La postulación de Ahmad Vahidi como ministro de Seguridad de Mahmud Ahmadineyah levantó un tembladeral en la comunidad judía en Argentina, donde se lo vincula al atentado terrorista contra la AMIA, que quince años después sigue impune. Sin embargo, la prueba contra Vahidi se basa en informes de inteligencia que difícilmente resistan un proceso judicial […]
La postulación de Ahmad Vahidi como ministro de Seguridad de Mahmud Ahmadineyah levantó un tembladeral en la comunidad judía en Argentina, donde se lo vincula al atentado terrorista contra la AMIA, que quince años después sigue impune. Sin embargo, la prueba contra Vahidi se basa en informes de inteligencia que difícilmente resistan un proceso judicial serio. La investigación por el atentado ya fracasó una vez, y -de nuevo a merced de conveniencias varias- parece encaminarse a un segundo fracaso.
Escribamos en Google News «AMIA» y encontraremos referencias a dos informaciones recientes. Una, los actos de recuerdo a las víctimas del bombazo que mató a 85 personas en 1994 en el centro de Buenos Aires, otra, la decisión del reelecto presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyah, de proponer como ministro de Seguridad de su nuevo gabinete a Ahmad Vahidi, a quien se nombra en el expediente judicial por el atentado.
Sabemos que en realidad las noticias que podemos encontrar en Internet dicen más que eso sobre Vahidi, aseguran que está «acusado de participar en el atentado» y, se agrega que tiene «un pedido de captura de INTERPOL», por el mismo hecho.
Los entrecomillados antedichos son, en lo esencial, correctos, pero la jerga judicial es tan tremendista como poco precisa. La palabra «acusado», suena bastante parecida a «culpable», en especial en un caso tan aterrador como el del más luctuoso atentado terrorista de toda la historia en América Latina. También un «pedido de captura» suena a sentencia judicial. ¿A quién busca INTERPOL? A los criminales y a los terroristas, claro.
Y en este contexto internacional, donde todos los cañones apuntan a Irán, nuevo integrante del «eje del mal» elaborado a conveniencia por EE.UU. y sus aliados, viene como anillo al dedo recordar que la justicia de un país remoto pide la captura internacional de un ministro del «régimen» (Ahmadineyah y Chávez encabezan regimenes, pero nadie dice lo mismo del mexicano Calderón o del costarricense Arias -por nombrar dos que vencieron en elecciones amañadas-).
Pero lo que se cuece a fuego muy lento en los tribunales federales argentinos es otra cosa. El «caso AMIA», como se conoce a la «investigación» por el atentado es un engendro de medio millón de páginas imposible de manejar.
El fracaso de la investigación
A las 9.53 del 18 de julio de 1994 una bomba de altísimo poder derrumbó la parte delantera del edificio de la Mutual de la comunidad judía local, la AMIA y de la representación de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA). Murieron 85 personas, la mayoría en el edificio, en la calle muy concurrida a esa hora y en los edificios lindantes. Hubo centenares de heridos y daños cuantiosos en la populosa zona de El Once, muy cerca del centro de Buenos Aires.
La Argentina estaba por aquellos días casi en la mitad de la década neoliberal de Carlos Menem (1989-1999), quien para esa época había colocado varios jueces recomendados por amigos en lugares clave, especialmente en el fuero federal, encargado de investigar a funcionarios corruptos.
El caso recayó en el juez Juan José Galeano como instructor (estaba de turno el día del ataque) y de la Policía Federal como investigadora. En Argentina no había -ni hay- un cuerpo civil de investigaciones. La pesquisa se dirigió casi exclusivamente a determinar quién era el propietario del vehículo que se usó como coche bomba. Así, cayó el último poseedor conocido, un revendedor de autos y un grupo de policías (no de la Federal, sino de la provincia de Buenos Aires) «acusados» de entregar ese vehículo a los terroristas.
Sobre la entrega a los terroristas nada se supo durante quince años, ni nada se sabe. Aquellos acusados que durante una década fueron presentados ante la opinión pública como despreciables terroristas terminaron absueltos tras un juicio oral que duró tres años y donde se determinó que toda la prueba fue armada desde lo más alto del poder político, con la participación y/o tolerancia del juez.
Del veredicto de este juicio, confirmado luego por un tribunal superior, se desprende que el gobierno de Menem aprovechó la indignación social del atentado para enterrar a un adversario político, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde, al inventar pruebas contra policías de esa jurisdicción para ligarlos al atentado.
Las absoluciones masivas, en el año 2004, fueron la segunda bomba en el caso. Pero -igual que después del atentado- aparecieron los funcionarios dispuestos a preservar las instituciones y -de paso- llevar agua para su molino.
Así, la justicia encontró un fiscal para asignarle el caso, Alberto Nisman, a quien le gusta hablar de «AMIA1» y «AMIA2», para diferenciar la investigación anterior de la nueva, a su cargo. El juez Galeano terminó destituido, pero no preso.
Las instituciones atacadas, la AMIA y la DAIA, co-responsables del fracaso de la investigación judicial, también salieron golpeadas pero de pie. Carlos Menem ya no estaba en la Casa Rosada. Todos -también la prensa que acompañó casi sin chistar la fracasada pesquisa- necesitaban dirigir los cañones hacia nuevos enemigos.
