Traducido por Miguel Marqués
La forma de gobierno del planeta tal y como la conocemos no es más que una tiranía que habla el idioma de la democracia. Necesitamos una asamblea elegida por sufragio directo.
La primera persona que lo propuso fue, hasta donde sé, Alfred Tennyson, en 1842. Desde entonces, la idea ha resucitado y desaparecido de nuevo al menos en una docena de ocasiones. Pero esta vez podría haber vuelto para quedarse. La demanda de un parlamento mundial por fin adquiere cierta intensidad política.
La campaña por una asamblea parlamentaria de las Naciones Unidas se lanza durante esta semana en los cinco continentes. Cuenta con el respaldo de casi 400 diputados parlamentarios de 70 países, una amplia y ecléctica lista de artistas e intelectuales (entre ellos Günter Grass, Karlheinz Stockhausen, Alfred Brendel o Arthur C. Clarke), varios ministros y líderes políticos (incluido nuestro paisano Ming Campbell y seis exministros de exteriores), el presidente del Parlamento Panafricano y un exsecretario general de la ONU. Tras 160 años de denostación, la locura de Tennyson empieza a parecer plausible.
A los que deseamos un parlamento mundial a menudo se nos acusa de estar intentando inventar de la nada un sistema de gobierno global. Pero este sistema de gobierno global ya existe. El Consejo de Seguridad de la ONU, el Banco Mundial, el FMI y la Organización Mundial de Comercio toman decisiones que nos afectan a todos. Y lo hacen sin nuestro consentimiento. Lo mejor que se puede decir de ellos es que funcionan siguiendo una democracia de fotocopia. Los ciudadanos votamos a un diputado y se supone que este voto traslada nuestro apoyo a su partido. Esto, a su vez, legitimiza a los gobiernos, que por su parte asumen el derecho a designar a un primer ministro. Este primer ministro consignará embajadores y burócratas que nos representarán en todo el mundo, y cuyas decisiones, teóricamente, expresarán nuestros deseos. Con cada una de estas transferencias de consentimiento democrático, nuestra papeleta de voto adelgaza. Los organismos internacionales actúan en nuestro nombre, pero no tenemos más influencia de la que tienen los ciudadanos birmanos sobre la junta militar de ese país. El gobierno global es una tiranía que habla el idioma de la democracia.
El propósito de un parlamento mundial es el de exigir responsabilidades a los organismos internacionales. No es una panacea. No convertirá el FMI o el consejo de seguridad de la ONU en instituciones democráticas: al estar éstos controlados por el derecho de veto de sus miembros más poderosos, eso sólo sería posible pasando por la disolución y la reorganización. Pero sí tendría poderes para imponer controles sobre ellos. No empuñaría un ejército, ni un cuerpo de policía, ni armas, ni poderes ejecutivos. Sin embargo, poseería algo que ninguno de los otros organismos internacionales tiene: legitimidad. Una de las lecciones más sorprendentes de la Historia nos enseña que las organizaciones no democráticas a menudo se ven obligadas a ceder poderes a las democráticas, con ánimo de obtener cierta legitimidad retrospectiva. ¿Por qué si no se creó el Parlamento Europeo? ¿Por qué si no se amplían cada vez más sus competencias, a pesar de las tendencias centralizadoras del Consejo Europeo?
Aquellos que, como los euroescépticos británicos, afirman que la toma de decisiones a nivel continental o regional es innecesaria, viven en un mundo irreal. Ningún asunto político se detiene ya en las fronteras nacionales. Los asuntos de mayor peso e influencia (el cambio climático, el terrorismo, las agresiones interestatales, el comercio, el flujo de capital, las presiones demográficas, el agotamiento de los recursos) sólo se pueden acometer de manera global. La cuestión no es si se deben tomar decisiones a escala mundial. La cuestión es cómo garantizar que éstas se toman de forma democrática. ¿Hay alguna opción posible distinta de la representación directa?
