A pie, con lo puesto y el cuerpo dolorido, unos 1.000 emigrantes atraviesan cada semana el selvático departamento guatemalteco de Petén, rumbo a México. Las autoridades hacen la vista gorda, la economía local crece, los coyotes se relamen y los narcotraficantes extienden su influencia en la región. «Las fronteras de Tecún Umán y La Mesilla […]
A pie, con lo puesto y el cuerpo dolorido, unos 1.000 emigrantes atraviesan cada semana el selvático departamento guatemalteco de Petén, rumbo a México. Las autoridades hacen la vista gorda, la economía local crece, los coyotes se relamen y los narcotraficantes extienden su influencia en la región.
«Las fronteras de Tecún Umán y La Mesilla –occidente de Guatemala– están muy calientes», explica Arnulfo Hernández, salvadoreño deportado desde México.
La voz se ha corrido entre hondureños y salvadoreños que intentan llegar a Estados Unidos y que ahora prefieren dirigir sus pasos hacia la frontera norte con México por Petén, hasta hace poco más conocido por sus majestuosas ruinas mayas de Tikal y Yaxhá.
La nerviosa y lúgubre ciudad de Santa Elena, de unos 30.000 habitantes y en el centro del nororiental Petén, es su primer punto de reunión. Este reportero hizo el recorrido completo como un emigrado más.
Decenas de emigrantes arriban diariamente a la estación. Con suerte, el viaje en autobús desde la capital guatemalteca habrá durado entre ocho y nueve horas. Como si de un tour turístico se tratara, propietarios de hoteles baratos, conectados con coyotes (traficantes de inmigrantes), acuden allí en su busca.
Aquellos que ya no disponen ni de los dos dólares que cuesta una habitación se acercan a la iglesia, donde el sacerdote católico Roberto Guevara ofrece un vale de comida al día y la posibilidad de realizar alguna llamada telefónica.
En la iglesia, los emigrantes aprovechan para conocer nuevos camaradas de travesía. David Corona viaja solo y difícilmente encontrará allí a alguien de su misma nacionalidad. Es un mexicano en Guatemala, tratando de regresar a su país como mojado (inmigrante indocumentado).
«Me agarraron en Nuevo Laredo (extremo oriental de la frontera mexicana con Estados Unidos) y como no llevaba papeles pensaron que era hondureño». Sin oportunidad de demostrar su verdadera nacionalidad, debió conformarse con que las autoridades de su propio país lo deportaran a Honduras, donde por fin consiguió comunicarse con su mujer. Así pudo probar su origen y abandonar suelo hondureño, aunque sin dinero y con un largo camino por delante.
De hecho, pasado un mes desde su detención, Corona aún no había conseguido regresar a su casa de Pachuca, en Hidalgo, centro-oriente de México. Sin embargo, no piensa detenerse mucho tiempo allí con su mujer y su hijo de 10 años, sino que quiere volver a probar suerte en Estados Unidos.
No será la primera vez. Corona fue uno de los primeros en llegar a Nueva Orleans tras el devastador paso del huracán Katrina en agosto de 2005, para comenzar la reconstrucción de la ciudad. «Estuvimos allí trabajando, y luego nos echaron del país», se lamenta. Antes, entre 2000 y 2003 trabajó de albañil en California.
Ante la mirada atenta de otros peregrinos más novatos, Corona alerta de los peligros del camino al norte: «He visto compañeros ahogarse en los ríos, cuando te asaltan te quitan hasta los zapatos, y sobre todo hay que cuidarse de los policías».
«Casi el cien por cien de los emigrantes que pasan por la iglesia denuncian haber sido objeto de asalto por parte de la policía», confirma el padre Guevara. «Si no tienes dinero, dicen que pases un rato con ellos», afirma la hondureña Nicole Rodríguez, quien fue extorsionada por la Policía Nacional Civil (PNC) en Ciudad de Guatemala.
Rolando Quiroa, jefe de operaciones de la PNC en Santa Elena, asegura que no se han presentado denuncias formales y que sus agentes han sido instruidos en los derechos de los «hermanos centroamericanos», ya que estos pueden permanecer legalmente en Guatemala con su cédula o carné de identidad.
