de productores e intermediarios – en Turquía, Dubai, y Malasia, entre otros países – ofrecía sus mercancías nucleares a Irán, Iraq (que al parecer rechazó sus ofertas de ayuda), Corea del Norte, Libia, y tal vez otros. Visto de fuera, había establecido una corporación multinacional clandestina dedicada a la proliferación nuclear para obtener beneficios.

Visto desde el interior de Pakistán, había logrado crear una especie de ciudad-Estado nuclear independiente – un Estado dentro de un Estado – privatizando efectivamente la tecnología nuclear de Pakistán. Todavía se desconoce el alcance de la connivencia del gobierno en esa empresa, pero pocos observadores creen que las vastas operaciones de Khan hayan sido posibles sin ser por lo menos conocidas por los responsables a los más altos niveles de ese gobierno. Sin embargo, toda esa actividad, proveniente del «importante aliado no-OTAN» del gobierno de Bush fue pasada por alto hasta fines de 2003, cuando los servicios de inteligencia estadounidenses y alemanes interceptaron un cargamento de materiales nucleares en camino a Libia, y obligaron a Musharraf a colocar a Khan, héroe nacional debido a su trabajo en la bomba paquistaní, bajo arresto domiciliario. (Hasta hoy, el gobierno paquistaní se niega a poner a disposición a Khan para ser entrevistado por representantes de la Agencia Internacional de Energía Atómica.)

* Los burócratas iraquíes no podían por cierto, vender a terroristas, de al Qaeda, u otros, tecnología que no poseían, como había sugerido Bush que hacían a fin de justificar su guerra. Los burócratas paquistaníes, por otra parte, podían hacerlo – y lo hicieron. Poco antes del 11 de septiembre de 2001, dos destacados científicos del programa nuclear de Pakistán, el doctor Sultan Bashiruddin Mahmood, ex director general de la Comisión de Energía Atómica de Pakistán, y Chaudry Abdul Majeed, visitaron a Osama bin Laden alrededor de una fogata en Afganistán para aconsejarle sobre cómo hacer o adquirir armas nucleares. Ellos también están bajo arresto domiciliario.

Sin embargo, si es derrocado el asediado Estado paquistaní, que ya es una empresa balcanizada (como lo muestra la historia de A.Q. Khan), si el país comienza a desintegrarse, es seguro que crecerá el peligro de defecciones de personas informadas del establishment nuclear. El problema no es tanto que se vayan a romper o robar los cerrojos de las puertas de instalaciones nucleares – se dice que las aproximadamente 50 bombas de Pakistán están repartidas en lugares en todo el país – como el que los que poseen las llaves de los cerrojos simplemente cambien de lado y busquen nuevos usos para los materiales que guardan. El «nexo» entre terrorismo y la bomba, la catástrofe que debía ser impedida específicamente por la Doctrina Bush, podría entonces llegar a ocurrir – en un país que estaba «con nosotros.»

Lo que ha fallado en Pakistán, como en Iraq destruido, no es sólo una política regional estadounidense, sino los pilares y las vigas de toda la doctrina global de Bush, como fuera anunciada a fines de 2001. En ambos países, la intimidación ha fracasado, se han impuesto las pasiones populares dentro de cada uno de ellos; y Washington ha perdido gran parte de su influencia. En su aplicación a Pakistán, la doctrina fue ajustada para detener el terrorismo, pero en las provincias septentrionales de ese país, los terroristas se han atrincherado de hecho en una medida inimaginable incluso cuando los talibán protegían los campos de al Qaeda antes del 11 de septiembre.

Si la Doctrina Bush reivindicaba los valores de la democracia, su hombre Musharraf tiene ahora la distinción, rara incluso entre dictadores, de montar un segundo golpe militar para mantener los resultados del primero. En el clímax de la ironía, sus actuales medidas de fuerza van dirigidas contra los activistas de la democracia, no contra los talibanes, extremistas islámicos armados, o partidarios de al Qaeda, que han establecido posiciones en la provincia Swat, a sólo 240 kilómetros de Islamabad.

Lo que es más importante, la doctrina colapsada ha avivado los fuegos nucleares que debía extinguir. Los peligros del terrorismo nuclear, de la proliferación, o incluso de la guerra nuclear (con India, que está desalentada por los acontecimientos en Pakistán así como por la débil reacción del gobierno de Bush ante ellos) aumentan todos. La solución imperial para esos peligros ha fracasado. Se necesita algo nuevo, no sólo para Pakistán o Iraq, sino para el mundo. Tal vez alguien debiera tratar de inventar ahora una solución basada en lo contrario del imperialismo: la democracia, o sea el respeto por otros países y las voluntades de la gente que vive en ellos.

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Jonathan Schell es autor de «The Fate of the Earth,» entre otros libros, y del recién publicado «The Seventh Decade: The New Shape of Nuclear Danger.» Es Harold Willens Peace Fellow en The Nation Institute, y profesor visitante en la Universidad Yale.

Copyright 2007 Jonathan Schell