La democracia mundial se encuentra con un problema concreto: la escala a la que debe funcionar. Cuanto mayor sea el electorado, menos democrático será el organismo parlamentario. Una democracia verdadera sólo puede existir en un núcleo de población pequeño, en el que los representantes están sujetos a una vigilancia constante por parte de sus electores. Sin embargo, es mejor tener un sistema imperfecto que no tener ninguno. Incluso el euroescéptico más testarudo sería incapaz de sostener que la Unión Europea funcionaría mejor sin un parlamento.
Lo que la escala de estas instituciones supranacionales necesita es una democracia más participativa de lo que se nos ha ofrecido hasta hoy. El reciente fiasco de la Constitución Europea constituye una útil demostración de cómo no se deben hacer las cosas. Primero se presentó a los ciudadanos europeos una pregunta vacía que parecía más bien una burla a la democracia. «Aquí tiene usted un documento que contiene cientos de propuestas. Algunas le benefician, otras le perjudican. Deberá aceptarlas todas o rechazarlas todas. Si está de acuerdo (le seguiremos preguntando hasta que lo esté), consideraremos que usted se aviene a todas las medidas que en él se disponen». Cuando esta pantomima de consentimiento administrado falla, sus administradores anuncian (como hizo Tony Blair la semana pasada) que un referéndum es, en realidad, innecesario. Tendremos nueva constitución lo queramos o no, y ésta se redactará y aprobará en nuestro nombre. No se podría haber inventado nada mejor para acabar con lo que quedaba de nuestro entusiasmo por Europa.
La Unión Europea, como el Reino Unido, necesita una nueva constitución: tenemos que saber cuáles son los límites de sus nuevos poderes y cuándo éstos se traspasan. Y deberíamos tener oportunidad de votar a favor o en contra de esta nueva constitución. Sin embargo, pedirnos a los ciudadanos una única respuesta que valide cientos de conflictivas cuestiones es tratarnos como idiotas. Como ganado estúpido que consiente con sus cuerpos, pero no con sus mentes, con el fin de ceder legitimidad a la institución europea.
El proceso tendría sentido únicamente si fuera posible votar todas y cada una de las cláusulas. Esto supondría papeletas de voto extremadamente largas y complicadas. Pero ése es el coste de la democracia: exige un cierto esfuerzo de nuestra parte. Un parlamento mundial funcionaría sólo si se nos exigiera algo más allá de poner una cruz en un papel una vez cada cinco años.
Hay ciertos aspectos de la nueva campaña con los que no estoy de acuerdo. La asamblea parlamentaria que propone estaría formada en un principio por miembros de los parlamentos nacionales. A partir de ahí, se movería gradualmente hacia la representación directa. He de admitir que esta manera sería la más rápida y fácil de poner en marcha una asamblea mundial, pero encuentro que el camino menoscabaría su legitimidad.
Si alguien propusiera disolver nuestro parlamento nacional británico para volver a recomponerlo mediante un comité delegado de concejales municipales, quedaríamos horrorizados. ¿Por qué habríamos de querer que nuestros parlamentarios nacionales (que conocen tan poco la política internacional y que se comprometen con ella sólo por afición) nos representaran a nivel internacional? Parece otra forma de democracia de fotocopia.
Pero estoy hilando demasiado fino. Si éste es el único modo realista de poner en marcha una asamblea mundial que un día se elegirá de manera directa, sería estúpido ponernos en medio. Lo que salta a la vista al leer la lista de signatarios es la cantidad de nombres africanos. Es cada vez mayor el convencimiento en África de que un parlamento mundial ofrece la mejor oportunidad (quizá la única) de que las necesidades no escuchadas de los pobres lleguen a oídos de los ricos. Un parlamento global garantiza que Bob Geldof, Bono y los líderes del G8 dejen de ser ventrílocuos de la voz de los pobres. Los ciudadanos podrán hablar por sí mismos.
Por esta razón, los reaccionarios de todo el mundo se opondrán a la nueva campaña por una asamblea mundial. El resto de nosotros deberíamos apoyarla.
Podrán encontrar información más detallada sobre la campaña en: