Ponencia presentada en el Congreso Centroamericano de Sociología, La Antigua Guatemala, mayo del 2018
El neoliberalismo es una forma particular del capitalismo globalizado. No es nada específicamente nuevo, pues sus fundamentos son los mismos que estudiaran Marx y Engels 150 años atrás. Es decir: es un sistema basado en la explotación del trabajo asalariado a partir de la propiedad privada de los medios de producción. Pero hoy, con un planeta absolutamente globalizado, los capitales se evidencian dominadores casi absolutos de la escena político-social, con su consiguiente influencia ideológico-cultural. La idea respecto a que no existe nada más allá del modelo de democracia de mercado se pretende totalmente válida; ello, con la caída de las primeras experiencias socialistas del siglo XX, se presenta con fuerza avasalladora. De esto se desprende la actual ideología dominante, centrada en un individualismo cada vez más acrecentado, atravesado por una irrefrenable tendencia consumista, despreocupación por asuntos sociales y una ética del triunfo personal. Las nuevas generaciones, criadas en forma creciente en ese caldo de cultivo cultural, bombardeadas de continuo con las nuevas tecnologías de información y comunicación que fomentan la salida personal por sobre todas las cosas, junto a una cierta forma de hedonismo al par que un conformismo político, son las abanderadas de esa ideología. En modo alguno se puede decir que «todo tiempo pasado fue mejor», pero no caben dudas que el momento actual abre interrogantes preocupantes sobre la posibilidad de cambios sociales. En ese sentido, el llamado neoliberalismo, más que una fórmula económica, parece un programa civilizatorio. De ahí la trascendencia de plantearse alternativas al modelo dominante.
Neoliberalismo y globalización
Lo que hoy día conocemos como «neoliberalismo», siempre asociado a la idea de globalización, es una forma que el sistema capitalista adquirió entre los años 70 y 80 del siglo pasado, surgido como doctrina en los llamados países centrales, en el que retoma la iniciativa económica, política, militar e ideológico-cultural que había ido perdiendo a través de décadas de avance popular. Los años 60/70 marcaron un alza significativa de las luchas anti-sistémicas, con distintas expresiones de rechazo que van desde organizaciones sindicales combativas hasta movimientos campesinos organizados, el desarrollo de guerrillas de orientación socialista hasta la aparición de un ala progresista de la Iglesia Católica surgida luego del Concilio Vaticano II y su opción preferencial por los pobres, el rechazo a la guerra de Vietnam y el movimiento hippie llamando al pacifismo y el no-consumismo al Mayo Francés como fuente inspiradora de protestas, el auge de los procesos de liberación nacional en África al impetuoso avance de los movimientos feministas y de liberación sexual, la mística guevarista que va marcando esos años así como el auge de un espíritu contestatario y rebelde que se expande por doquier. Vale recordar que para los años 80 del siglo XX, al menos un 25% de la población mundial vivía en sistemas que, salvando las diferencias históricas y culturales existentes entre sí, podían ser catalogados como socialistas (Unión Soviética y el este europeo, China, Vietnam, Corea del Norte, Laos, Camboya, Cuba, Nicaragua, muchos países africanos de reciente liberación, etc.).
Ante todo esto, para el sistema capitalista dominante entendido como unidad global y monolítica, más allá de diferencias y pujas intercapitalistas, se prendieron las luces rojas de alarma. El llamado neoliberalismo fue la reacción a ese estado de cosas. Los Documentos de Santa Fe [*] (elaborados por los más ultraderechistas tanques de pensamiento neoconservador estadounidenses) son el complemento político para América Latina de la arquitectura económica que fija el neoliberalismo. De hecho, la primera experiencia neoliberal como tal -en alguna medida: laboratorio para lo que vendrá después- tiene lugar en el medio de una sangrienta dictadura latinoamericana: el Chile del general Augusto Pinochet. A partir de ahí, el modelo se expande por innumerables países del Sur, para llegar luego a las naciones metropolitanas. Allí, Estados Unidos bajo la presidencia de Ronald Reagan y Gran Bretaña, dirigida por Margaret Tatcher, son los países que enarbolan el neoliberalismo como insignia triunfal, para impulsarlo a escala planetaria. Sus mentores intelectuales: los austríacos Friedrich von Hayek, Ludwig von Mises (la llamada Escuela de Viena) y lo que luego se conocerá como la Escuela de Chicago, capitaneada por el estadounidense Milton Friedman y sus acólitos Chicago Boys, reflotan y llevan a un grado sumo los principios liberales del capitalismo inglés clásico.
