Leo con algún escepticismo, y no pocas sorpresas, las noticias acerca de las «revoluciones» (y/o «transiciones») del Norte de África. Me sorprenden hechos como la actitud hostil de Estados Unidos y la Unión Europea hacia gobiernos que hasta hace poco eran sus amigos (no hay que olvidar que Mubarak y Ben Alí eran miembros de […]
Leo con algún escepticismo, y no pocas sorpresas, las noticias acerca de las «revoluciones» (y/o «transiciones») del Norte de África. Me sorprenden hechos como la actitud hostil de Estados Unidos y la Unión Europea hacia gobiernos que hasta hace poco eran sus amigos (no hay que olvidar que Mubarak y Ben Alí eran miembros de la Internacional Socialista), la disponibilidad de algunos intelectuales -Joseph Nye, Robert Putnam, Anthony Giddens- para revalorizar a Gadafi «como pensador y estadista», a cambio de una suma en dólares. O que coincidan en apoyar al dictador libio izquierdistas como Chávez y Ortega, junto a empresas de tan infame trayectoria como Halliburton, ExxonMobil, BP o Shell.
Pero la mayor de las sorpresas la he tenido leyendo un artículo de Martin Shaw donde se asegura que lo que está sucediendo en el Norte de África es «la última fase de la revolución democrática universal que está transformando el mundo desde los años ochenta». ¿De verdad que lo que está sucediendo en el mundo desde los tiempos de Reagan y de Thatcher es una «revolución democrática universal»? No debemos de estar hablando del mismo planeta.
Porque lo que nos cuentan quienes estudian hoy la realidad de nuestras sociedades es que, a finales de los años setenta del siglo pasado, pareció interrumpirse una larga trayectoria de progreso, alimentada por dos siglos de luchas sociales que nos permitieron ganar las libertades políticas individuales y, más adelante, las sociales, como el derecho de los sindicatos a negociar las condiciones y la remuneración del trabajo, o los avances colectivos en terrenos como los de la educación y la sanidad públicas. Estos progresos, consolidados con la victoria sobre el fascismo en la Segunda Guerra Mundial y con el desarrollo posterior del Estado del bienestar, se interrumpieron en la década de los setenta, cuando comenzó la batalla contra los sindicatos, y han llegado a una amenazadora culminación como consecuencia de la crisis económica actual, que ha sido en realidad un fruto más del proceso de «desregulación» de la economía, que era una de las bases de este modelo regresivo.
Fue entonces cuando comenzó lo que Paul Krugman llama «la gran divergencia»: el reparto de los beneficios de la producción -que hasta entonces iba mostrando una distribución gradualmente más equitativa, con avances del salario real que respondían a los aumentos de la productividad- inició a partir de estas fechas una evolución de signo opuesto, con un aumento gradual de la parte destinada al beneficio empresarial y una disminución paralela del salario real. El análisis que Michael Greenstone y Adam Looney han hecho del caso estadounidense muestra que, mientras los salarios reales parecen haberse estancado, si tomamos en cuenta las ganancias totales por trabajador -sin limitarnos sólo a los que tienen empleo a tiempo completo-, se puede ver que han disminuido en un 28% en los 40 años que van de 1969 a 2009.
La crisis actual, que debería de haber servido para poner en evidencia la irracionalidad de la economía y la necesidad de introducir cambios en las reglas que rigen su gestión, ha tenido como consecuencia todo lo contrario: que se atribuya el desastre al peso de salarios y gastos sociales, y se adopten medidas para recortarlos, a la vez que se proponen nuevas exenciones fiscales para los empresarios (o, simplemente, se sigue tolerando que eludan las cargas, como se ha visto en EEUU, donde ExxonMobil, General Electric, Bank of America o Citigroup no han pagado un solo dólar en impuestos federales sobre sus ingresos de 2009).
La gran trampa que ha permitido que nos convenzan para que asumamos mansamente los costes de la crisis ha sido la de permitir a quienes la causaron que presenten los problemas creados por un sector muy concreto del mundo de los negocios como un problema colectivo, del que todos somos responsables. En el caso español, por ejemplo, el problema fue creado por los bancos y cajas de ahorros, que se prestaron a especular con sus depósitos, esto es, con nuestros ahorros, apoyando negocios insensatos.
Como ha dicho Peter Radford, la élite política y económica ha conseguido desviar el debate para llevarlo al terreno de la deuda pública, algo que necesitaba «para disfrazar su culpabilidad colectiva y su corrupción. Imponernos austeridad a todos era esencial para eludir el pago de las consecuencias de su ineptitud». Y lo está aprovechando además para reforzar su ataque contra lo que queda aún de las viejas conquistas sociales. Lo ha dicho Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía: la idea de que sólo se puede combatir el déficit recortando el gasto público responde a «un intento de debilitar las protecciones sociales, reducir la progresividad de los impuestos y disminuir el papel y las dimensiones del Gobierno, mientras se deja toda una serie de intereses establecidos tan poco afectados como sea posible».
El resultado final es que no sólo nos hacen pagar la factura de una crisis causada por la codicia de otros, sino que el argumento de que la culpa es nuestra, porque hemos gastado demasiado en atención médica, becas o pensiones, se usa para convencernos de que para volver a la normalidad es necesario que aceptemos más recortes de los salarios y los derechos sociales, con el fin de garantizar la continuidad de las ganancias absolutamente inmorales de unos pocos.
Josep Fontana es historiador
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/3171/en-que-tiempos-vivimos/
rCR