«Es más barato y eficiente construir un aula que una celda» Lula da Silva La situación actual La violencia constituye un problema de salud pública. La Organización Mundial de la Salud considera que existe una epidemia en términos sanitarios cuando se da una tasa superior a los 10 homicidios por cada 100.000 habitantes en un […]
«Es más barato y eficiente construir un aula que una celda» Lula da Silva
La situación actual
La violencia constituye un problema de salud pública. La Organización Mundial de la Salud considera que existe una epidemia en términos sanitarios cuando se da una tasa superior a los 10 homicidios por cada 100.000 habitantes en un período de un año. En estos momentos, en Guatemala esa tasa se encuentra en el orden de los 45 homicidios, con un índice de 15 muertes violentas diarias promedio, cifra que crece imparable y que hace un año se mantenía alrededor de 12-13. Algunos estudios contemplan la posibilidad de llegar a 20 para el final del actual período de gobierno. De mantenerse esta tendencia, en los primeros 25 años luego de la firma de los Acuerdos de Paz en 1996 que pusieron fin a una guerra que, según el Informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, costó la vida a 250.000 personas, el número de muertos superará al registrado en esas casi cuatro décadas de enfrentamiento armado, período en el que el promedio de muertes diarias era de 10. «La violencia es una de las amenazas más urgentes contra la salud y la seguridad pública» , afirma el mencionado organismo técnico de Naciones Unidas. Con estas estadísticas se considera que la situación en Guatemala está en una condición de gravedad particularmente sensible y preocupante. Sin ánimos de ser pesimistas ni agoreros, técnicamente se puede decir que desde el punto de vista de la seguridad y la convivencia cotidiana, ahora la sociedad está en una situación comparativa que no es sustancialmente mejor que durante el conflicto armado.
Y si no «peor», al menos la actual explosión de violencia abre inquietantes interrogantes sobre la sociedad post conflicto que se está construyendo y las perspectivas futuras. En ese sentido, preocupan altamente dos cuestiones: de hecho, las causas estructurales que pusieron en marcha ese enfrentamiento interno en la década de los 60 en el siglo pasado no han cambiado, a lo que se suma la pesada carga dejada por uno de los más sangrientos conflictos internos con características de «guerra sucia» que vivieron las sociedades latinoamericanas en el marco de la Guerra Fría , secuelas que han sido muy poco abordadas, lo que refuerza una cultura de impunidad ya histórica en el país.
Hoy día, repitiendo y superando los índices de violencia que se podían encontrar durante la guerra, la situación cotidiana nos confronta con nuevas formas de violencia. No hay enfrentamientos armados entre ejército o fuerzas estatales y movimiento guerrillero insurgente, pero la situación de inseguridad que se vive a diario, en zonas urbanas y rurales, comparativamente es más preocupante. Han aparecido nuevas expresiones de violencia en estos últimos años: además de la tasa extremadamente alta de homicidios, asistimos a una explosión del crimen organizado manejando crecientes cuotas de poder económico, y por tanto, político. Se ven nuevas modalidades, como el surgimiento y crecimiento imparable de las pandillas juveniles -las «maras»- (según estimaciones serias, las mismas manejan por concepto de chantajes y cobros de impuestos territoriales alrededor de 120 millones de dólares al año), el auge de los carteles del narcotráfico, el feminicidio (con un promedio de dos mujeres diarias asesinadas, muchas veces previa violación sexual), las campañas de limpieza social, los linchamientos.
Ante todo ello, la percepción generalizada de la sociedad raya en la desesperación. La violencia cotidiana ha pasado a ser el tema dominante, desplazando otras preocupaciones de la población. Contribuye a agigantar esta percepción el continuo bombardeo de los medios de comunicación, que hacen de la violencia mostrada en términos sensacionalistas el pan nuestro de cada día. Ya pasó a ser frecuente la expresión «la delincuencia que nos tiene de rodillas», con lo que se logra un efecto de desesperación en la población sin proponer ninguna salida, asimilando así violencia con delincuencia pero sin tocar las causas estructurales de este fenómeno. En la conciencia colectiva actual el fenómeno de las «maras», por ejemplo, tiene más importancia que la pobreza estructural crónica o que la guerra recién vivida y su reforzamiento de la impunidad como conducta que marca toda la historia del país. Sin negar los índices alarmantes de violencia delincuencial que existen, es preocupante que la prensa aborde la violencia sólo en relación a la comisión de delitos, dejando por fuera otras expresiones tan o más nocivas, como la exclusión económico-social, el racismo, el machismo. El autoritarismo y la impunidad como constantes que recorren todos los ámbitos de la sociedad y toda la historia del país, no se mencionan. El fantasma azuzado de esta forma no hace sino reforzar un clima de militarización donde la única respuesta posible ante la epidemia de violencia en marcha es más violencia, más control, más militarización.
