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Debacle en Doha

El colapso del viejo orden basado en el petróleo

Fuentes: TomDispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

El domingo 17 de abril era el momento señalado. Se esperaba que los principales productores de petróleo del mundo aportaran una nueva disciplina al caótico mercado del crudo y provocaran la vuelta a los precios altos. En el encuentro de Doha, la rutilante capital del Estado de Qatar, tan rico en petróleo, estaban citados los ministros del petróleo de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEC, por sus siglas en inglés) junto a productores clave no pertenecientes a la OPEC, como Rusia y México, para ratificar un borrador de acuerdo que les obligaba a congelar su producción de petróleo a los niveles actuales. Anticipándose a tal acuerdo, los precios del petróleo habían empezado a trepar inexorablemente, de 30$ el barril a mediados de enero, a 43$ la víspera de la reunión. Pero lejos de restaurar el viejo orden del petróleo, la reunión acabó como el rosario de la aurora, lo que hizo que los precios bajaran de nuevo y salieran a la luz las profundas grietas existentes en las filas de los productores energéticos del mundo.

Es difícil exagerar la importancia de la debacle de Doha. Como poco, perpetuará los precios bajos del petróleo que han estado acosando a esta industria durante los últimos dos años, llevando a las empresas más pequeñas a la quiebra y eliminando cientos de miles de millones de dólares de inversiones en nuevas capacidades de producción. Puede que también haya anulado cualquier perspectiva futura de cooperación en la regulación del mercado entre la OPEC y los productores que no pertenecen a ella. Sin embargo, por encima de todo, demostró que el mundo alimentado por petróleo que hemos conocido estas últimas décadas -con las demandas de petróleo confiando siempre en tener suficientes suministros por delante, y asegurando rápidos beneficios para todos los productores importantes- no existe ya. Sustituir una demanda anémica de petróleo, incluso a la baja, es probable que obligue a los suministradores a luchar unos contra otros por unas cuotas de mercado siempre menguantes.

El camino hasta Doha

Antes de la reunión de Doha, los dirigentes de los países productores más importantes manifestaron que confiaban en que la congelación de la producción detendría finalmente la devastadora caída de los precios del petróleo iniciada a mediados de 2014. La mayoría de ellos dependen en muy gran medida de las exportaciones de petróleo para financiar sus gobiernos y mantener la calma entre sus poblaciones. Por ejemplo, tanto Rusia como Venezuela dependen de las exportaciones energéticas para el 50%, aproximadamente, de los ingresos que consiguen sus gobiernos, mientras que, en el caso de Nigeria, la cifra se sitúa en el 75%. Por tanto, la caída de los precios había ya afectado profundamente recortando el gasto de los gobiernos en todo el mundo, creando malestar social y en algunos casos tempestades políticas.

Nadie esperaba que la reunión del 17 de abril diera lugar a una recuperación de los precios inmediata y significativa, pero todo el mundo esperaba que sentaría las bases para un aumento regular en los próximos meses. Los dirigentes de esos países eran bien conscientes de una cosa: para conseguir tal progreso, la unidad era fundamental. De otro modo no sería posible superar los diversos factores que habían causado el colapso de los precios desde el principio. Algunos de esos factores eran estructurales y estaban profundamente incrustados en la forma en que se había organizado la industria; otros eran la consecuencia de sus propias respuestas ineptas a la crisis.

En el lado estructural y en los últimos años, la demanda mundial de energía había dejado de aumentar con la rapidez suficiente como para poder absorber todo el crudo que iba a parar al mercado, gracias en parte a los nuevos suministros procedentes de Iraq y, especialmente, a la expansión de los campos de esquisto bituminoso de EE.UU. Tal sobreoferta provocó la caída inicial de precios en 2014, cuando el crudo Brent -la mezcla de referencia internacional- bajó desde los 115$ del 19 de junio a los 77$ del 26 de noviembre, el día anterior a una fatídica reunión de la OPEC en Viena. Al día siguiente, los miembros de la OPEC, encabezados por Arabia Saudí, no consiguieron ponerse de acuerdo ni en cuanto a recortes de producción ni en cuanto al congelamiento, y el precio del petróleo entró en caída libre.

El fracaso de esa reunión de noviembre fue ampliamente atribuido al deseo de los saudíes de poner fin a nuevas producciones en otros lugares -especialmente a la producción de esquisto en EE.UU.- y de restaurar su dominio histórico del mercado mundial del petróleo. Muchos analistas estaban también convencidos de que Riad trababa de castigar a sus rivales regionales, Irán y Rusia, por su apoyo al régimen de Asad en Siria (que los saudíes trataban de derrocar).