La siguiente parada en la ruta es la localidad de El Naranjo, a la orilla del río San Pedro y a unos 35 kilómetros de México. Aquí, muchos hombres suelen exhibir sus armas colgadas del cinturón. Pueblan el embarcadero cambistas de dinero luciendo joyas de oro, coyotes que llegan con productos para vender de sus viajes al norte y lancheros.
El Naranjo está en el área de influencia de las bandas de narcotraficantes que controlan el norte guatemalteco, donde apenas llega alguna autoridad estatal y abundan las pistas de aterrizaje clandestinas. La presencia policial no es visible en las calles, a pesar de los 35 agentes destinados aquí y a un cercano cuartel del ejército. En julio, tres miembros de la PNC fueron asesinados a tiros.
Los emigrantes pagan unos cuatro dólares por el viaje a través de las solitarias aguas del San Pedro, en las que flotan hermosos nenúfares, bandadas de patos se hartan de pescado, y se sumergen los cocodrilos.
A poco de zarpar, las embarcaciones pasan por un puesto migratorio guatemalteco, donde los viajeros se registran sin que nadie les impida abandonar el país pese a no tener los documentos necesarios para ingresar a México.
El viaje sigue directo durante cerca de una hora hasta la frontera de El Ceibo. En un terreno árido y caluroso, cientos de puestos de venta se enfilan hasta la línea divisoria. Allí los emigrantes se mezclan con los mexicanos que cruzan a Guatemala para comprar más barato.
Paradójicamente, la frontera oficial permanece tranquila. Los agentes no se molestan en detener a los transeúntes que pasan, y apenas se ven vehículos. No obstante, Antonio Sánchez, agente de migración, reconoce que «por las montañas pasan muchos indocumentados».
Son los cerros que rodean la aduana y por los que Aurelí Paz, de 28 años, pretende pasar con ayuda de un coyote. Lleva cuatro días de viaje desde Honduras. Sentada en un recodo del camino de polvo y lodo, ve como otros emigrantes vuelven comentando «que el paso está difícil». Saben que si se pierden pueden pasar días caminado, y se exponen a las bandas de asaltantes.
La otra alternativa es cruzar por la frontera natural del río Usumacinta. Un cauce peligroso por sus corrientes, sólo atravesado por traficantes de droga, emigrantes y escasos turistas en busca del recóndito sitio arqueológico maya de Piedras Negras.
Bethel y La Técnica son dos de los poblados desde donde parten las lanchas cargadas de indocumentados. La economía aquí se ha transformado: lancheros, coyotes y cambistas se han enriquecido estimulando el desarrollo a través de inversiones en tierras, construcción, negocios y adquisición de nuevos productos y servicios.
El último puesto migratorio guatemalteco está en Bethel. Pero Carlos García, agente del mismo, reconoce que si se recibe de noche información de algún movimiento sospechoso se niegan a actuar «por miedo a ser asesinados». De nuevo, el fantasma del narcotráfico subyuga a las autoridades de la zona.
En Bethel se cuenta que uno de sus vecinos, conocido como «El Colombiano» y lanchero ya legendario de emigrantes, expulsó al ejército mexicano del río.
La historia dice que tras tomarse unos tragos, buscó a las patrullas en su lancha y disparó contra ellas, provocando la ira de los soldados. Entonces los esquivó hasta llegar a una zona habitada del lado guatemalteco, hacia donde los mexicanos siguieron disparando con el consiguiente rechazo de la población local. «Después de eso, no pudieron volver a patrullar por el río», asegura César Estrada, residente de Bethel.
Estrada lleva hasta 40 mojados en su lancha por un total de 800 dólares. Sigue el río durante cinco horas para evitar los controles en tierra. En La Técnica se relaciona con coyotes que le encargan los viajes. Allí el silencio se impone entre la población, consciente de que el mejor negocio no siempre es el más legal. (FIN)
* Una versión de este reportaje fue publicada originalmente en El Diario de Hoy, de El Salvador.