Se pueden anotar como causas de la situación actual, de esta «epidemia» de violencias que se sufre a diario -y que no es solo delincuencia-, un entrecruzamiento de factores:
· La pobreza generalizada (60% de la población vive en pobreza, 25% en pobreza extrema) que cruza toda la sociedad.
· La desigualdad y exclusión en la distribución de los recursos económicos, políticos (uso del poder) y sociales.
· El legado histórico de violencia y su consecuente aceptación en la dinámica cotidiana normal (además de la prolongada guerra interna de casi cuatro décadas, también puede mencionarse como una constante normalizada: corrupción, dictaduras, elecciones fraudulentas, violación sistemática a los derechos humanos, marcado racismo, masculinidad ligada al uso del poder y de la violencia y feminidad ligada a debilidad e incapacidad).
· Una cultura de violencia que se manifiesta desde el mismo Estado y la forma en la que éste se relaciona con la población: abuso de poder, y al mismo tiempo, ausencia o debilidad extrema en su función específica.
· El autoritarismo como constante en las formas de relacionamiento social.
· La impunidad generalizada, con un sistema de justicia oficial débil o inexistente, ineficiente en el cumplimiento de su función específica, y una justicia maya consuetudinaria deslegitimada por el discurso oficial. ( En una encuesta realizada por el periódico Prensa Libre en abril de 2007, el 90 % de los entrevistados dijo no confiar en la Policía Nacional Civil, y la situación no ha cambiado al día de hoy).
· Una incontenible proliferación de armas de fuego (estudios recientes indican que existen en la actualidad más personas armadas que durante los años del conflicto armado interno; por 100 dólares se puede conseguir en el mercado negro un fusil-ametralladora automático con parque de municiones).
· Una marcada militarización de la cultura ciudadana (con una cantidad desconocida de empresas de seguridad privada, muchas de ellas trabajando sin las correspondientes autorizaciones de ley, la mayoría de las cuales exige a sus empleados haber prestado servicio militar, cuadruplicándose así la cantidad de agentes de la fuerza policial pública), a lo que se suma una generalizada paranoia social con respuestas reactivas: medidas de seguridad por todas partes, población civil armada, desconfianza, casas amuralladas, barrotes y alambradas, puestos de control.
· Silencio y falta de información sobre los efectos de la violencia, y en particular, desconocimiento de la historia y de las raíces violentas que marcan la sociedad (el Informe «Guatemala: memoria del silencio», de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, fue muy poco apropiado por el colectivo dado que no hubo un política pública de reconocimiento de las atrocidades de la guerra y una recuperación de esa memoria histórica con el consecuente afrontamiento de sus secuelas a través de estrategias orgánicas de Estado).
· Una acentuada cultura de silencio, producto de la ineficiencia del sistema de justicia y también herencia del conflicto armado recientemente vivido, todo lo cual predispone para no presentar denuncias, no decir nada, dejar pasar, aguantar. Y en el peor de los casos, tomar justicia por mano propia (de ahí, junto a otros determinantes, la proliferación de los linchamientos que se viene dando desde la firma de la paz).
Todo esto no es gratuito. Las condiciones cotidianas de vida son angustiantes; si bien la democracia política reinante permite una mayor cuota de libertad en relación a lo vivido durante la pasada guerra, la población vive cautiva de este clima de inseguridad, atemorizada, «de rodillas», tal como lo repite machaconamente la prensa. A lo que se suma el costo económico que todo ello trae aparejado. «Para el año 2005 ese costo económico ascendió a un 7.3% del PBI. Tal cifra es altamente significativa, en tanto corresponde a más del doble del valor de los daños que causó al país la Tormenta Stan en octubre del año 2005. (…) Cada año la violencia cobra a la sociedad altas cantidades de recursos en servicios de salud, pérdida de capital social, costos legales, ausentismo laboral, inversión en seguridad privada así como productividad perdida», nos hace saber un informe del PNUD del 2006 («El costo económico de la violencia en Guatemala», dirigido por Edgar Balsells Conde).