En pocas palabras, este nuevo liberalismo se emparenta directamente con el viejo liberalismo dieciochesco y decimonónico de los padres de aquella economía política clásica burguesa, aquellos que inspiraron a Marx en su lectura crítica del capitalismo: Adam Smith, David Ricardo, Thomas Malthus, John Stuart Mill: el acento está puesto en la entronización absoluta de la libertad de mercado, reduciendo drásticamente el papel del Estado a un mero mecanismo garante que asegura la renta de la empresa privada. El actual neoliberalismo y sus recetas de privatización de los principales servicios estatales, desarman el Estado de bienestar keynesiano surgido después de la Gran Depresión de 1930, teniendo como resultado dos elementos fundamentales: 1) el enriquecimiento exponencial de los grandes capitales en detrimento de toda la masa asalariada (trabajadores varios y sectores medios), y 2) el descabezamiento de toda protesta popular. Es elocuente al respecto lo expresado por la Dama de Hierro, Margaret Tatcher, para resumir esta nueva perspectiva: «No hay alternativa«. Dicho de otro modo: «O capitalismo ¡o capitalismo! Eso no se discute«.
El instrumento desde donde se impulsaron esas nuevas políticas fueron los grandes organismos crediticios de Bretton Woods: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, instancias financieras manejadas por los grandes capitales corporativos de unos pocos países centrales, Estados Unidos fundamentalmente. Desde ahí se fijaron las recetas neoliberales que prácticamente la casi totalidad de países del mundo debió impulsar estas últimas décadas. Y por supuesto, no para beneficio de las grandes mayorías populares sino para provecho de esos pocos capitales transnacionales.
Las dos tareas mencionadas (acumulación de riquezas y freno de la protesta popular) se han venido cumpliendo a la perfección en estas últimas cuatro décadas. La acumulación de riquezas de los más acaudalados se llevó a niveles descomunales. A partir de ello, hoy día 500 corporaciones multinacionales globales manejan prácticamente la economía mundial, con fracturaciones que se miden por decenas o centenas de miles de millones de dólares (una sola empresa con más renta que el PIB total de muchos países del Sur), y el patrimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan los 1.000 millones de dólares -selecto grupo que cabe en un Boeing 747, en su gran mayoría de origen estadounidense- supera el ingreso anual combinado de naciones en las que vive el 45% de la población mundial. En otros términos: la polarización económico-social se llevó a extremos que nunca antes había conocido el capitalismo, surgido con los ideales de la Revolución Francesa (perversamente engañosos) de «libertad, igualdad y fraternidad». Esa acumulación fabulosa de riqueza se hizo sobre la base de un empobrecimiento mayúsculo de las grandes mayorías.
Globalización y comunicaciones
Ese impresionante acrecentamiento de riquezas vino de la mano de las nuevas tecnologías de la comunicación que convirtieron el planeta en una verdadera aldea global, eliminando distancias y homogeneizando culturas, gustos y tendencias, aplastando tradiciones locales de un modo impiadoso. El internet es su actual ícono por antonomasia. De ahí que, en muy buena medida como producto de una ilusión mediática que así lo presenta, esa nueva forma de capitalismo despiadado que se erigió contra el alza de las luchas populares de décadas anteriores, suele estar asociado a la mundialización o planetarización, a lo que hoy se llama globalización, y siempre de la mano de las nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación, las llamadas TICs (televisión, videojuegos, internet, redes sociales). Pero ese fenómeno no es nuevo; en realidad, la globalización no comenzó con la caída del Muro de Berlín en 1989, como malintencionadamente se arguye, cuando el supuesto «mundo libre» vence a la «tiranía comunista», sino la madrugada del 12 de octubre de 1492, cuando Rodrigo de Triana avistó tierra desde la nave insignia de la expedición de Cristóbal Colón. Ahí verdaderamente se globaliza el mundo.