Si queremos acusar a alguien por robar caramelos en el kiosco, tendremos más éxito si señalamos al más feo, al más malo, al que tenga peor fama. ¿Ganada o no con justeza? ¿Qué importa? El nuevo malo estaba ahí, perdido en algunas -pocas- páginas del expediente: Irán.
La trampa de la declaración indagatoria
Los conocedores del expediente del caso AMIA recuerdan que muy temprano se empezó a nombrar a los posibles autores intelectuales del ataque. Se habló del partido político libanés y milicia armada anti israelí Hezbollah, y de algunos vínculos no muy claros con la Jihad Islámica, también acusado de un atentado anterior (también impune) contra la embajada de Israel en Buenos Aires, en 1992.
Sin embargo, se trataban más de acusaciones públicas a la medida de las necesidades políticas de Israel que de datos certeros. Uno de los primeros señalados fue el embajador de Irán en la Argentina, Hadi Soleimanpour, que formó parte de un primer paquete de pedidos de captura internacionales de Argentina a INTERPOL.
En 2003, Soleimanpour fue ubicado en Londres y detenido durante algunas semanas. La justicia argentina remitió los elementos de sospecha sobre el ex diplomático y el juez londinense no los tomó en cuenta. Soleimanpour fue liberado.
Fue un proceso testigo para auscultar la validez de los elementos de prueba contra los iraníes acusados, y la primera señal de la endeblez de los elementos de la justicia argentina. ¿Puede decirse, sin embargo, que aquel pedido de captura y los otros que llegaron después, que incluyen a Vahidi, están manipulados políticamente? No.
Es que la justicia argentina tiene su coartada. Según el Código Penal local, no se puede procesar por un delito a alguien que previamente no haya tenido la oportunidad de defenderse en una declaración indagatoria.
La declaración indagatoria es, recitan los abogados, un acto de defensa, en donde el sospechoso se anoticia de las pruebas en su contra y puede declarar o no. Es decir, se cita a declaración indagatoria a aquellos sobre los que pesa algún grado de sospecha, aunque no ésta no sea concluyente, y no alcance para un procesamiento, una elevación a juicio de la acusación y una eventual condena. Es decir, los tres pasos por donde debe pasar un acusado para llegar a la resolución última del caso, si es que antes no se decide su sobreseimiento definitivo por falta de pruebas.
Este cronista preguntó varias veces a funcionarios judiciales del caso la misma pregunta: «¿Hay pruebas contra los iraníes para dejarlos presos?» y siempre recibió la misma respuesta: «Lo primero es que vengan a declarar». Una forma elegante de evadir cualquier responsabilidad ante el fracaso de la prueba. Como sucedió con Soleimanpour en Londres y con los acusados locales de proveer el coche bomba.
¿Loquitos sueltos o Estado asesino?
Las teorías judiciales sobre la inspiración internacional del atentado contra la mutual judía variaron diametralmente de «AMIA1» a «AMIA2». Mientras el juez Galeano hablaba de funcionarios iraníes que formaban una suerte de asociación criminal dentro del Estado iraní, los últimos pedidos de captura dicen que fueron las máximas autoridades de Irán de la época las que ordenaron el atentado en Buenos Aires.
Un «cambio de visión» más que oportuno: llegó justo cuando EE.UU. comenzó a enfilar sus cañones contra Irán.
Según «AMIA2», en una reunión en agosto de 1993 donde participaron dos de los imputados se decidió el atentado de Buenos Aires, que estuvo a cargo de una unidad que cometió otros en Suiza, Alemania y Francia (aunque en ese caso no se trataba de grandes bombazos con el de la mutual sino de asesinato de personas).
El fiscal Nisman, en una entrevista al portal delacole.com explicó que su investigación es «diferente a la de Galeano», y aseguró que se basa en otras pruebas «prácticamente nuevas en su totalidad». Conocedores del caso aseguran que -técnicamente- esto es así. Los datos son nuevos. Lo que no es nuevo es el origen: servicios secretos de EE.UU., Israel y el testimonio de disidentes iraníes protegidos en Europa.
¿Alguien podría tomar en serio un pedido de captura internacional contra -por ejemplo- Fidel Castro, basado en el testimonio de «gusanos» maiameros y de la CIA? Algo parecido sucede en el caso AMIA.
Recientemente un tribunal federal Estados Unidos dictaminó que el gobierno incurrió en violaciones fundamentales del debido proceso al congelar los bienes de la organización de caridad KindHearts por sospechas de vínculos con actividades terroristas y remarcó que el gobierno debe asegurarse de que la organización tenga una clara oportunidad de defenderse de la acusación.
Es un fallo que -de quedar confirmado- supone un duro mazazo a la cacería extrajudicial de supuestos terroristas elevada a dimensión internacional por los Estados Unidos después de los atentados de 2001.
En la legislación argentina los informes de inteligencia no pueden ser tomados como prueba, a menos que sus autores queden identificados en el expediente y sus dichos se prueben con otras evidencias. Así, las «pruebas» que se utilizan ahora para pedir las capturas de encumbrados dirigentes iraníes jamás resistirían un juicio oral. Al menos no uno serio.
«AMIA2», como «AMIA1», está destinada al fracaso mientras el dolor de los familiares de las víctimas y el anhelo legítimo de justicia quede subordinado a las conveniencias políticas del momento. Antes, a las nacionales, ahora, a las internacionales.
*Marcos Salgado – Periodista argentino. Coautor del libro «El Veredicto», sobre el juicio oral del caso AMIA.