Una historia de violencia
«Naturalmente vagos y viciosos, melancólicos, cobardes, y en general gentes embusteras y holgazanas. Sus matrimonios no son sacramento, sino un sacrilegio. Son idólatras, libidinosos y sodomitas. Su principal deseo es comer, beber, adorar ídolos paganos y cometer obscenidades bestiales. ¿Qué puede esperarse de una gente cuyos cráneos son tan gruesos y duros que los españoles tiene que tener cuidado en la lucha de no golpearlos en la cabeza para que sus espadas no se emboten? , decía Fernández de Oviedo, cronista de la colonia española en su «Historia general y natural de Las Indias», refiriéndose a la población maya originaria de estas tierras. El racismo ha signado la historia de Guatemala desde la misma llegada de los conquistadores europeos, y al día de hoy es la matriz que sigue enmarcando las relaciones sociales. Hasta 1944, año en que comienza la primera y única experiencia de modificación de la situación socioeconómica del país con la «primavera democrática» que por entonces se vivió por espacio de apenas una década, las fincas se vendían con «indios incluidos».
El fenómeno de la violencia actual tiene causas múltiples e históricas; lo que estalló con la guerra que comienza en 1960 no es sino la expresión de algo que hoy sigue presente, y que viene desde siglos atrás. Pero la situación de Guatemala hoy, 2008, con su epidemia de violencia y esa historia de 250.000 muertos en la guerra interna en estos últimos años más todo el dolor que eso trae como secuela, va más allá de ese conflicto puntual. » La historia inmediata no es suficiente para explicar el enfrentamiento armado» , concluye la Comisión para el Esclarecimiento Histórico. «La concentración del poder económico y político, el carácter racista y discriminatorio de la sociedad frente a la mayoría de la población que es indígena, y la exclusión económica y social de grandes sectores empobrecidos -mayas y ladinos- se han expresado en el analfabetismo y la consolidación de comunidades locales aisladas y excluidas de la nación».
La violencia es mucho más que delincuencia, sea robo de automóviles, de casas, atracos en la vía pública o secuestros extorsivos. La violencia es la matriz histórica en que se viene desenvolviendo la sociedad guatemalteca desde hace cinco siglos.
La violencia tiene innumerables caras. Junto al racismo histórico del que hablábamos, valga decir que recién en el año 2006, 10 años después de firmada la paz firme y duradera, fue derogada la normativa legal que exoneraba de responsabilidad penal a los violadores que se casaran con su víctima, siempre y cuando ésta fuera mayor de 12 años. Y un virtual «derecho de pernada» aún persiste en el actuar de más de un finquero en las zonas rurales, mientras que no es infrecuente que la empleada doméstica en zonas urbanas (en general muchachas indígenas) resulten embarazadas de los varones de la casa. El machismo como constante atraviesa la historia de la sociedad; el feminicidio al que se asiste hoy día no es sino un recordatorio de esta cultura patriarcal. Según la Relatora de Naciones Unidas para la Violencia contra las Mujeres, Ertuk Yakin, que visitara el país en el año 2005, hay un clima general en el sistema de justicia penal de falta de respeto por la dignidad de los sobrevivientes de violencia y de sus familiares que buscan justicia. El prejuicio dominante que asienta en buena parte de la sociedad, en varones y también en mujeres, es que esas mujeres asesinadas «se lo buscaron». Es decir: todo coincide para que la violencia, en vez de ir desapareciendo, se perpetúe. Se ha perdido la capacidad de indignación. La calamidad que trae consigo la violencia ha pasado a ser natural, normal, asimilada como cotidiana.
El autoritarismo, otra forma de violencia, es una constante cultural; cuando un subordinado, o simplemente una persona, es interpelado/a por otra, es frecuente que responda «mande» por querer decir: «lo escucho». La idea de disciplina se valora especialmente, incluso más que otra virtud. Un colegio es «bueno» si tiene «disciplina férrea» (no importa tanto la excelencia académica), y la época de la dictadura de Jorge Ubico, en las décadas del 30 y del 40 del siglo XX, es presentada en cierto imaginario social como edad dorada, porque «ahí no había delincuencia» (se fusilaba a los delincuentes). Autoritarismo que va de la mano, siempre, de impunidad. El que manda tiene el derecho inexorable de mandar. Un niño debe callarse ante un mayor y una mujer ante un varón. Y hasta no hace muchos años, un indígena ante un no-indígena. No está de más recordar que Guatemala es uno de los dos únicos países de América Latina que tiene pena de muerte, y mayoritariamente la población reclama su aplicación.
