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El oscuro papel de las fuerzas de seguridad en el tráfico humano de Tailandia

Fuentes: Cuarto Poder

Cuando las fuerzas de seguridad tailandesas se acercaron al campamento donde permanecían secuestrados por mafias de trata de humanos, a los dos adolescentes no se les ocurrió denunciar a sus captores. Hambrientos, sedientos y cubiertos por meros harapos, sólo pensaron en buscar otro campamento de traficantes a donde huir. «Cuando la policía llegó al campo, […]

Cuando las fuerzas de seguridad tailandesas se acercaron al campamento donde permanecían secuestrados por mafias de trata de humanos, a los dos adolescentes no se les ocurrió denunciar a sus captores. Hambrientos, sedientos y cubiertos por meros harapos, sólo pensaron en buscar otro campamento de traficantes a donde huir.

«Cuando la policía llegó al campo, corrimos hacia otro cercano», explicaba un aterrorizado superviviente birmano de tan sólo 15 años a los medios locales congregados en la provincia de Songkhla, cerca de la frontera con Malasia. Él y su amigo, un bangladesí de Chittagong de 17, fueron localizados en su huida cerca del campamento de Padang Besar, donde serían halladas una treintena de tumbas con 26 cadáveres, dos cuerpos sin sepultar y un hombre moribundo, en tal estado de debilidad que fue abandonado por sus captores porque no podía incorporarse. Según su testimonio, en aquel campo habían sido confinadas unas 800 víctimas de trata en condiciones infrahumanas, golpeados y abusados por sus captores.

El caos, la indefensión, el miedo de las víctimas y el oscuro papel que juegan los funcionarios tailandeses en el negocio de la trata de Tailandia está bien resumido en la huida de los dos chavales. Como ellos, decenas de miles de inmigrantes o refugiados, mayoritariamente birmanos o bangladesíes, pagan a las mafias cada año una verdadera fortuna para intentar llegar a Malasia, donde confían en encontrar trabajo y un lugar seguro, lejos de persecuciones religiosas o políticas; un espacio donde comenzar una nueva vida.

Pero el azaroso viaje en barco es una trampa: en muchos casos, las embarcaciones arriban a las costas tailandesas en lugar de terminar el viaje hasta Malasia. Allí, entre los manglares y la jungla, los traficantes hacinan a sus víctimas en campamentos caseros, con celdas hechas de bambú, sin apenas agua potable ni alimentos. A muchos los atan con cadenas para evitar que escapen y les facilitan una llamada telefónica con la que convencer a su familia de que pague un rescate a un intermediario, que los permita terminar el trayecto a pie hasta territorio malasio. Mientras hablan, les golpean para aumentar el dramatismo. «Mi mamá vendió nuestra casa para pagar mi rescate. Por eso sigo vivo», explicaba uno de los adolescentes citados, en declaraciones a la prensa tailandesa. En caso contrario, en ocasiones les venden como esclavos a los barcos pesqueros donde agotarán sus vidas en alta mar, en turnos interminables, entre golpes y necesidades.

Esta ha sido la realidad del sur de Tailandia durante años. Todos sabían, gracias a denuncias en los medios de comunicación, de la existencia de los campos de la muerte, pero nadie hablaba en voz alta de ellos. Nadie, salvo las ONG’s y algunos medios independientes cuyas voces se ahogaban en la corriente mediática.

Campos de la muerte

Pero ahora, tras el descubrimiento de tres de esos campamentos de los «al menos 60» que salpican la jungla en la frontera entre Tailandia y Malasia, según un responsable rohingya, el país asiático se escandaliza por la impunidad de las mafias en su frontera sureña. Y lo que es peor, por la connivencia de unas fuerzas de Seguridad, que nunca actúan contra estas bandas pese a conocer dónde y cómo actúan tras décadas de denuncias detalladas. Entre los detenidos en relación al campamento con 30 tumbas se encuentran varios funcionarios municipales, entre ellos el alcalde de Padang Besar, Bannajong Pongphol, y decenas de policías, además de un birmano considerado líder de una de las redes locales de tráfico humano. Es de la etnia rohingya, la más perseguida del sureste asiático, a la que también pertenecen buena parte de las víctimas de los campos.

