Me resulta extraña la elección. Este papa, da la impresión de haber sido elegido para el golpe de gracia a una Iglesia que se desmorona a ojos vista ante el mundo, y ante los mil millones de sus fieles nominales de los que a buen seguro sólo quedan unos cuantos cientos de miles efectivos… Bien […]
Me resulta extraña la elección. Este papa, da la impresión de haber sido elegido para el golpe de gracia a una Iglesia que se desmorona a ojos vista ante el mundo, y ante los mil millones de sus fieles nominales de los que a buen seguro sólo quedan unos cuantos cientos de miles efectivos…
Bien está que algunos nieguen el colaboracionismo del obispo Bergoglio con Videla dictador. Pero los figurantes siempre son presuntos de culpabilidad: es imposible mantener buena fama universal a lo largo de una larga vida, sobre todo en la fase pública. Los que recelamos del poder, y por supuesto del religioso, sabemos que no es posible detentarlo sin ser cómplice de los abusos cercanos. Principalmente porque el poderoso, aun el que pasa por íntegro, ha de ignorar por norma el abuso para mantenerse. Justo la renuncia de Ratzinger podría interpretarse como prueba irrefutable de que no estuvo dispuesto por más tiempo a transigir con los estigmas y la corrupción ni a mirar a otra parte. Por eso adoptó quizá el gesto más noble de la vida. Y eso debiera verse también como un extraordinario testimonio. «Un bello morire tutta una vita honora», reza un dicho militar. Una renuncia redime de sus posibles faltas a cualquiera y ennoblece una vida, siempre imposible de satisfacer al mundo entero, podría ser el lema espiritual.
Tampoco resulta extraño que se apresure a salir como valedor de las sombras de Bergoglio, un Nobel de la Paz al que no sabemos cuánto le han pagado por ello. No os extrañe. Por un lado, es lo normal en una sociedad corrompida por el dinero en todos las esferas. Y, por otro, ese negar lo que otros cuentan de Bergoglio durante la dictadura, no dejaría de ser propio del pacifismo galardonado.
No obstante, lo que en estos tiempos esperaba todo el mundo es que el elegido hubiera sido precisamente alguien destacado por lo contrario: por la lucha encerrada en la «teología de la liberación». Es decir, un luchador contra la pobreza, contra el poderoso y contra el dictador, y no una figura controvertida precedida de sospechas. Pacelli (Pío XII) bendijo los cañones de Hitler, y Ratzinger (Benedicto XVI) perteneció a las juventudes hitlerianas. Pero ambos tuvieron una buena coartada. Hitler había sido elegido democráticamente y es verosímil que ambos desconocieran las atrocidades que sólo más tarde se conocieron urbi et orbi.
Sin embargo en este caso lo que sí se sabe positivamente es que, si Bergoglio no colaboró con el dictador, se mantuvo al margen de las fechorías de la dictadura, y nadie le ha oído ni una sola palabra u homilía de condena…
Pero hoy día todo se sabe. No queda el más mínimo resquicio para la tenebrosidad de las actuaciones ni de las actitudes, por acción o por omisión, de los personajes del mundo. Por eso, el único Salvador que hubiera inspirado confianza a la asamblea de los cristianos era uno que viniera precedido de la fama de haber sido abiertamente beligerante con el poder instituido. Todo lo que no sea eso, es un baldón para la causa del protagonista. Algo que, por otra parte, es lo habitual en los miembros de jerarquía eclesiástica y lo «normal» en los 115 cardenales que eligieron a Bergoglio, que viven opíparamente en sus países de origen y de quienes no se sabe que alguno se haya retirado a orar al desierto y renunciado a sus pertenencias para dárselas a los pobres y reconfortar un poco así a la Iglesia militante…
Al contrario, esos 115 cardenales forman parte del boato, artificiosidades y corruptelas características de un poder humano, que será de origen divino pero se ha pasado su historia ejerciéndose de mala manera. Al menos viendo el asunto desde la inteligencia colectiva no fanática del siglo XXI. Poder en la práctica, aunque diga otra cosa, siempre en contra de los oprimidos, desfavorecidos y perseguidos que sólo han podido contar con la protección y el consuelo de la mayoría de sus sacerdotes «rebeldes», de los párrocos, de la «tropa» que ha debido enfrentarse siempre a la amenaza de excomunión de sus jerarcas y camarillas vaticanas.
Incluso no me extrañaría que el concepto «terrorismo islámico» hubiera sido acuñado, inspirado o reforzado para su uso por el poder civil, por esos jerarcas y camarillas. A fin de cuentas tiene que haber una soterrada rivalidad, fruto de un extraordinario desequilibrio espiritual, entre mil millones de católicos, la mayoría ni militante ni practicante, y mil quinientos millones de musulmanes, la mayoría practicante.
Mucho me temo, en fin, que Bergoglio se suba al pináculo del templo católico sabiendo que nada va a poder hacer para cambiar las cosas. O bien, como es habitual entre los que detentan un poder a quien nadie impone leyes, para cambiarlas con unas dosis más elevadas de más hipocresía todavía y un medieval blindaje de las puertas vaticanas, para que todo siga igual… hasta que todo se derrumbe. Total, que todo indica que la profecía de San Malaquías está a punto de cumplirse…
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