La impunidad marca todas las relaciones sociales. Un conductor de un vehículo puede atravesar un semáforo en rojo y sabe que muy probablemente no tendrá sanción, lo mismo que un chofer de transporte público que atropella a un peatón y huye; se puede evadir el pago de impuestos al fisco, y muy probablemente no habrá sanción (la recaudación fiscal representa apenas el 9% del producto bruto nacional, lo cual nos da una idea de por qué el Estado es un aparato tan débil e ineficiente); desaparecen 11 millones de dólares en el Congreso de modo «misterioso» -como acaba de suceder recientemente- y ningún diputado pierde el sueño porque está seguro que no habrá sanción por el hecho; ningún responsable del genocidio vivido décadas atrás, con más de 600 aldeas campesinas indígenas masacradas debidamente documentadas por testigos presenciales y exhumaciones de cementerios clandestinos como prueba, ha sido llevado a una corte de justicia; prácticamente ningún homicidio de los tantos que se cometen a diario es castigado; un varón puede agredir con mucha tranquilidad a su pareja porque sabe que pocas veces una mujer maltratada se atreve a presentar denuncia policial, y si la presenta, muy pocas veces esa denuncia termina en una investigación con fallo judicial; cualquier industria puede arrojar productos tóxicos en fuentes de agua o deforestar cubiertas boscosas porque, en general, no habrá castigo (la corrupción de los agentes del Estado es ya histórica); los jueces muchas veces no condenan porque reciben prebendas de los criminales o porque son amenazados por los mismos, y optan por el silencio. Es decir: en la totalidad de las relaciones sociales está fuertemente arraigada la cultura de la impunidad. Las leyes existen, pero en los papeles. El Estado brilla por su ausencia en su aplicación.
Se podría llegar a decir, incluso, que la guerra contrainsurgente que vivió la nación en décadas pasadas, al mismo tiempo que se desarrollaban otros enfrentamientos similares en prácticamente toda Latinoamérica en el marco de la doctrina de Seguridad Nacional en plena Guerra Fría y combate al «comunismo internacional», en Guatemala alcanzó este nivel de ferocidad -por lejos el más encarnizado de todo el continente- por una historia previa de exclusión, autoritarismo y verticalidad con características únicas en toda la región que pudieron permitir esa crueldad. Los profundos niveles de explotación económica históricos son producto de los abusos -de los que también hacen parte el racismo, la cultura machista, el autoritarismo y la impunidad- hondamente enraizados en la sociedad. Si la marginación económico-social y la represión fabulosas que se vivieron en Guatemala desde siempre, reforzada más aún en estos años de guerra, no están tan visibilizados en el mundo como otros procesos políticos recientes (las dictaduras del cono sur del continente, por ejemplo, donde la lucha contra la impunidad dio mayores resultados), ello se debe al peso específico del país en el concierto internacional. Los 3.000 muertos en las torres gemelas de New York producto de los avionazos holywoodenses, o la dictadura de Pinochet en Chile, por mencionar solo algunos ejemplos, son ya íconos de la barbarie de nuestro mundo; la explotación histórica en condiciones de semi-esclavitud de las fincas guatemaltecas, el patriarcado ancestral o los 250.000 muertos en campañas de tierra arrasada con más de 600 comunidades rurales masacradas y la sistemática desaparición de personas recientemente sufridos, dado que suceden en un «país bananero», casi no cuentan. Fuera de Guatemala, todo esto es casi desconocido. Lo que finalmente se repite sobre esta sociedad, a modo de síntesis, es que «es muy violenta» y que «la delincuencia nos tiene de rodillas». Pero eso es demasiado poco para avanzar en la solución. Si efectivamente se vive una «cultura de violencia generalizada» (un adolescente hijo de un diplomático escandinavo que pasó unos meses de vacaciones en Guatemala visitando a su padre, habiéndose mimetizado con la cotidianeidad de aquí luego de ese corto período, de regreso en su país fue enviando a un psicólogo porque se lo encontraba demasiado «»desadaptado»), eso tiene raíces históricas y culturales que, así como se formaron, se pueden erradicar.
¿No se puede o no se quiere terminar con esta epidemia de violencia?