Los detenidos, así como otros sospechosos (uno de ellos, el vicealcalde de Padang Besar) en busca y captura, han sido acusados de tráfico humano, detención ilegal y secuestro. Pero lo más llamativo es que Punpanmuang haya apartado de sus puestos a 53 policías del sur, entre ellos el responsable de la comisaría de Padang Besar, el general Suthorn Chalermkiat, y cinco veteranos oficiales, así como a siete agentes sospechosos de haber recibido comisiones de los traficantes para hacer la vista gorda. Quince oficiales están siendo investigados por su implicación en la trama. «Esos agentes han sido arrestados y perseguidos. Simplemente sus casos no han salido en la prensa», afirmó el miércoles el viceministro de Defensa, el general Udomdej Sitabutr.

Antes de ser detenido, el alcalde de Padang Besar firmaba la destitución de su número dos, al tiempo que defendía su propia inocencia. Según su testimonio, citado por medios locales, sí sabía que su área era empleada por las mafias pero «yo no estoy implicado. Puedo decir que estoy limpio». Tres días después, seguía los pasos del resto de detenidos.

Era bien sabido que su vicealcalde estaba implicado en trata humana: tanto, que hace dos años fue absuelto, por falta de pruebas, tras ser acusado formalmente por rohingyas víctimas de los infames campos. Eso da una idea de la corrupción que genera el negocio del tráfico humano en Tailandia, un negocio que mueve 250 millones de dólares anuales según la prensa local. «Cualquier oficial que acepte sobornos u obtenga beneficios personales, encarará cargos criminales y acciones disciplinarias», advertía ayer el viceportavoz del Ejército, el coronel Sansern Kaewkamnerd. «El Gobierno tendrá que usar una medicina amarga contra todo tipo de crímenes. Nos tenemos que librar de estos demonios profundamente arraigados en Tailandia», añadió Kaewkamnerd.

«Ahora mismo, ya no hay dudas de que el campo de detención y los cadáveres descubiertos están relacionados con el tráfico humano», declaraba el máximo responsable de la Policía tailandesa, el general Somyot Pumpanmuang, que ha asumido personalmente la investigación. «Está claro que es una operación transnacional. El primer ministro me ha dado instrucciones para confrontar seriamente a cualquier funcionario del Estado envuelto en esto. No habrá excepciones».

Duras declaraciones para un régimen que, hasta ahora, había intentado acallar las denuncias sobre el tráfico humano por todos los medios. Chutima Sidasathian y Alan Morison, responsables del diario local online Phuketwan, confrontan cargos criminales por haberse hecho eco de una investigación de Reuters que denunciaba la vinculación de la Armada tailandesa con los traficantes en alta mar. El responsable de la municipalidad de Takua Pa, Manit Pleantong, leía en voz alta a esta periodista una carta de sus superiores recibida horas antes de nuestra entrevista, el pasado febrero. «Me piden que no dé entrevistas, que no hable más del tráfico humano con la prensa», decía negando con la cabeza. Él, consagrado luchador contra el tráfico humano y responsable de brigadas civiles dedicadas a la búsqueda de las mafias y sus campos de la muerte, rechazaba que la Policía «de mi distrito» esté implicada en las redes de trata humana, y explicaba que el problema es de tales dimensiones que se escapa a todo control. «La realidad del tráfico humano excede a cualquier fuerza policial», añadía.