En otras palabras, el rechazo perseguía matar dos pájaros de un tiro: liquidar el desafío planteado por los productores de esquisto norteamericanos y socavar dos potencias energéticas, aunque económicamente débiles, que se oponían a los objetivos saudíes en Oriente Medio privándoles de los tan necesitados ingresos del petróleo. Debido a que Arabia Saudí puede producir petróleo de forma mucho más barata que otros países -por tan sólo 3$ el barril– y debido a que podía hacer uso de cientos de miles de millones de dólares en fondos soberanos para enfrentar cualquier déficit en su presupuesto, sus dirigentes creían que eran más capaces de afrontar cualquier caída de precios que sus rivales. Sin embargo, hoy en día, esa predicción de color de rosa es cada vez más sombría porque la familia real saudí empieza a sentir los efectos del bajo precio del petróleo y está teniendo que recortar los beneficios que habían estado haciendo llegar a una población creciente y más inquieta y, por si no fuera poco, tienen aún que financiar una guerra costosa, inacabable y cada vez más desastrosa en el Yemen.

Muchos analistas de la energía estaban convencidos de que Doha sería el momento decisivo en que Riad se mostraría finalmente receptivo a una congelación de la producción. Pocos días antes de la conferencia, los participantes expresaban una creciente confianza en que dicho plan iba a adoptarse. Después de todo, las negociaciones preliminares entre Rusia, Venezuela, Qatar y Arabia Saudí habían logrado redactar un borrador de documento que la mayoría de los participantes estaba básicamente dispuesto a firmar. El único punto conflictivo era la naturaleza de la participación de Irán.

De hecho, los iraníes estaban de acuerdo con tal congelación, pero sólo después de que se les hubiera permitido aumentar su relativamente modesta producción diaria a los niveles conseguidos en 2012, antes de que Occidente les impusiera sanciones en el intento de obligar a Teherán a aceptar el desmantelamiento de su programa de enriquecimiento nuclear. Ahora que las sanciones se estaban levantando, como resultado del reciente acuerdo nuclear, Teherán estaba decidido a restaurar el statu quo ante. Pero los saudíes se resistieron, al no tener el menor deseo de ver que su archirrival conseguía nuevos ingresos procedentes del petróleo. Sin embargo, la mayoría de los observadores asumieron que, en última instancia, Riad acordaría una fórmula que permitiera a Irán algún incremento antes de la congelación. «Hay indicios positivos de que, en el curso de esta reunión, se llegará a algún acuerdo… un acuerdo inicial para congelar la producción», dijo Nawal Al-Fuzaia, representante de Kuwait en la OPEC, haciéndose eco de los puntos de vista de otros participantes en Doha.

Pero entonces sucedió algo. Según las personas familiarizadas con la secuencia de acontecimientos, el príncipe heredero sustituto de Arabia Saudí, y estratega clave en los asuntos relativos al petróleo, Mohammed bin Salman, llamó a la delegación saudí en Doha a las tres de la madrugada del 17 de abril y les dio instrucciones para que rechazaran un acuerdo que proporcionara algún margen de acción a Irán. Cuando los iraníes -que decidieron no asistir a la reunión- señalaron que no tenían intención alguna de congelar su producción para dar satisfacción a sus rivales, los saudíes rechazaron el borrador de acuerdo que habían ayudado a negociar y la reunión acabó en medio del caos.

La geopolítica en primer plano

La mayor parte de los analistas han sugerido desde entonces que la familia real saudí consideró que castigar a Irán era más importante que conseguir aumentar los precios del petróleo, sin que les importe el coste; es decir, que no se van a prestar a ayudar a Irán a conseguir sus objetivos geopolíticos, incluyendo aumentar el apoyo a las fuerzas chiíes en Iraq, Siria, Yemen y el Líbano. Al sentirse presionados por Teherán y confiando cada vez menos en el apoyo de Washington, estaban dispuestos a utilizar todos los medios a su alcance para debilitar a los iraníes, aunque eso les pusiera a ellos en peligro.

«El fracaso para llegar a un acuerdo en Doha sirve de recordatorio de que Arabia Saudí no está dispuesta a hacerle favor alguno a Irán justo ahora y que no puede descartarse el conflicto geopolítico en curso como elemento fundamental en la actual política petrolera saudí», dijo Jason Bordoff, del Centro de Política Energética Global de la Universidad de Columbia.

