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El test taiwanés

Fuentes: Observatorio de la Política China

Las aguas bajan revueltas en el Estrecho de Taiwán. Días atrás, un portavoz de Defensa de China continental advirtió que “la independencia implica la guerra”. No es algo nuevo. Es el espíritu y hasta la letra de la Ley Antisecesión aprobada por el Parlamento chino en 2005.

No obstante, en las últimas semanas, la gesticulación en la zona está adquiriendo un nivel fuera de lo común con un hostigamiento militar a Taiwán en claro aumento. La razón es simple, se trata de testear a la nueva Administración Biden.

Los años de Donald Trump en la Casa Blanca han puesto fin a la “ambigüedad estratégica” en relación a Taiwán, hoy considerada el corazón de la estrategia del Indo-Pacífico. Trump elevó el nivel del intercambio bilateral, buscó el refuerzo de las relaciones económicas, comerciales y tecnológicas, incrementó las ventas de armamento, brindó un mayor apoyo internacional… Esta dinámica se vio reforzada con un aparato legislativo que ahora encorseta a la Administración Biden, debiendo aclarar que mantiene y que cambia en dicho marco. Mike Pompeo puso patas arriba la tradicional política de “una sola China” y forjó un consenso bipartidista en esta cuestión. China “reconoció” esta trayectoria imponiendo sanciones a un numeroso grupo de funcionarios de EEUU que habían actuado negativamente en el asunto de Taiwán.

La vieja Formosa se ha convertido así en una expresión del duelo sino-estadounidense que exaspera a un Beijing acostumbrado a definir esta cuestión como la más sensible de las relaciones bilaterales. Que Biden haya invitado por primera vez, oficial y públicamente, a la representante taiwanesa, Hsiao Bi-khim, a su toma de posesión no es una buena señal para el PCCh. Tampoco el tono de las declaraciones del secretario de Estado Antony Blinken, del secretario de Defensa, Lloyd J. Austin III, de la nueva representante de EEUU ante la ONU, Linda Thomas-Greenfield, o de Kurt Campbell, coordinador del Consejo de Seguridad Nacional para el Indo-Pacífico. Nuestro compromiso con Taiwán es sólido como una roca, vino a decir el Departamento de Estado. Esas declaraciones, la no revisión de las ventas de armas de Trump (hasta 11 paquetes), así como la nueva serie de maniobras militares en el Mar de China meridional, auguran continuismo en esta cuestión. Y China se afana por imponer un cambio de rumbo.

El PCCh se encuentra entre la espada y la pared. Por una parte, no parece encontrar mejor forma de presionar al nuevo gobierno estadounidense para obligarle a entablar un diálogo bilateral que restablezca el orden pre-Trump. De otra, el aumento de la actividad militar proporciona a EEUU razones y argumentos para perseverar en su apoyo a la isla. Sus operaciones hacen frotar las manos a aquellos que se apuntan a la teoría de la amenaza china. Y enervan a la sociedad taiwanesa. Una encuesta reciente de la Fundación para la Democracia de Taiwán señalaba que solo un 14 por ciento de la población aboga por la unificación y un 25 por ciento por mantener el statu quo.

En mayo de 2020, el general Qiao Liang advertía a la cúpula china de la importancia de no bailar al ritmo que marca EEUU, evitando obsesionarse con la reunificación y siendo paciente, so pena de verse envuelta en sus propias vulnerabilidades. El 1 de enero entró en vigor una enmienda en la ley de organización de la defensa que incluye los intereses de desarrollo en la lista de asuntos vitales a proteger por las fuerzas armadas. Esta cautela podría justificar un ataque preventivo en cualquier momento contra la isla.

Aunque alerta, Taiwán vive un relativo momento dulce. La excelente gestión de la pandemia le ha granjeado un importe caudal de simpatía y admiración internacional. Su economía creció el año pasado más que la continental. La presidenta Tsai Ing-wen cuenta con un importante nivel de apoyo y tiene aun por delante tres años de gestión en los que aspira a prolongar el mandato independentista. Y no olvidemos que fueron precisamente asuntos como la crisis política de Hong Kong o el discurso del 2 de enero de 2019 de Xi Jinping (“la isla debe ser y será reunificada con China”) los mejores activos para reflotar sus expectativas tras un primer mandato errático. No obstante, tiene dos problemas principales: el 40 por ciento de las exportaciones taiwanesas cruzan el Estrecho; por otra, fiarlo todo al apoyo de EEUU es en extremo peligroso. Para Washington, sus intereses son lo primero y eso, como ya ocurrió en el pasado, convierte a Taiwán en una moneda de cambio potencial.

Biden parece tener la intención de seguir la trayectoria básica de la política de Trump en la región, y buscará mecanismos para sofisticarla con compromisos multilaterales basados en la defensa de los “valore comunes”. Más tarde o más temprano, China y EEUU se sentarán a hablar del tema, lo cual es una garantía para evitar desbordamientos indeseados. Donde no hay diálogo es entre Taipéi y Beijing.

Más preocupante que estos juegos de guerra son los intentos de cambiar la Constitución de la República de China, tal y como pretenden las diferentes sensibilidades del movimiento secesionista taiwanés, incluido el gobernante PDP. Cambios en la bandera, el emblema o el himno pero también en la definición del territorio eliminando cualquier alusión al continente circunscribiéndola a las “fronteras nacionales existentes”, es decir, Taiwán, Penghu, Kinmen y Lienchiang. Esto sí puede ser casus belli.

Fuente: https://politica-china.org/areas/taiwan/el-test-taiwanes