Tailandia está en el punto de mira de Estados Unidos y la Unión Europea: el primero ha incluido al país en el último escalón de su Informe sobre Tráfico de Personas, que incluye a países como Corea del Norte, Siria y Uzbekistán, que no hacen nada para evitar las mafias humanas, y nada parece que vaya a mejorar su posición el próximo junio, cuando emita su próximo informe anual; la segunda ha dado un plazo de seis meses a Bangkok para resolver los problemas que rodean la pesca ilegal, incluida la esclavitud de los pescadores, antes de prohibir toda importación de marisco tailandés. Eso explica la reacción de las autoridades a los descubrimientos: se ha anunciado un enorme despliegue de policías y militares con el encargo de peinar amplias áreas de Songhkla, se han destacado sobre el terreno a centenares de efectivos y se han efectuado detenciones. Sin embargo, Phuketwan relataba cómo una de sus reporteras, en cuanto se separó con otros informadores de las redadas oficiales, halló un nuevo campamento donde habían sido abandonados grilletes, jaulas erigidas con bambú con capacidad para albergar a ‘cientos’ de personas y dos víctimas abandonadas por su debilidad: una niña con su hermana, incapacitada, de 11 años.

Los campos son vox populi desde hace casi dos décadas, y las ONG’s han denunciado de forma reiterada la connivencia de las autoridades. «En algunos casos, las autoridades tailandesas son cómplices en el tráfico humano vendiendo detenidos a sindicatos criminales, que luego les conducirán a los campamentos de traficantes», explicaba Matthew Smith, director ejecutivo de Fortify Rights.

Supervivientes rohingya identificaron hace tiempo cuatro islas situadas en la costa de la provincia tailandesa de Ranong como centros de las mafias, empleadas para esconder a los inmigrantes y refugiados a la espera de cobrar rescate por ellos: se trataría de Yipoon, Kangkao, Kam y Noppaket. «El hallazgo de fosas comunes en los campos de traficantes no supone ninguna sorpresa. La amplia complicidad de los oficiales tailandeses en el tráfico implica que es necesaria una investigación independiente con apoyo de la ONU para descubrir la verdad y llevar a los responsables a la Justicia», aseguró Brad Adams, director de Human Rights Watch para Asia. «Cada año, decenas de miles de rohingya huyen de las espantosas condiciones en Birmania sólo para ser abusados y explotados en manos de los traficantes en Tailandia», añadió Adams.

Se estima que, en los últimos años, unos 250.000 bangladesíes han pasado por los campos de la muerte tailandeses en calidad de rehenes de las mafias. Los rescates, que suelen rondar los 2.000 dólares, suponen una industria que alcanza los 250 millones de dólares anuales y emplea a centenares de personas en Tailandia, Bangladesh, Birmania y Malasia: desde quienes ‘reclutan’ a las potenciales víctimas ofreciéndoles el viaje que les alejará de la persecución o del desempleo hasta los guardianes que vigilan los campos. Sólo el último año, un informe de la ONU daba cuenta de 53.000 personas de Bangladesh y Birmania que habían viajado por mar, de forma ilegal, con destino a Malasia vía Tailandia.

El dilema es ahora cómo acabar con un problema que, según las ONG’s, implica a comunidades enteras sobornadas por las mafias para hacer la vista gorda o demasiado asustadas para denunciar. Según Chris Lewa, responsable de Proyecto Arakan, que vigila las violaciones de derechos de la comunidad rohingya, los traficantes están trasladando sus campos de la muerte de tierra firme a alta mar: ahora son los barcos, anclados en medio de la nada, los que sirven de celda para centenares de refugiados e inmigrantes amenazados de muerte si sus familias no pagan un rescate. En caso contrario, son arrojados al mar, según testimonios recabados por Lewa, o vendidos a barcos pesqueros por entre 150 y 1.500 dólares, según medios como Reuters. Sin embargo, la directora de Proyecto Arakan sigue estimando que hay entre 7.000 y 8.000 refugiados secuestrados en los mencionados campos de la muerte. El jueves, el primer ministro Prayut Chan-ocha exigía acabar con todos los campamentos en un plazo de diez días.

Fuente original: http://www.cuartopoder.es/asiapost/2015/05/10/el-oscuro-papel-de-las-fuerzas-de-seguridad-en-el-trafico-humano-de-tailandia/496