Muchos analistas señalaron también la creciente influencia del príncipe heredero sustituto Mohammed bin Salman, a quien su avejentado padre, el rey Salman, ha encomendado el control casi total de la economía y del ejército. Como ministro de Defensa, el príncipe ha encabezado la ofensiva saudí para contrarrestar a los iraníes en la lucha regional por el dominio. Y más importante aún, es la principal fuerza tras la intervención en curso de Arabia Saudí en el Yemen con el objetivo de derrotar a los rebeldes hutíes, un grupo en gran medida chií con vínculos imprecisos con Irán, y restaurar al depuesto expresidente Abd Rabuh Mansur Hadi. Tras un año de implacables ataques aéreos apoyados por EE.UU. (incluido el uso de bombas de racimo), la intervención saudí no ha logrado sus objetivos previstos, aunque ha causado miles de víctimas civiles, provocando una feroz condena de los funcionarios de la ONU y haciendo hueco para el ascenso de al-Qaida en la Península Arábiga. Sin embargo, el príncipe parece decidido a que el conflicto siga adelante y a contrarrestar la influencia iraní en la región.

Evidentemente, para el príncipe Mohammed, el mercado del petróleo se ha convertido en tan sólo otro escenario de la actual lucha. «Bajo su guía», señalaba en abril el Financial Times, «la política petrolera de Arabia Saudí parece estar menos impulsada por el precio del crudo que por la política global, en particular por la amarga rivalidad de Riad con el Teherán posterior a las sanciones». Esta parece haber sido la historia de fondo de la decisión de última hora de Riad de sabotear las conversaciones en Doha. Por ejemplo, el 16 de abril, el príncipe Mohammed no pudo ser más contundente con Bloomberg sin siquiera mencionar por su nombre a los saudíes: «Si todos los productores importantes no congelan la producción, no vamos a congelar la producción».

Tras cargarse el acuerdo propuesto, se espera ahora que Arabia Saudí impulse su propia producción para asegurar que los precios sigan por los suelos y de esa forma se prive a Irán de cualquier ganancia inesperada de su esperado incremento de las exportaciones. El reino, dijo el príncipe Mohammed a Bloomberg, estaba preparado para aumentar de inmediato la producción de sus actuales 10,2 millones de barriles al día a 11,5 millones de barriles, a los que podría añadir otro millón «si así lo decidimos» en los siguientes seis a nueve meses. Con el petróleo iraní e iraquí fluyendo hacia el mercado en grandes cantidades, esa es la definición de exceso de oferta. Lo que aseguraría ciertamente el continuado dominio del mercado por parte de Arabia Saudí, pero podría también dañar al reino de forma notable, cuando no fatalmente.

Una nueva realidad global

No hay duda de que la geopolítica jugó un papel significativo en la decisión saudí, pero eso es sólo una parte de la historia. Eclipsando las discusiones sobre una posible congelación de la producción había una nueva realidad para la industria del petróleo: el pasado no va a servir para predecir el futuro en lo que se refiere a la demanda global del petróleo. Sea lo que sea lo que los saudíes piensen de los iraníes y viceversa, su industria está siendo transformada fundamentalmente, alterando las relaciones entre los productores principales y erosionando su inclinación a cooperar.

Hasta hace muy poco, se asumía que la demanda de petróleo continuaría ampliándose de forma indefinida, creando espacio para que múltiples productores entraran en el mercado y los que ya estaban en él aumentaran su producción. Aunque la oferta superara a la demanda y los precios cayeran, como ha venido ocurriendo de forma periódica, los productores podrían consolarse siempre sabiendo que, como en el pasado, la demanda se recuperaría con el tiempo y los precios subirían de nuevo. En esas circunstancias y en tal momento, era de sentido común que los productores individuales cooperaran para reducir la producción, a sabiendas de que todo el mundo se beneficiaría más pronto que tarde del inevitable incremento de los precios.

Pero, ¿qué sucede si la confianza en la eventual recuperación de la demanda empieza a apagarse? Entonces los incentivos para cooperar empezarían a evaporarse también y cada productor iniciaría una espantada a lo loco para proteger su cuota de mercado. Esta nueva realidad -un mundo en el que «el pico de la demanda de petróleo«, en vez del «pico del petróleo», moldeará la conciencia de los principales actores- es lo que la catástrofe de Doha augura.

A principios de siglo, muchos analistas de la energía estaban convencidos de que estábamos al borde de la llegada del «pico del petróleo«; es decir, un pico en la producción de petróleo en el que las reservas planetarias se iban a agotar mucho antes de que desapareciera la demanda de petróleo, desencadenando una crisis económica global. Sin embargo, como consecuencia de los avances de la tecnología de las perforaciones, la oferta de petróleo ha seguido creciendo, mientras la demanda ha empezado inesperadamente a estancarse. Esto puede constatarse tanto en la deceleración del crecimiento económico a nivel global, como en la acelerada «revolución verde» en la que el planeta hará la transición hacia fuentes de combustible que no sean a base de carbono. Con la mayoría de las naciones ahora comprometidas con las medidas que persiguen reducir las emisiones de gases invernadero bajo el recién firmado Acuerdo del Clima de París, es probable que la demanda de petróleo experimente importantes disminuciones en años venideros. En otras palabras, la demanda mundial de petróleo llegará a su máximo mucho antes de que la oferta empiece a reducirse, creando un inmenso desafío para los países productores de petróleo.

