A tres años de María, ¿qué significó, en lo personal, el paso del huracán? La respuesta más fácil- y también, quizás, en el fondo la más honesta- sería que significó tantas cosas. El recurso al adjetivo tantas es una de las maneras que se tiene para connotar cierta insuficiencia del lenguaje respecto de la excesiva densidad semántica de una experiencia. Nos queda corto el lenguaje, nos sobran las palabras, para tantos significados posibles. Por la misma razón, cuanto más abarque un evento en la esfera de nuestros sentidos, más tiempo nos tomará, no sólo darnos cuenta de ello, sino comprender por qué. En el límite de ese síncope entre la llegada imprevista de un acontecimiento y nuestra comprensión cabal del mismo, está lo que llamaríamos trauma; mejor dicho, el tiempo humano está en el origen de ese desfase. Haría falta más tiempo, tanto tiempo, para darle un significado a ese tiempo, a esa constelación de momentos, que nos salieron sobrando, al haber sido arrojados a esa otra modalidad del tiempo muerto, que ya no es solamente el tiempo muerto de la labor intermitente, precarizada o subasalariada, ni el tiempo muerto del desempleo crónico, o el de la convalecencia médica. Menos aún el de las vacaciones merecidas.
Ese tejer silencioso de la memoria, que es como un mapa que abre el territorio de todos los posibles significados y los pone a disposición del andar del pensamiento, se da en la tensión entre esa cualidad excesiva de los sentidos y los intentos del sujeto por contemporizar su lenguaje con ellos. Si transitamos por la memoria, es porque necesitamos de ella para orientarnos en lo que está por venir. Esa sobreabundancia de sentidos se manifiesta, al inicio, como una nébula de afectos y ansiedades que demandan una referencia a otros significados, que poco a poco irán sedimentándose en torno a aquello que llamamos memoria, y en último caso, en experiencia, que son el cúmulo de representaciones de esa memoria. Se trataría entonces de la tarea de darle una medida justa, no la única posible, a esos afectos. La madeja afectiva de ese nuevo vaivén entre el exceso y la falta evidencia que el tiempo muerto traído por el meteoro impone otras necesidades y otras exigencias. En consecuencia, también echa a andar otros saberes. Nos obliga a improvisar maneras nuevas de hacerlo todo. Incluso (ya que la brega es un arte que puede llegar a ocupar todos los aspectos de la vida del caribeño), improvisar nuevas maneras de bregar.
Significó, en un principio, cierto ajuste parcial y torpe a la emergencia de la situación, que poco a poco fue dando paso a rutinas y modos de existencia inesperados: despejar los caminos, buscar y cargar agua, hacer la larga fila para la gasolina, comprar comida (tener un equipo apropiado para cocinarla), conversar (¡conversar!) para no morirnos del aburrimiento o del calor, tener con qué iluminar la oscuridad de las noches, lavar la ropa (no pocas veces en el río, “como-se-hacía-antes”), la gradual sorpresa de comenzar a acostarse y levantarse cada vez más temprano (“como-la-gente-de-antes”). Por otro lado, verificas de primera mano la índole relativa del valor de los objetos. (¿De qué sirve un auto sin gasolina? ¿Qué son un computador o un celular sin baterías?) El flujo de la información y del dinero, y por tanto la marcha del tiempo moderno, experimentan una deceleración proporcional al colapso de la red energética que impone la ley de la velocidad, en estado de permanente aceleración, sobre nuestras vidas. Nos vemos de vuelta al lápiz y al papel, a la tenue vela, al mensaje dilatado, a las distancias que de pronto recobran una lejanía que, al olvidarla, creímos hacer desaparecer.
Todo eso se convirtió en parte de esa nueva rutina cotidiana, en el vórtice caótico de ese nuevo tiempo muerto. El tiempo del desastre natural significó, entonces, que regresamos a la base material de nuestra existencia: comer, beber, respirar, tener techo y abrigo, mantenernos limpios, saludables y seguros. Algo sobre lo cual tenemos mayor o menor control, dependiendo de la posición relativa que uno ocupe en las jerarquías humanas impuestas por el tejido desigual de las riquezas y las pobrezas, esto es, de la relativa posesión o desposesión material. Nuestra realidad de momento se nos muestra vestida con los caracteres de la inmediatez y la urgencia. (¿Qué significa eso exactamente? Porque también hay que cualificar, como es debido, el supuesto poder ecualizador de un evento como este, cacareado tan frecuente y convenientemente por los medios y los políticos.)