La violencia es un problema social generalizado que afecta al colectivo, a la totalidad de la población. Todas las formas de la violencia (no sólo la vivida durante el conflicto armado pasado) son un problema de carácter público donde tanto el Estado como la sociedad civil tienen grados de responsabilidad para buscar salidas. Por ello las soluciones deben darse igualmente en planteos globales donde tanto la institucionalidad del Estado como la cultura del día a día del colectivo juegan un papel clave. Entre las causas de las violencias hay un entrecruzamiento de lógicas, de ámbitos: la violencia estructural que mantiene las diferencias socioeconómicas -que es, ella misma, una matriz violenta fundamental- sirve a la vez como caldo de cultivo para el mantenimiento de una población desesperada. Y de allí es posible que puedan salir más hechos violentos todavía. La impunidad y el autoritarismo históricos son, a su vez, causa de una cultura de violencia que se extiende por todos los estratos y que el reciente conflicto armado vino a entronizar. A su vez, el mantenimiento de altos niveles de violencia delincuencial es un fenómeno que tiene que ver con la pobreza y que sectores interesados pueden aprovechar. En definitiva: el clima de violencia actual es un entrecruzamiento de causas. Lo curioso es que, aunque todo ello se sepa -hay ya innumerables estudios serios al respecto-, ninguna de ellas se ataca con toda la energía que la situación demanda.
El ejercicio de cualquier forma de violencia es siempre la expresión de una relación de poder. Por ello, al abordar la persistencia de la cultura de violencia que no cesa (y al indicar los posibles pasos para afrontarla), se estará tocando el ámbito mismo de los poderes, de su dinámica y enraizamiento, de su ejercicio efectivo. Dado que la violencia se mantiene, o se acrecienta, recordando así que la guerra interna, en cierto sentido, no ha terminado del todo, se deben ver en forma crítica las relaciones de poder establecidas en el seno de la sociedad guatemalteca, poderes entre grupos económicos, entre géneros, entre etnias, entre adultos y jóvenes; entrecruzamientos, en definitiva, que son los que explican por qué se da la violencia, y eventualmente, qué hacer para buscarle caminos alternativos. Finalizada la guerra interna con la firma de la paz el 29 de diciembre de 1996 -más por una coyuntura internacional desfavorable al movimiento insurgente que llevó a esa salida (caída del campo socialista) que por un proceso de negociación en igualdad de condiciones con el gobierno de turno-, desde el Estado y desde la sociedad civil se emprendieron numerosas iniciativas para reparar y transformar las secuelas del enfrentamiento y la cultura violenta que dejaron 36 años de militarización. Pero luego de más de una década de firmados los Acuerdos de Paz, la violencia no decrece, y todos esos fenómenos antes mencionadas son la cotidianeidad más común. Como se dijo, incluso, en términos epidemiológicos la situación no solo no mejora sino que empeora. ¿Por qué? ¿Algo se está haciendo mal en los programas que intentan sembrar una nueva cultura de paz? ¿Es más difícil de lo que se pensaba transformar pautas de comportamiento social? ¿Acaso la sociedad guatemalteca está fatalmente condenada a vivir en un clima de violencia aceptado como la cruda normalidad? ¿No hay remedio contra el machismo, el racismo, la corrupción, el relacionamiento violento e irrespetuoso entre la gente, la pobreza? ¿O hay sectores que favorecen la perpetuación de este clima de violencia?
Muchos de los encargados de hacer funcionar el Estado represivo que se generó durante las décadas de guerra, han reconvertido su trabajo hoy y siguen manejando cuotas de poder, en algunos casos desde las sombras de esa estructura estatal, habiéndose hecho cargo de negocios ilegales -muy rentables por cierto- con los mismos criterios de militarización de años atrás. El Estado sigue siendo débil y continúa permeado por esos intereses sectoriales que se mueven con características mafiosas. Esos sectores continúan gozando de un clima de impunidad generalizado, creado durante la pasada guerra y nunca desarticulado, lo cual alimenta y refuerza la cultura de violencia actual. Si los acuerdos de paz firmados en 1996 se visualizaban como una opción clave para combatir el clima de violencia e impunidad históricos, el cumplimiento lento y parcial que han tenido («Recuerdos de Paz» hay quien les llama sarcásticamente) deriva entonces en el mantenimiento de condiciones que alimentan un negativo clima de violencia general, con mantenimiento de la impunidad, que afecta la convivencia social, haciendo que aparezcan índices de violencia superiores aún a los vividos durante la guerra.