No se trata de una construcción teórica. Es la realidad misma. El consumo neto de petróleo en las naciones industrialmente avanzadas ha disminuido ya de 50 millones de barriles al día en 2005 a 45 millones de barriles en 2014. Nuevos descensos están al caer en cuanto los niveles de eficiencia del combustible para la producción de nuevos vehículos y otras medidas relacionadas con el clima se lleven a efecto, el precio de la energía solar y eólica siga rebajándose y otras fuentes alternativas de energía entren en funcionamiento. Aunque la demanda de petróleo continúe aumentando en el mundo en desarrollo, incluso allí no está aumentando al ritmo que se daba por sentado anteriormente. Con esos países empezando también a imponer más duras restricciones a las emisiones de carbono, se espera que el consumo global alcance un pico y empiece un inexorable descenso. Según los expertos Thijs Van de Graaf y Aviel Verbruggen, el pico de la demanda mundial total podría alcanzarse ya en 2020.

En un mundo así, los productores de petróleo a precios altos serán expulsados del mercado y los beneficios -aunque no sean muchos- se los llevarán los que resulten menos costosos. Los países que dependen de las exportaciones de petróleo para obtener gran parte de sus ingresos se verán sometidos a crecientes presiones para que se alejen de esa dependencia excesiva del petróleo. Esta puede haber sido otra de las consideraciones de la decisión saudí en Doha. En los meses anteriores a la reunión de abril, los altos funcionarios saudíes dejaron caer insinuaciones de que estaban empezando a hacer planes para una era pospetróleo y que el príncipe heredero sustituto bin Salman jugaría un papel clave supervisando la transición.

El 1 de abril, el príncipe mismo indicó que se estaban dando pasos para iniciar este proceso. Como parte del esfuerzo, anunció, estaba planificando una oferta pública inicial de acciones de Aramco, propiedad estatal saudí, el productor de petróleo número uno del mundo, y que transferirían las ganancias, estimadas en 2 billones de dólares, a su Fondo de Inversiones Públicas (PIF, por sus siglas en inglés). «La oferta pública inicial de Aramco y la transferencia de sus acciones al PIF hará de las inversiones la fuente de los ingresos del gobierno saudí, no el petróleo», señaló el príncipe. «Lo que falta ahora es diversificar las inversiones. Por eso, dentro de 20 años, seremos una economía o un Estado que no dependerá mayoritariamente del petróleo».

Para un país que más que ningún otro ha apoyado sus pretensiones de riqueza y poder en la producción y venta del petróleo, esa es una declaración revolucionaria. Si Arabia Saudí dice que está lista para empezar a alejarse de su dependencia del petróleo, estamos entrando de hecho en un mundo nuevo en el que, entre otras cosas, los titanes de la producción petrolera ya no tendrán tanto peso sobre nuestras vidas como en el pasado.

Esta parece ser, de hecho, la perspectiva adoptada por el príncipe Mohammed a raíz de la debacle de Doha. Al anunciar el 25 de abril el nuevo proyecto económico del reino, se comprometió a liberar al país de su «adicción» al petróleo. Desde luego que esto no va a lograrse fácilmente, dada la fuerte dependencia del reino de los ingresos del petróleo y la escasez de alternativas plausibles. El príncipe, de 30 años de edad, podría también tener que enfrentarse a oposiciones dentro de la familia real ante sus audaces medidas (así como a sus torpezas respecto al Yemen y posiblemente algún otro lugar más). Sin embargo, sea cual sea el destino de la realeza saudí, si las predicciones de un futuro pico en la demanda mundial del petróleo se confirman, la debacle en Doha será considerada como el principio del fin del viejo orden del petróleo.

Michael T. Klare es profesor de estudios por la paz y la seguridad mundial en el Hampshire College y colaborador habitual de TomDispatch.com. Es autor de «The Race for What’s Left: The Global Scramble for the World’s Last Resources» (Metropolitan Books) y en edición de bolsillo (Picador). La versión documental de su libro «Blood and Oil» está disponible en Media Education Foundation. Contactos: michaelklare.com.

Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/176134/

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión como fuente de la misma.