Pero esa apertura radical al porvenir incierto que el tiempo muerto del desastre provoca, al separar la vida humana de su multiplicidad de ritos, también marca el regreso inesperado de lo pasado que ha preferido olvidarse, por desagradable o incómodo- el hambre, la miseria, la desesperación, la humillante vulnerabilidad, de las generaciones que nos precedieron. Es el momento de la invocación de las viejas historias (de las anécdotas de mi abuela, por ejemplo, que de niña pasó el huracán San Felipe en un crucero atrapado en las aguas mortíferas del Canal de la Mona; o el de mi abuela paterna, que durante San Ciprián presenció cómo un tornado torció hasta destrozarla una enorme y casi centenaria ceiba que crecía junto al río que pasaba por el patio trasero de su casa). También es el momento de un ajuste de cuentas pendientes de nuestro pasado con nuestro presente. Después de todo, ¿por qué la actualidad de un desastre tiene el efecto de remitirnos a las historias pasadas, si no es porque las mismas cobran un significado distinto, que se nos plantea como un enigma a ser descifrado, si queremos comprender a cabalidad lo que nos ocurre ahora? El tiempo muerto del desastre que (nos) abre (a) un futuro incierto siempre es también el tiempo de los fantasmas que regresan, esto es, para interpelarnos y exigir ser (re-)conocidos.
Durante ese tránsito precario entre la angustia de la nostalgia y la esperanza, entre los fantasmas del pasado y las incertidumbres del futuro (al final son la misma cosa), pasé muchos minutos pensando en la enormidad del fenómeno: ese inmenso remolino invertido de viento y agua, generado por el peso de millones de kilómetros cúbicos de denso aire frío en la estratósfera, que descienden inexorablemente, obedeciendo a la inapelable ley de la gravedad, hacia el océano allá abajo; otro tanto de aire caliente, en ascenso vertiginoso, más liviano, atrapado en el medio, que de alguna manera tiene que abrirse paso, obedeciendo a las leyes igualmente inapelables de la termodinámica. De todo esto, lo que me dejaba perplejo, sobre todo, era la constatación de que el mero hecho físico, matemático, la enormidad hiperbólica de las cantidades, rebasa cualquier dimensión humana. ¿Cómo nuestras facultades intelectivas pueden abarcar, fuera de la abstracción de las cifras numéricas, la presión de millones de kilómetros cúbicos de aire? No es coincidencia que la capacidad de destrucción de un huracán se compare con la de una bomba atómica, sólo que potenciada por un factor de mil o más. También pasé horas mirando, fotografiando, el espectáculo post-apocalíptico de la devastación ecológica que dejó el fenómeno, como si ese antropomorfismo que llamamos “la Naturaleza”, no contenta con zarandearnos como hormigas en una hoja seca, se ensañara consigo misma. De noche, otro tiempo muerto pasé observando el cielo estrellado de la ciudad oscura, que hizo mucho más concreta y palpable nuestra sobrecogedora deriva galáctica.
El tiempo muerto del desastre es, por otro lado, un tiempo que, de un manotazo, quitó de nuestro campo de atención aquello que pensábamos que era tan importante para nosotros- no sólo el ensayo que había que escribir, la tarea que había que tener lista para la semana que viene, los pagos que hay que hacer, el carro que hay que llevar a arreglar, sino que vacía de significado todos los deseos sobre los cuales construimos tantos planes y proyectos ‘para el futuro’. Porque el futuro, aquello que importa, ya cambió.
Es, en efecto, el tiempo de la catástrofe natural el que pone en suspenso las preocupaciones, los dilemas y predicamentos de todos los tiempos de nuestra modernidad neoliberal. Puso en evidencia a esa modernidad que, como otras muchas, es cada vez más virtual que real, que se parece cada vez más a un oscurantismo hi-tech, pero que aquí actúa también como una pantalla que nos protege de la crónica y endémica marginalidad histórica que constituye a los pueblos del Caribe. Hasta la llegada del fenómeno, esa niebla temporal era la que nos permitía, aquí, pensar y actuar como si perteneciéramos a unas coordenadas temporales en sincronía con las de las grandes metrópolis. Ese tiempo que aún no es, porque el ritmo y la periodicidad de los hábitos convenidos se ha trastocado hasta volverse otra cosa- acaso un modelo anterior de sociabilidad que aún se nos antoja arcaico, ya que tiene el sabor inquietante de algo que ya había pasado antes-, nos impone la necesidad de habérnoslas con una situación que nos refiere a la materialidad primordial de nuestros cuerpos.
