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El Papa que vino del frío

Fuentes: La Clave

Es bastante evidente que Karol Wojtyla, elegido Papa un poco por carambola, consideró su principal misión acabar con el comunismo de cuya geografía procedía. No solo lo dijo en abundantes ocasiones sino que utilizó los servicios secretos vaticanos y esos mecanismos bancarios tan tortuosos que posee la Iglesia, para financiar el sindicato polaco Solidaridad. La […]

Es bastante evidente que Karol Wojtyla, elegido Papa un poco por carambola, consideró su principal misión acabar con el comunismo de cuya geografía procedía. No solo lo dijo en abundantes ocasiones sino que utilizó los servicios secretos vaticanos y esos mecanismos bancarios tan tortuosos que posee la Iglesia, para financiar el sindicato polaco Solidaridad. La contundencia con la que se aplicó a esa tarea contaminó su misión pastoral, por ejemplo al condenar con tanta fiereza como escaso análisis la teología de la Liberación.

Es conocida la dureza con la que se produjo con el obispo de El Salvador, Monseñor Romero, negándose a recibirle en privado y echándole una bronca en público cuando Romero aprovechó una audiencia general para entregarle documentos e intentar contarle lo que estaba pasando en su país. «Usted lo que tiene que hacer es llevarse bien con sus autoridades civiles», le dijo y canceló abruptamente el encuentro. Meses después Monseñor Romero fue asesinado como lo fueron los jesuitas de la Universidad Católica, con la connivencia de aquellas autoridades.

Parecidas anécdotas cuentan otros eclesiásticos que quisieron hacerle entender la unilateralidad de su posición cuando fue cancelando los impulsos de apertura y modernización del Concilio Vaticano II. Y es que Wojtyla fue hijo de su tiempo y de su entorno y tenía unas maneras de gobernar similares a la de los totalitarismos que condenaba. Su centralismo burocrático, sus censuras doctrinales, su opción por los grupos católicos más populistas y sectarios, Opus Dei, Legionarios de Cristo, en perjuicio de los más clásicos y abiertos, Jesuitas y Dominicos, son consecuencia de ello y se tradujeron en una neopolitización de la Iglesia. La reciente condena al gobierno Zapatero representa básicamente la propuesta de regresar a una confesionalidad que el electorado español no desea.

Alentados por esa mentalidad, los grupos católicos más conservadores de Estados Unidos hicieron causa común con sus homónimos protestantes para apoyar la candidatura de Bush y Roma se mostró particularmente satisfecha por la creación de una orden de sacerdotes católicos con la finalidad de luchar contra el aborto y la eutanasia. La Orden, «Misioneros del Evangelio de la Vida» fue creada recientemente en la diócesis de Amarillo, Texas, por un sacerdote, el padre Frank Pavone, que se declara dispuesto a utilizarla para actividades tales como la recluta de votantes, el lobby político y la intimidación a las clínicas donde se interrumpe legalmente el embarazo.

Porque la mayor intolerancia del pontificado de Wojtyla ha sido su oposición a la nueva interpretación de la sexualidad femenina, hecha posible por la ciencia moderna. Millones de mujeres se declaran católicas, son practicantes pero controlan su fertilidad y se niegan a que la Iglesia les imponga una moral sexual que no comparten. En cierto sentido, la oposición, reiterada una y otra vez por el Papa, a los preservativos, a la interrupción de los embarazos no deseados significaría considerar la maternidad como un castigo a las mujeres «ligeras de cascos». Su indiferencia a la tragedia del SIDA es un mentís a su pretendida opción por la vida. En fin, este papa ha desoído las voces que piden una mayor participación en el sacerdocio, en el poder eclesiástico para la mitad de los creyentes, las mujeres, sin las cuales la evangelización es hoy imposible.

Wojtyla desechó el análisis y la solución de esas cuestiones para embarcarse en una operación de «marketing» mediático con la que ha intentado crear un carisma religioso que sin duda satisface a una cierta clase de creyentes pero no a todos y especialmente no a los más ilustrados.

Contradiciendo el recelo anterior de la Curia, Wojtyla fue admirador y protector del Opus Dei al que concedió la autonomía funcional de los obispos territoriales, la Prelatura personal y la discutida y vertiginosa canonización de su Fundador.

Alberto Moncada es presidente de Sociólogos sin fronteras