Los resultados electorales en Bielorrusia no han podido sorprender a nadie. A pesar de los millonarios apoyos y maniobras desestabilizadoras impulsadas desde Occidente, la mayoría de la población de ese país ha apostado por la continuidad del actual presidente, Alexander Lukashenka. Las posibilidades de los candidatos opositores para hacerse con un triunfo eran inexistentes, tal […]
Los resultados electorales en Bielorrusia no han podido sorprender a nadie. A pesar de los millonarios apoyos y maniobras desestabilizadoras impulsadas desde Occidente, la mayoría de la población de ese país ha apostado por la continuidad del actual presidente, Alexander Lukashenka. Las posibilidades de los candidatos opositores para hacerse con un triunfo eran inexistentes, tal y como ellos reconocían antes de la celebración de los comicios, debido al escaso apoyo popular que «todavía» tenían. De ahí que esta cita deba interpretarse como el primer paso dentro de un guión elaborado fuera de Bielorrusia, probablemente en Vilnius, capital de Lituania, y centro de las maniobras extranjeras para derrocar a Lukashenka.
Quienes apostaban por un nuevo «cambio de régimen» al estilo de las llamadas revoluciones de colores de Serbia, Ucrania, Georgia o Kirguizistán, han errado en sus predicciones. Probablemente, al igual que los candidatos opositores, han analizado y planificado una campaña en torno a unos parámetros occidentales, alejados de la realidad de Bielorrusia. Así, tanto Milinkevich como Kazulin han mantenido durante todos estos días un mensaje y una imagen acorde con un público occidental, mientras que la población bielorrusa no era objeto de mensajes en consonancia con sus demandas.
Ese desconocimiento u ocultamiento de la realidad del país, se ha contagiado también a muchos medios occidentales. Han obviado que en los últimos años, el salario medio ha aumentado considerablemente, han desdeñado el importante apoyo popular que tiene el presidente Lukashenka, sobre todo en las áreas rurales, y no han querido ver a una sociedad que mayoritariamente demanda continuar con la actual estabilidad económica, que quiere seguir recibiendo sus pensiones sin demoras, mantener el actual acceso a la vivienda y que no desea ver a su país inmerso en conflictos e inestabilidades sociales como los países vecinos.
Es cierto que el sistema actual que preside Lukashenka tiene importantes deficiencias, pero no alcanzar el «label democrático» occidental no debe convertirse en la excusa para acabar con él, sobre todo si tras esa pantalla de declaraciones y demandas democráticas, los actores exteriores y sus aliados bielorrusos buscan un «cambio de régimen» que prime sus propios intereses y no los del pueblo bielorruso.
En los próximos años, si las circunstancias y las presiones externas se lo permiten, Lukashenka continuará con el desarrollo de los sectores públicos de la agricultura y la industria, al tiempo que mantendrá sus buenas relaciones económicas y políticas con Moscú.
Oposición
La mayoría de analistas se preguntan hasta cuándo podrán mantener los líderes opositores esa imagen de unidad. Las experiencias en países vecinos hacen prever que los intereses personales no tardan en aflorar cuando estos supuestos paladines de la democracia ven cerca la posibilidad de alcanzar el poder. Si a finales del 2005 los diferentes segmentos y coaliciones de la oposición bielorrusa fueron capaces de unirse en torno a un «sólo candidato», en buena parte debido a las presiones exteriores, también es cierto que en esa fotografía quedaron fuera algunas figuras como Andrei Klimov, Alexander Voitovich, Valeri Frolov o Sergei Skrebets que no dudarán en maniobrar para lograr una mejor posición en el futuro.
Si el principal candidato de la oposición, Alexander Milinkevich, ha protagonizado los espacios en Occidente, no hay que olvidar la figura del otro Alexander, Kazulin, que puede ser la carta que guardan los actores extranjeros para un futuro a corto y medio plazo, a pesar de que sus resultados han sido los más pobres en las elecciones.
