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El hogar de la gente común

Fuentes: La Jornada

Según las tesis políticas aún hegemónicas, a los movimientos sociales les está reservado el papel de auxiliares -«correas de transmisión» en la gélida versión estalinista- respecto de los partidos y los Estados, que son los verdaderos sujetos de los cambios. En efecto, a los movimientos se les asigna el papel de organizar a la población […]

Según las tesis políticas aún hegemónicas, a los movimientos sociales les está reservado el papel de auxiliares -«correas de transmisión» en la gélida versión estalinista- respecto de los partidos y los Estados, que son los verdaderos sujetos de los cambios. En efecto, a los movimientos se les asigna el papel de organizar a la población para movilizarse por sus demandas e intereses inmediatos; pero los objetivos de largo plazo escapan a sus posibilidades que, por el contrario, anidan de forma natural en las estructuras especializadas de los partidos, los únicos capaces, a su vez, de gestionar las complejas maquinarias burocráticas estatales. Esta división del trabajo conlleva, de forma natural, una jerarquización de funciones: quienes son aptos para movilizar, no los son sin embargo para dirigir y gestionar, tareas éstas situadas en el peldaño superior de la escalera política. Cabe preguntarse si los cambios registrados en las tres últimas décadas, a caballo de la mundialización y del papel que desempeñan ahora quienes viven en «el sótano», no deberían cuestionar de forma radical esta cultura política.

La vasta investigación coordinada por Giovanni Arrighi y Beverly Silver, Caos y orden en el sistema-mundo moderno (Akal, 2001), busca indagar los posibles derroteros que seguirá el mundo tras la declinante hegemonía estadounidense y qué perspectivas se abren en un período tan convulsionado como el actual. Para encontrar pistas en la «niebla global», analizan las anteriores transiciones de hegemonías en el capitalismo: de la holandesa a la británica, en el siglo XVIII, y de ésta a la estadounidense, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Se trata de un ambicioso, documentado y exhaustivo análisis que se detiene en cuatro variables: el equilibro de poder entre Estados y si es probable que surja un nuevo Estado hegemónico; el equilibro de poder entre Estados y organizaciones empresariales y la pérdida de poder de aquellos; el poder de los grupos subordinados y el papel de los movimientos sociales antisistémicos; y el equilibro entre las civilizaciones occidentales y no occidentales, y si estamos llegando al final de cinco siglos de dominio occidental.

En cuanto al papel de los movimientos sociales, la conclusión a que llegan es asombrosa: «Mientras que en las anteriores crisis hegemónicas la intensificación de la rivalidad entre las grandes potencias precedió y configuró de arriba abajo la intensificación del conflicto social, en la crisis de la hegemonía estadounidense esta última configuró enteramente aquella» (p. 219). En cuanto al equilibro entre empresas y Estados y la competencia interempresarial, señalan que la oleada de militancia obrera de los sesenta precedió y configuró la crisis del fordismo, a partir de la cual el capital tiene enormes dificultades para mantener su dominación.

En consecuencia, estamos ante un radical viraje histórico. Por primera vez en la historia del capitalismo, el movimiento social -la gente común organizada y movilizada- es una variable de la misma jerarquía, y con la misma capacidad para producir cambios de larga duración, que los Estados y las empresas multinacionales. En paralelo, esto significa que el mundo que emerja de la actual decadencia del imperio estadounidense, estará modelado en buena medida por la gente común en movimiento. En suma, que los movimientos como variable autónoma son capaces de promover la crisis del capitalismo y de contribuir a configurar el mundo que surgirá de dicha crisis.

Lo anterior supone, en segundo lugar, que algunas antiguas divisiones han dejado de ser operativas, si es que alguna vez lo fueron: entre ellas, la clásica división entre lo político y lo social como esferas separadas, y jerarquizadas a favor de la primera. Ya no es posible seguir pensando que los movimientos deben ser «completados» y dirigidos por una instancia exterior. De la misma forma, el análisis precedente revela que el Estado nacional dejó de ser el lugar desde el que procesar el cambio social; si es que alguna vez lo fue.

Por último, aparece una cuestión ética. Como sostiene Fernand Braudel, el capitalismo triunfó y se impuso a lo largo de cinco siglos por una doble capacidad: de identificarse con el Estado, de «ser Estado»; pero también de identificarse con un prototipo de organización empresarial no territorial, lo que hoy conocemos como las empresas transnacionales. Estados y empresas (los espacios de los estratos superiores, «donde merodean los grandes depredadores») son para Braudel «el hogar real del capitalismo». Siguiendo ese razonamiento, ¿cuál sería «el hogar de los políticos profesionales»? No hay que ser ningún adivino para apuntar hacia los partidos, devenidos en escuelas de aprendizaje para renovar los cuadros estatales. Desde otro lugar: ¿quiénes habitan los movimientos sociales? Quien tenga un mínimo de militancia social, coincidirá en que pueden considerarse como «el hogar de la gente común». A cada uno corresponde, pues, elegir el lugar-hogar desde el que prefiere actuar. En vista del papel que están jugando los movimientos en la actual crisis hegemónica, ya no es posible defender la opción estatista por una supuesta eficacia a la hora de cambiar el mundo. En ese sentido, hoy los movimientos sociales no tienen nada que envidiarle a ninguno de los otros espacios. Aún así, no pocos consideran una pérdida de tiempo el compartir la vida con «la gente común».