Pero si cualquier temporalidad siempre necesita imponerse unos límites- que son los límites de lo posible-, el tiempo muerto rompe con los mismos. Por eso es que, contrario a lo que pudiera pensarse, la inmediatez de esa nueva realidad no contrajo el arco temporal donde estábamos inmersos, sino que lo dilató. Un desastre natural es quizás la evidencia más contundente de la fragilidad de nuestra humanidad, cuyo antropomorfismo insidioso y necio de pronto se da de bruces contra una situación que nos interpela desde un lugar ominoso, que si bien tiene algo de antropológico, lo tiene en el sentido más ecológico, geológico, y en último caso, cósmico del término. Quiero decir un significado que tiene muy poco de humano, si entendemos por ello todos esos humanismos trasnochados de los cuales aún nos valemos, vestigios de un antropocentrismo que de pronto le queda pequeño a la verdadera dimensión planetaria de nuestros problemas actuales. Algo nos recuerda que siempre hemos sido, y seguiremos siendo, polvo estelar.
Por último, esa subterránea pulsación cósmica del tiempo muerto del desastre, nos acercó un poco más a ese momento tan temido en el que la batalla por preservar nuestra dignidad- una dignidad mediada por jerarquías creadas artificialmente- entra en contradicción directa y de maneras tan diversas con nuestra batalla por mantenernos vivos- comer y vestir dejan de ser, al menos parcialmente, esos rituales más o menos sofisticados, en los que nos hemos acostumbrado a imaginar, y justificar, todo tipo de diferencias de clase. De momento, comer vuelve a significar simplemente eso: alimentarse; y vestir, abrigarse.
Achille Mbembe, el pensador camerunés, menciona que en África son cada vez más los lugares donde, habiendo perdido hasta su derecho a ser explotados como mano de obra barata, sobrevivir el día a día se ha convertido en una odisea que constituye el único trabajo de multitudes, de tal manera que sobbrevivir es la forma de ganarse la vida de buena parte de la humanidad. Millones de seres humanos nacen, viven y mueren en ese tiempo muerto que pertenece a pero no forma parte de nuestra modernidad globalizada, y que es parte de ese rastro insondable de los desechos humanos que va dejando, como montañas de basura indigesta, el huracán del neoliberalismo.
La comparación, de seguro, es poco justa, pero también es innegable que la relación entre el poder destructivo del Capital y el de un huracán ha dejado hoy de ser una simple metáfora. De momento, gracias a fuerzas naturales cuya ferocidad se ve amplificada por la dinámica igualmente feroz de esta economía, no es tan fácil mantenerte limpio y arreglado, ni alimentarte, ni mantener la casa limpia, ni vestirse con ropa limpia. Los escombros, la basura y las moscas se acumulan por todos lados. No es tan fácil no enfermarte. Darse cuenta de ello es comenzar a entender que lo que te separa de ese congénere que se gana la vida sobreviviendo en algún tugurio de Nigeria o Comerún, o algún campo de refugiados del sur de Sudán, puede ser algo tan atávico como endeble. Nos vemos devueltos a la escala inercial del tiempo planetario, aquel cuyos ritmos se miden por el ciclo de los terremotos, volcanes, huracanes, estaciones, lluvias, las lunas y las mareas, y por sabernos sujetos al mismo, estamos un poco más cerca de la desprotección radical de aquél nigeriano de la villa miseria, o del refugiado sudanés.
No debemos olvidar que la modernidad se ha figurado, desde sus inicios, ya como una tormenta (Shakespeare, Césaire), ya como un monstruo devorador (Shelley, Goya), o bien como una temible máquina de acero o de músculos humanos que no se detiene ante nada, ni siquiera ante su propia aniquilación (Walter Benjamin). Acaso el límite de la modernidad esté en ese tiempo del desastre natural, en donde lo humano y lo inhumano finalmente se dan cita. A lo mejor, después de todo, el tren indetenible de la modernidad del que habla Benjamin tenga un freno en los demonios climatológicos que ella misma desata. Para mí, ante todo, el paso de María significó eso, la realización de un tiempo muerto que hizo malfuncionar los mecanismos de un reloj cuya velocidad abismal parece empujarnos a un estado de cosas cuya peligrosidad apenas vislumbramos. Al hacerlo, despejó, aunque fuera de manera fugaz, el falso aura de inevitabilidad histórica que rodea destinos tan siniestros. Ciertamente, significó muchas otras cosas, pero si no significó eso, entonces el paso del huracán María y sus secuelas habrán sido, verdaderamente, tiempo muerto, tiempo perdido.
Ricardo Arribas es profesor en la Universidad de Puerto Rico, en Río Piedras