Ahora bien: si todo lo que ocurre en la actualidad lo ligamos por fuerza a la guerra interna reciente depositando las dinámicas contemporáneas en el ejército como los «malos de la película», se corre el riesgo de invisibilizar a otros actores del conflicto armado, los verdaderos beneficiados de «la lucha contra el comunismo»: los poderosos grupos tradicionales que no perdieron un ápice de poder y que hoy continúan siendo los más favorecidos de la sociedad. Los militares fueron el brazo ejecutor en esta guerra político-ideológica. En todo caso, como producto de la guerra, algunos de esos sectores castrenses pasaron a conformar hoy un nuevo grupo económico ligado a nuevos negocios «no muy santos», pero las diferencias de clase de la sociedad guatemalteca no se originaron con la guerra ni con la intervención del ejército.
Con limitaciones presupuestarias quizá, sin toda la voluntad política necesaria en algunos casos, con deficiencias conceptuales o técnicas en otros, lo cierto es que con posterioridad a la firma de los Acuerdos de Paz, se han venido desarrollando muchos proyectos e iniciativas que buscaban afianzar un clima de paz y de concordia luego de 36 a ños de sufrimiento. Si ahora se hace un balance objetivo de cómo está la situación al respecto, puede apreciarse que esos nuevos valores de tolerancia y sana convivencia no han logrado consolidarse. Por el contrario, lo que tenemos es una epidemia generalizada de violencias. A ello se suma que la agenda para la paz paulatinamente comienza a dejar de ser prioridad, tanto en la planificación del Estado como en la comunidad internacional que apoyó y dio seguimiento al proceso pacificador. La agenda institucional por la paz se va esfumando, pero no así la violencia concreta en el día a día.
Los esfuerzos destinados a la consolidación de una nueva conciencia de tolerancia y de cultura de paz realizados desde el ámbito de la educación formal incidieron relativamente poco. Vale decir que aún un 25 % de la población no llega siquiera al nivel primario. Por otro lado, los medios masivos de comunicación, cada vez más determinantes en la creación de marcos culturales en las sociedades modernas, juegan un papel fundamental en la generación de valores ideológicos. Quizá, en este largo decenio transcurrido luego del fin de la guerra interna, no pusieron todo su potencial en la construcción de esa nueva actitud a la que se aspiraba; o más aún, jugaron en contra de la consolidación de una cultura de paz con mensajes que fomentan estereotipos violentos y discriminatorios, promoviendo así -a sabiendas quizá, o incluso sin buscarlo deliberadamente- un clima de violencia que no pareciera bajar. El interés inmediato por «vender» noticias (la foto de un cadáver asesinado, de un linchado, de una mujer violada son «buen negocio») empaña toda otra posibilidad de aportar soluciones.
Mientras tanto, la violencia sigue. Pero no solo la ola delincuencial; sigue -y quizá ahí está el núcleo del problema- la pobreza estructural, la crónica exclusión de grandes mayorías, el autoritarismo y la impunidad. Los robos cotidianos, los asesinatos y las «maras» parecieran tener a toda la población paralizada -al menos así lo presentan a diario los medios de comunicación-, desarticulada, aterrorizada. Pero «esta «ola imparable» no es tan imparable» , como dice un estudio de UNESCO y la Universidad San Carlos del año 2005: «Algo es posible hacer ante la «epidemia» en juego, más que seguir militarizando la cultura y la cotidianeidad, poniendo alambradas electrificadas y llenándonos de guardias armados. Como primeros pasos algunos han puesto delante la lucha contra la impunidad para enfrentar este mal».
Durante los largos años del conflicto armado «el terror de Estado (…) tuvo el objetivo de intimidar y callar al conjunto de la sociedad. (…) El miedo, el silencio, la apatía y la falta de interés en la esfera de participación política son algunas de las secuelas más importantes que resultaron (…) y suponen un obstáculo para la intervención activa de toda la ciudadanía en la construcción de la democracia», concluía la Comisión para el Esclarecimiento Histórico luego de estudiar los mecanismos íntimos de la guerra. Esa misma estrategia pareciera seguir estando presente hoy. Ya no hay desapariciones forzadas de personas ni campañas de tierra arrasada, pero hay una marea delincuencial que produce similar miedo y silencio. Ahí están las «maras» como nuevo demonio invadiendo todo, los asaltos en una unidad de transporte público, el asesinato de un transeúnte para quitarle un teléfono celular o un anillo…, situaciones que, sin dudas, «nos tienen de rodilla».