La otra faceta del neoliberalismo: la neutralización de todo tipo de protesta popular antisistémica, igualmente se llevó a cabo de modo perfecto. En América Latina los planes neoliberales se asentaron a partir de feroces dictaduras sangrientas que prepararon el terreno. Fueron gobiernos civiles, llamados «democracias», los que impusieron y/o profundizaron las recetas fondomonetaristas y privatistas (Carlos Menem en Argentina, Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Carlos Salinas de Gortari en México, Collor de Melo en Brasil, Virgilio Barco en Colombia, Álvaro Arzú en Guatemala, etc. ), sobre montañas de cadáveres y ríos de sangre que les antecedieron. En el llamado Primer Mundo, esas políticas se impusieron también a sangre y fuego, pero sin la necesidad de dictaduras militares previas. El resultado fue similar en todo el mundo: los sindicatos obreros fueron cooptados, la ideología conservadora fue imponiéndose, y toda forma de descontento y/o contestación fue reducida a «oprobiosa rémora de un pasado que no debía volver«. Desmoronado el bloque socialista (fenecida la revolución en la Unión Soviética y revertida la revolución hacia un confuso «socialismo de mercado» en la República Popular China), Cuba fue prácticamente el único baluarte que permaneció fiel al ideario socialista. Y así le fue. El capitalismo global le ajustó cuentas, haciéndole sufrir el penoso «período especial». Sin ningún lugar a dudas, estas nuevas políticas neoliberales (o capitalismo sin anestesia, para ser más explícito, sin el colchón que había generado el Estado socialdemócrata de las ideas keynesianas) desarmaron, desmovilizaron e hicieron retroceder toda protesta social. Conservar el puesto de trabajo (indignamente en muchos casos) pasó a ser lo único que se podía hacer. La protesta significa el desempleo, y ante el nuevo paisaje que crearon estas políticas, eso es equivalente casi a la muerte. En Latinoamérica los campos de concentración clandestinos, la desaparición forzada de personas y las torturas pavimentaron el camino para estos planes, de los que todos los trabajadores del mundo, Norte próspero y Sur mísero, seguimos sufriendo hoy las consecuencias.
Estas recetas de entronización absoluta del libre mercado se complementan necesariamente con el achicamiento / desmantelamiento de los Estados nacionales: todas las empresas públicas son privatizadas, la inversión social (considerada «gasto» social) se reduce a porcentajes ínfimos y la prédica constante hace del Estado un «paquidermo inservible, corrupto, disfuncional». Esa ideología, esas prácticas concretas de ajuste estructural, las vemos recorriendo todo el mundo, produciendo similares efectos en todas partes.
Neoliberalismo va indisolublemente de la mano de globalización. Pero este término, «globalización», hoy en la cresta de la ola del discurso sociopolítico y mediático, no aporta en realidad nada nuevo conceptualmente. Podría definírselo como el proceso económico, político y social que está teniendo lugar actualmente a nivel planetario por el que cada vez existe una mayor interrelación en distintos aspectos de la vida entre todos los rincones del planeta, por alejados que estén, siempre bajo el control de las grandes corporaciones multinacionales, jugando en ello un papel cada vez más preponderante las TICs, en mayor medida asociadas a generaciones juveniles.
Con el final de la Guerra Fría y el triunfo del gran capital transnacionalizado, el discurso hegemónico -el del neoliberalismo- se siente en condiciones de decir lo que le plazca. Surgen así los mitos post caída del muro de Berlín que, como todo mito, como toda construcción simbólica, responde a momentos históricos, a coyunturas sociales puntuales, a tejidos del poder. «Fin de las ideologías», «resolución consensuada de conflictos», «pragmatismo», «discurso del posibilismo y la resignación», «entronización del hedonismo», el inglés como lengua universal, creciente fetichización de la tecnología, Coca-Cola y Mc Donald’s como íconos de la época, «colaboradores» en vez de «trabajadores» y «responsabilidad social empresarial» intentando reemplazar al Estado, son distintos elementos-baluartes que conforman los nuevos paradigmas. En esa lógica llegamos al patético absurdo de «post verdad»: no hay verdad, o la verdad no importa.
Sin dudas las comunicaciones, en tanto uno de los ámbitos que más creció y sigue creciendo a ritmo vertiginoso entre todo el quehacer humano en estos últimos siglos, abre un mundo nuevo. El capitalismo, desde sus albores, es sinónimo de comunicaciones, desde la navegación a vela a los viajes espaciales, desde la imprenta de Gutenberg a las actuales redes sociales, desde el telégrafo a los teléfonos inteligentes. El capitalismo que sale victorioso de la Guerra Fría levanta como una de sus banderas justamente este elemento: el mundo ha pasado a ser un terreno común a todos, absolutamente conocido, donde ya no quedan rincones inaccesibles. Los medios masivos de comunicación completan el panorama de un modo monumental. Y el auge del internet como red de redes comunicativas -super autopista informática- es la demostración palpable que el siglo XXI será la patentización de una aldea realmente globalizada. El panóptico es una realidad palpable, y la privacidad cede su lugar a un hipercontrol de los grandes poderes que lo saben todo, siempre y en cualquier lugar.
Si algo puede permitir este proceso de la mundialización -que, insistamos: no es nuevo, sino que, en todo caso, ahora se presenta con nuevos bríos sabiéndose el vencedor del momento- es la posibilidad real de superar la estrechez de una visión localista, provinciana. Una mirada universal puede ser rica, si se la sabe aprovechar. Y ahí está el internet como un posible desafío para unir de verdad, para hacer red, para intentar construir lo que años atrás llamábamos «internacionalismo proletario».
El paradigma neoliberal y las nuevas generaciones
Pero pareciera que ya no se habla más de «internacionalismo proletario». Y también salieron de circulación términos por el estilo: «socialismo», «lucha de clases», «revolución», «imperialismo». Los tiempos que corren, de globalización neoliberal, presentan un nuevo paradigma: el de lo «políticamente correcto».
No es ninguna novedad que en este contexto, la visión ideológica de derecha, tanto en Guatemala como a nivel global, hoy ha tomado la iniciativa política. Seríamos ciegos si no vemos que en este momento los ideales revolucionarios de transformación de décadas atrás no están, precisamente, en avanzada. Pero ello no significa que la transformación social esté «pasada de moda», que no sea posible, que haya salido de agenda. Las causas estructurales que producen explotación, exclusión, miseria y dolor para las grandes mayorías, así como desastres varios mal llamados «naturales» (no es «cambio climático», es ¡catástrofe medioambiental producida por los modelos sociales dominantes!), esas causas siguen tan vigentes como siempre. De ahí que la necesidad de cambio sigue tan urgente como antaño. O quizá más aún, porque por este camino del capitalismo globalizado vamos inexorablemente a la destrucción de la Humanidad, por la catástrofe ecológica en curso, o por la posibilidad de una guerra nuclear devastadora.
La prédica del campo de la derecha, a través de sus interminables instrumentos de dominación, intenta desechar toda forma de protesta. Hasta incluso, en alguna medida ha tomado un discurso con carácter de «preocupación social», intentando desplazar cualquier forma real de alternativa sistémica. Aparecen entonces monstruosidades ideológico-culturales que terminan siendo la «normalidad» sin más: un espíritu «democrático» y «cívico» que ve en la violencia un demonio a combatir (sabiendo que «La violencia es la partera de la historia«); se reemplaza al «poder popular» por «participación ciudadana», se entroniza el individualismo, la cultura del «sálvese quien pueda» y otras preciosuras por el estilo: «¡Marque su nivel: tenga tarjeta de crédito!«, «¡Obtenga su post grado y triunfe en la vida«, «Izquierda y derecha son conceptos superados«, «Estamos en la postmodernidad«. Es decir: una cultura de la superficialidad, del hedonismo inmediatista, del triunfalismo, que desecha los «grandes relatos», tal como los ideólogos postmodernos llamaron al marxismo o al psicoanálisis. No hay grandes verdades sino verdades fragmentadas, inconexas incluso. Se podría decir, curiosamente, «era de la desconexión» (pese a estar conectados a los artefactos tecnológicos todo el tiempo) «Es más fácil para la mayor parte de la gente encontrar un dinosaurio que a un vecino«, dijo Alain Touraine. Era que se complementa, forzosamente, con el inducido afán de novedades (léase: obsolescencia programada), con la cultura de fascinación por todo lo que sea novedoso: el correo electrónico ya está pasado de moda, ahora que usar whatsapp.
Podría agregarse, para entender cómo se mueve la cultura neoliberal, que muchas de las luchas «políticamente correctas» actuales son impulsadas por esos grandes poderes globales que fijan la línea de «lo que hay que pensar«, justamente imponiéndolo como distractores. ¿No es altamente significativo que el imperialismo, o los grandes capitales, globales o nacionales, financien hoy luchas realmente justas, pero que pueden servir como distractores a la explotación económica? Y ahí está la oenegización del campo popular y de las reivindicaciones de género y étnicas, «políticamente correctas».
En otros términos: además de la furiosa represión militar de la que el campo popular y la izquierda fueron víctimas, en Guatemala como en toda Latinoamérica, en estos últimos años la avanzada ideológico-cultural de la derecha fue fabulosa, tomando la delantera. Sin dudas, la han desarrollado con precisión científica. De hecho, existe todo un amplio arco de técnicas de manipulación que logran a cabalidad su cometido. Tenemos allí refinadas prácticas semiológicas, de psicología social, comunicacionales, mercadológicas y demás engendros, tendientes todas ellas a mantener adormecida la protesta social. Los medios masivos de comunicación juegan un papel clave en el asunto.
De ese modo, el neoliberalismo puede llegar a la actual noción de post verdad. Como dice Fernando Broncano: «Es la industria y manufactura de los mensajes que producen reacciones emocionales que son independientes de su relación con la realidad. (…) No es una actitud intelectual más o menos escéptica y displicente, sino una forma sistémica y manufacturada de la circulación de la información en los medios de comunicación, la política, las instituciones del Estado e incluso los mercados y empresas en las nuevas formas de capitalismo financiarizado «. En otros términos: » La indiferencia por los hechos «, la desinformación llevada a su grado extremo, el reino del adormecimiento.
Las nuevas generaciones (ahí puede apelarse a esa imprecisa denominación de los «milenial«) son herederas de ese caldo de cultivo ideológico-cultural; su cosmovisión está modelada en la idea del Estado como forzosamente deficiente, en la entronización de la iniciativa privada y del más desvergonzado individualismo egocéntrico, todo ello mediado siempre por las TICs.
En algún Congreso sobre Medios Alternativos, realizado en Cuba, se decía que «La evolución de la Web, el surgimiento de los medios alternativos, las redes sociales de Internet, así como los blogs y wikis, crean nuevas posibilidades para la comunicación social y política. Este nuevo escenario comunicativo a nivel internacional demanda cada vez más la creación de condiciones para maximizar su aprovechamiento«. Sin caer en empobrecedores maniqueísmos de «bueno» y «malo», ni tampoco en triunfalismos exagerados que pierden la verdadera dimensión de las cosas, digamos que toda esta amplia batería de nuevas tecnologías ofrece interesantes posibilidades si la pensamos desde una perspectiva transformadora. Pero, al mismo tiempo, no se pueden desconocer sus peligros latentes. El reto está en ver cómo se navega en esas aguas y se puede llegar a buen puerto.
Las Tecnologías de la Información y Comunicación son especialmente atractivas, y con mucha facilidad pueden pasar a ser adictivas (de la real necesidad de comunicación fácilmente se puede pasar a la «adicción», más aún si ello está inducido, tal como sucede efectivamente). Estas herramientas son el vehículo por excelencia para llevar la nueva ideología neoliberal, individualista, despreocupada por lo social. Son las nuevas generaciones, los llamados «nativos digitales» (que hacen de las TICs una parte obligada de su cotidianeidad), quienes más reciben el impacto de todo esto.
En una investigación sobre el uso de las TICs realizada vez pasada en Guatemala, se preguntó a jóvenes usuarios de estas tecnologías -de distinta extracción social, de ambos sexos, de entre 17 y 25 años- cómo reaccionarían si al estar haciendo el amor reciben una llamada a su teléfono celular. Muchos y muchas (alrededor de un 75%) respondieron que, sin dudarlo, contestarían. No hay dudas que asistimos a un importante cambio de actitudes, a una nueva modalidad de entender la vida.