La búsqueda de apoyos entre la inteligentsia, la élite urbana y algunos sectores estudiantiles, unido a una campaña de marketing occidental ha hecho que la oposición deje de lado inconscientemente los temas prioritarios para la mayor parte de la población, cuyas prioridades eran más «materiales» en aspectos sociales y económicos.
Organizaciones como Khopits (basta) o Zubr (bisonte) han impulsado buena parte de las protestas intentando configurar un escenario similar al que vivieron las llamadas revoluciones de colores en los países vecinos. Sin embargo, su escasa presencia fuera de la capital y su dependencia de los fondos extranjeros no les ha permitido canalizar sus deseos en la forma planeada. La llamada revolución del lazo azul ha fracasado de momento.
La historia tampoco parece jugar a favor de la oposición bielorrusa. Bajo el mismo guión que ahora, fracasaron en las elecciones presidenciales del 2001 y en el referéndum del 2004. Algo similar le ocurre en torno a las manifestaciones populares, siendo la impotencia el rasgo fundamental a la hora de movilizar las supuestas protestas desde 1997. Los quince mil manifestantes de ahora, aún siendo una cifra relevante, no reflejan ni de lejos el sentir de la mayor parte de la población. La falta de un liderazgo creíble sería la guinda que preside la incapacidad de la oposición para llevar adelante el tan ansiado «cambio de régimen» que buscan en Washington y en Bruselas.
Puzzle de intereses
Si la oposición busca interese particulares sobre los de la población, otro tanto ocurre con la presencia de los actores extranjeros. En este mundo unipolar, tanto la UE como la OTAN apuestan por asentar su propia hegemonía en el continente europeo. Para ello hay que frenar el auge ruso y ese puzzle, Bielorrusia es una pieza clave.
Estados Unidos, por su parte, quiere mantener aliados firmes dentro de la UE, que le permitan influir en la política de la misma, al tiempo que recela del auge ruso. Para ello ha encontrado en Polonia la marioneta ideal. Varsovia al tiempo que defiende sus propios intereses está haciendo el trabajo sucio de Washington. Consciente de que su posicionamiento puede costarle caro, el gobierno polaco pretende influenciar en Bielorrusia para «asegurar sus intereses geoestratégicos y energéticos». Algo parecido ocurre con los países bálticos, Ucrania o la República checa, que pretenden frenar cualquier alianza entre Minsk y Moscú.
En diciembre pasado, se reunieron en Vilnius más de 50 representantes de exteriores y ONGs para «coordinar y repartirse los millones de dólares» que prometieron EEUU, la UE y otras instituciones. Esta cumbre tuvo la desfachatez de autoproclamarse como «la industria de la libertad», dejando claro cual es el interés que les mueve.
La presencia de manifestantes mediáticos en las calles de Minsk ha servido para alimentar algunas páginas y espacios en los medios de comunicación occidentales, pero conforme pase el tiempo y la prioridad informativa se desplace a otros puntos del planeta, la presencia de esas protestas desaparecerá y entonces esos opositores tendrán que hacer frente al duro invierno informativo.
Las presiones de la UE y EEUU no van a cesar, de momento el pulso mantenido parece que se decanta a favor de Bielorrusia, ya que la población del país ha entendido que el triunfo de la llamada oposición significaría privatizar y desmantelar el sistema económico y social actual, para abrir de para en par las puertas al modelo liberal y occidental, y los frutos que han visto en otros países no son de su agrado.
Rusia no se queda atrás en este escenario, y no hay duda que desde Moscú y otras capitales se seguirá con atención también el devenir de Bielorrusia y de Ucrania, que celebra sus elecciones parlamentarias el próximo 26 de marzo, y donde se puede escenificar un nuevo pulso entre los actores antes mencionados.
* Txente Rekondo. Gabinete Vasco de Análisis Internacional (GAIN)