Pero al adentrarse en el estudio de las actuales formas de violencia son más las dudas que se abren que las respuestas que se encuentran.
Es muy significativo que, en el discurso que se ha impuesto cotidianamente -en el que mucho tienen que ver los medios de comunicación- la «violencia» haya quedado ligada casi exclusivamente a delincuencia. La delincuencia existe, sin dudas, y las tasas de homicidio son un hecho -ahí están los 15 cadáveres diarios-. Pero eso es solo una parte del problema. Sin criminalizar la pobreza, es importante no olvidar que las situaciones de pobreza extrema, más aún en áreas urbanas, la desesperación a que ello conduce, son un caldo de cultivo para el fomento de la marginalidad y la transgresión. Las ciudades de Guatemala, en especial la capital, se agigantaron con las migraciones masivas durante la guerra, y siguen creciendo por el éxodo continuo desde el campo de población que escapa a la miseria crónica; esas masas poblacionales desesperadas, y sus jóvenes más aún, constituyen la posibilidad siempre abierta para actos delincuenciales, porque directamente caen en ellos o porque son reclutados por el crimen organizado. La cuestión no es reprimir al marero sino empezar a desarticular los circuitos que posibilitan esas situaciones sociales. Si no se desarticula la pobreza de base, es imposible pensar en desarticular la «epidemia» delincuencial.
Pero más aún, los sectores que manejan sus cuotas de poder desde las sombras ligados a negocios ilícitos (contrabando, narcotráfico), en muchos casos desde el mismo aparato de Estado, se benefician/necesitan este clima de zozobra. Las «maras» -población juvenil pobre que no supera los 25 años de edad- son, muchas veces, la mano de obra ejecutora de esos poderes ocultos.
Decíamos que, al adentrarse en la investigación de esta compleja problemática de la violencia que asola Guatemala, surgen muchos interrogantes sin respuesta: es cierto que hay armas por todos lados, descontroladamente. Pero, ¿por qué? ¿Quién controla eso?, o más aún: ¿hay quien desea que eso sea así? ¿Cómo entender que un jovencito de 15 años pueda cargar granadas de fragmentación, o que cualquier persona pueda comprar en el mercado negro un arma de guerra con total facilidad? ¿Quién provee todo ese arsenal? ¿Hay alguna agenda tras eso? ¿Quién la fija, y para qué? ¿Dónde van a parar los 120 millones de dólares que recaudan las maras anualmente? ¿Son esos jóvenes tatuados y estigmatizados de los barrios marginales -esos mismos que, al mismo tiempo, aparecen asesinados con tiro de gracia en la cabeza como producto de la limpieza social en curso- los que manejan y se benefician de esa nada despreciable suma de dinero? La «violencia revolucionaria» -como se decía en otro entonces- del movimiento insurgente de décadas atrás movilizó una fenomenal respuesta del Estado: en definitiva, hecho el balance de la guerra, puede decirse que, si bien la guerrilla no fue totalmente derrotada -la firma de la paz no fue una capitulación en términos técnicos-, al menos fue neutralizada, y su proyecto original de transformación social quedó abortado. En otras palabras: la violencia revolucionaria armada sí pudo ser desarticulada. Con todos los recursos y la experiencia que posee el Estado en su lucha contrainsurgente, ¿de verdad que no es posible derrotar los no más de 10.000 mareros que se estima existen en el país?
Se habla mucho de transformar la cultura de violencia que nos legó el conflicto armado, encaminarnos hacia una cultura de paz. Eso, en sí mismo, está muy bien, es loable. Pero es irrealizable si no cambian al mismo tiempo las estructuras sociales en que se apoya la violencia: la pobreza, la exclusión social, la ignorancia. Tal como lo expresara una dirigente maya hablando de la actual democracia guatemalteca: «Nunca tuvimos tantos derechos como ahora, pero tampoco nunca tuvimos tanta hambre como ahora». Mientras siga habiendo gente con hambre, seguramente seguirá la violencia y será imposible hablar con seriedad de resolución pacífica de conflictos porque -como dijo alguien mordazmente- es muy probable que, hambrientos, nos terminemos comiendo la palomita de la paz.