La muerte del rey Bhumibol en octubre de 2016, llevó al trono de Thailandia, dos meses después, a su hijo Vajiralongkor, un individuo despótico, criminal, que dirigió la represión contra la guerrilla comunista, llegando a participar en combates (aunque sin exponer su vida). Vajiralongkor es un hombre capaz de ordenar a sus subordinados que le […]
La muerte del rey Bhumibol en octubre de 2016, llevó al trono de Thailandia, dos meses después, a su hijo Vajiralongkor, un individuo despótico, criminal, que dirigió la represión contra la guerrilla comunista, llegando a participar en combates (aunque sin exponer su vida). Vajiralongkor es un hombre capaz de ordenar a sus subordinados que le consigan a la fuerza las mujeres de las que se encapricha, y posee una enorme fortuna, acumulada por el finado Bhumibol, que tiene origen en la corrupción, la información privilegiada y las empresas e inversiones creadas al amparo del palacio real, con la complicidad de todos los gobiernos thailandeses. Es un turbio personaje, pero las leyes impiden la menor crítica al rey: hasta quince años de cárcel.
Ahora, acaban de coronarlo: cargado con su corona de siete kilos de peso, transportado en palanquín por guardias reales de casacas azafranadas y soldados de gala, con el general que protagonizó el golpe de Estado de 2014, Prayuth, caminando a su lado, esa coronación fue un derroche absurdo, una procesión por las calles de la capital, con diez elefantes con ornamentos de oro obligados a arrodillarse ante retratos del monarca, en un pomposo ritual desde el palacio hasta el templo de Wat Pho, entre temblorosos monárquicos que aguantaban el calor para ver a su monarca divino, y, después, centenares de drones dibujando su silueta en la noche de Bangkok. Unos días antes, se había casado con Suthida, una azafata de las líneas aéreas, elegida por el siniestro monarca y nombrada general del ejército, que cumplió los rituales arrastrándose por la estancia de palacio hasta llegar a los pies de Vajiralongkor, un hombre capaz de emular a Calígula nombrando mariscal a uno de sus perros.
El país sigue sumido en la incertidumbre y el miedo. Todavía no se ha aclarado la matanza de octubre de 1976 en la universidad de Thammasat, en Bangkok, cuando la policía y los grupos de extrema derecha asesinaron a más de cien estudiantes, ni el mayo sangriento de 1992, ni la represión de 2009 y de 2010, cuando decenas de personas fueron asesinadas por el ejército en las calles.
La Junta Militar gobierna desde 2014. El general y primer ministro Prayuth reformó la constitución para otorgar más poder de decisión al ejército y convocó elecciones para marzo de 2019, que dieron al Phalang Pracharang, el partido militar, 115 escaños (y, con sus aliados, 122), mientras que la oposición agrupada en un frente democrático (siete partidos, entre ellos el de los hermanos Thaksin y Yingluck Shinawatra, el Puea Thai) consiguió 245. Una nueva formación, Anakot Mai («Nuevo Futuro») ha obtenido 80 escaños, mientras la izquierda no consigue superar su debilidad. El nuevo sistema establecido por la dictadura estipula que el primer ministro es elegido de manera conjunta por los 500 diputados de la Cámara de Representantes y los 250 senadores, que son nombrados por el ejército y favorables a Prayuth, por lo que este solo necesita 126 diputados para conseguir la mayoría, establecida en 376.
La Junta Militar no solo persigue a la izquierda y al partido de los Shinawatra sino también al nuevo Anakot Mai, que puede ser prohibido. Los sucesivos partidos creados por Thaksin Shinawatra (el hombre más rico de Thailandia, que está en el exilio y cuya fortuna creció con apoyo gubernamental) son de confusa ideología, pero han defendido una política de gestos hacia el campesinado pobre. Cuando gobernaron, los Shinawatra iniciaron la creación de un limitado sistema de salud, prometieron electricidad para la Thailandia rural y pobre, así como beneficios para los suburbios, y persiguieron el tráfico de drogas, aun a costa de centenares de asesinatos por la policía. Ubolratana, hermana del nuevo monarca, quiso postularse como primera ministra al frente del Thai Raksa Chart, un partido afín a los Shinawatra, aunque Vajiralongkor y la Junta Militar impidieron que se presentase a las elecciones.
Las luchas callejeras entre partidarios del rey Bhumibol y del entonces primer ministro Thaksin Shinawatra (camisas rojas) causaron doscientos muertos, y el país arrastra diez años de crisis e inestabilidad. En ese dilema vive Thailandia: la burguesía y la mesocracia de las ciudades, asociados al ejército y la monarquía, se enfrentan al conglomerado de los Shinawatra, que cuenta con el apoyo de la Thailandia rural y cuyo populismo los acerca más a los pobres; sin embargo, ambos sectores defienden el modelo capitalista, y los trabajadores se encuentran prisioneros de un enfrentamiento de bloques del poder.
Thailandia tiene, además, el dudoso honor de ser uno de los más fieles aliados de Washington en el sudeste asiático, además de ocupar el primer lugar del mundo de clientes de prostíbulos, que mutilan las vidas de centenares de miles de prostitutas esclavizadas. El país, que fue base de operaciones norteamericanas durante la guerra de Vietnam, colaboró con Washington en sus programas de cárceles secretas y torturas: Gina Haspel, actual directora de la CIA, dirigió una de ellas, donde supervisó torturas a los detenidos. Ahora, la población padece a Vajiralongkor y, junto a él, al general Prayuth, protagonista del golpe de Estado de 2014 apoyado por Estados Unidos y primer ministro desde entonces: Thailandia soporta a un nuevo déspota, coronado entre elefantes.
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