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Tras las elecciones alemanas

Estado extremo

Fuentes: El Correo

Dicen ‘voto de castigo’, lo cual representa un insulto para todo aquel que ejerce su legítimo derecho a votar a cualquier opción dentro del ámbito partidista. Dicen ‘voto de castigo’ como si de entrada el voto correspondiera, por derecho natural, al régimen bipartidista, fuera del cual todo es excepción. Dicen ‘voto de castigo’ por atribución […]

Dicen ‘voto de castigo’, lo cual representa un insulto para todo aquel que ejerce su legítimo derecho a votar a cualquier opción dentro del ámbito partidista. Dicen ‘voto de castigo’ como si de entrada el voto correspondiera, por derecho natural, al régimen bipartidista, fuera del cual todo es excepción. Dicen ‘voto de castigo’ por atribución a los electores de un voto negativo, esto es, un voto que no está inspirado en la elección positiva sino por lo que han desechado (y que hubiera sido ‘lógico’). Dicen ‘voto de castigo’, en definitiva, porque se deja de elegir la corriente dominante en las sociedades occidentales, basada en la autoaniquilación del Estado en favor de los grandes capitales. Voto de castigo que conduce, en última instancia, a un Estado extremo.

De un tiempo a esta parte, la patronal mundial ha decidido que para ser competitivos hay que apretarse el cinturón. Y se lo dijeron a quienes, hoy por hoy, tienen la soga al cuello. Esa soga, dicen ahora, también hay que ir apretándola. Pero ahora ya no lo pide directamente la patronal, sino que es el propio Estado el que lo hace. Convertido en portavoz y cancerbero de la gran patronal, el Estado ha optado por defender la política de las grandes corporaciones como supuestos nuevos garantes del bienestar social: mientras se generen puestos de trabajo, el bienestar estará asegurado.

El desarrollo de esta política exige que el Estado se aparte y deje vía libre al mundo de la economía. El ‘laissez faire’ decimonónico por fin toma forma, se encarna en la (mal) llamada política neoliberal que por doquier abruma a las sociedades del ámbito occidental. Nos hablaron de un mercado de libre competencia, para lo que había que liberalizar los monopolios públicos y hemos alcanzado el cenit de los oligopolios con sus precios concertados. Nos hablaron de la economía de servicios y ahora entendemos que se referían a las letrinas. Nos rebajaron los impuestos para desahogar las economías familiares, y así las familias pudieron endeudarse más por menos y obtener menos por más. Nos dijeron que de esa forma seríamos más libres, y ahora todos hipotecados a vida.

El capital, lejos de compensar a quienes le generan riqueza -los trabajadores, ¿se acuerdan?- dice que para estar mejor hay que estar peor: ¿Mañana, cadáveres, gozaréis! Y todo porque hay otros países donde los trabajadores aún están en peores condiciones. Y ya se sabe que los trabajadores baratos no son buenos para la economía. Que si no fuera por los coreanos o los chinos, aquí nos pagarían más.

El Estado, lejos de proteger a quien le paga -los ciudadanos, ¿se acuerdan?-, tiende a retirarse del escenario social, dejándonos al amparo de la (supuesta) economía de mercado. Deja de ser un refugio para llevarnos a esa situación de indefensión total que Ulrich Beck definió como sociedad del riesgo. Y sin embargo los gobernantes actúan como si todo siguiera igual, como si todo estuviera bien. Pretenden que sigamos con nuestra vida normal, que sigamos votando a las mismas ideas, a las mismas personas. La interpretación de la realidad se pretende como si nada cambiara y de esta forma los ciudadanos tampoco cambiemos. Pero la realidad se muestra tozuda: la política como pura escenificación, vaciada de todo contenido, cada vez engaña menos. Y el público, cada vez más imposibilitado de acceder a ese espectáculo, empieza a demandar nuevos guiones.

En Alemania, este fin de semana, el voto extremo ha vuelto a sobresaltar las conciencias de políticos y analistas europeos. La extrema derecha y la extrema izquierda han sobrepasado al bipartidismo bienpensante. Y a ese resultado le llaman voto de castigo: ¿Ah, el recorte del gasto social! ¿Es que en política no hay nada parecido a la idea de libertad de mercado, de tal forma que si voto a los comunistas no digan que he castigado a los socialdemócratas? Cuando yo me compro un lapicero no estoy castigando a las estilográficas, y si bebo un refresco de limón no castigo a las de naranja. Parece obvio, ¿verdad? Claro que dicha expresión no es inocente, sino tan sólo una mascarada para tratar de criminalizar las opciones diferentes a las hegemónicas. Al igual que se hace con la abstención electoral. ¿Y si lo viéramos de otra manera?

Se me ocurre que la gente que ha votado a estos partidos no desea un Estado en retirada, ni desea votar a unos partidos que facilitan la disolución de las estructuras políticas que tanto ha costado crear, como no desea que sus vidas sean gobernadas por el puro arbitrio de una lógica que ve el rédito como único argumento para la existencia. Se me ocurre que la gente que ha votado a esos partidos no es más extrema que las condiciones que se imponen por doquier, con la excusa de la competitividad y similares. Como se me ocurre que la gente que ha votado por esos partidos tiene miedo de lo que se avecina y busca refugios donde guarecerse de la tormenta que inunda el horizonte. No seré yo quien diga que están equivocados (o acertados). Tampoco seré yo quien diga cuál es la solución a un conflicto que se me antoja complicado y que afecta a los pilares mismos de nuestras sociedades postdemocráticas. Lo que sí sé es que el camino actual conduce a un Estado extremo. Como cantaba Labordeta, ‘Vamos camino de nada’.