Estamos invadidos por una cultura del uso de lo digital; se nos ha dicho, incluso, que la llamada «Primavera árabe», por ejemplo, se provocó por la catarata de mensajes de texto transmitidos en los teléfonos móviles y por el uso de las redes sociales. ¿Las nuevas revoluciones, entonces, se construirán sobre la base de realidades virtuales que movilizan a las masas? En Guatemala los movimientos cívicos anticorrupción del 2015 que terminaron sacando del poder a presidente y vicepresidenta se generaron casi exclusivamente a través de redes sociales (luego se supo que hubo ahí una monumental manipulación, con cantidad de perfiles falsos desde donde se lanzaron las convocatorias. Pero eso no importa: la eficacia de la red social se evidenció magnífica).
Dejamos aquí el análisis político pormenorizado tanto del movimiento de los pueblos árabes como lo que se jugó en Guatemala, porque no es el espacio adecuado para tratarlo, pero no podemos menos de indicar que estas nuevas modalidades comunicacionales tienen una fuerza decisiva. En la actualidad vivimos una entronización de lo digital que pretende presentarlo como panacea. De todos modos, más allá de la interesada prédica que identifica a las TICs con una nueva pretendida solución universal (que no lo es), no hay dudas que tienen algo especial que las va tornando casi imprescindibles. El neoliberalismo y su ideología individualista, triunfalista, ajena a cualquier interés social, se articula a la perfección con ellas. Y los jóvenes son sus principalísimas ¿víctimas?
Estar «conectado», estar todo el tiempo con el teléfono celular en la mano, estar pendiente eternamente del mensaje que puede llegar, de las redes sociales, del chat, constituye un hecho culturalmente novedoso. ¿Quién, perteneciente a una generación anterior a la actual, respondería en forma afirmativa a la pregunta arriba citada, respecto a la intimidad de su vida sexual y el uso de un teléfono?
Todas estas tecnologías van mucho más allá de una circunstancial moda: constituyen un cambio cultural profundo, un hecho civilizatorio, una modificación en la conformación misma del sujeto y, por tanto, de los colectivos, de los imaginarios sociales con que se recrea el mundo. La ideología neoliberal encuentra aquí un espacio ideal. Pero esa penetración que tienen las TICs no es casual ni ingenua: tiene agenda.
Ahora bien: si gustan de esa manera, es por algo. Como mínimo se podrían señalar dos características que le confieren tal grado de atracción: a) están ligadas a la imagen, y b) permiten la interactividad en forma perpetua.
La imagen juega un papel muy importante en las TICs. Lo visual, cada vez más, pasa a ser definitorio. La imagen es masiva e inmediata, dice todo en un golpe de vista. Eso fascina, atrapa; pero al mismo tiempo no da mayores posibilidades de reflexión. Lo cierto es que el discurso y la lógica del relato por imágenes están modificando la forma de percibir y el procesamiento de los conocimientos que tenemos de la realidad. Hoy, la tendencia es ir suplantando lo racional-intelectual -dado en buena medida por la lectura- por esta nueva dimensión de la imagen como nueva deidad. Estamos en el reino de la imagen…, y de ahí a la «imagen fotoshopeada«, un paso. Es decir: pura fantasía. ¿Pura banalidad? El neoliberalismo necesita y genera esa cultura banal, superficial, casi irreflexiva, para manejar a su antojo. Las nuevas generaciones, sin saberlo, son su objetivo.
Junto a eso cobra una similar importancia la fascinación con la respuesta inmediata que permite el estar conectado en forma perpetua y la interactividad, la respuesta siempre posible en ambas vías, recibiendo y enviando todo tipo de mensajes. La sensación de ubicuidad está así presente, con la promesa de una comunicación continua, amparada en el anonimato que confieren en buena medida las TICs. La llegada de estas tecnologías abre una nueva manera de pensar, de sentir, de relacionarse con los otros, de organizarse; en otros términos: altera las identidades, las subjetividades. ¿Quién hubiera respondido algunas décadas atrás que prefería contestar el teléfono fijo a seguir haciendo el amor? Para un nativo digital eso puede resultar impensable.
Hoy día la sociedad de la información, por medio de estas herramientas, nos sobrecarga de referencias. La suma de conocimiento, o más específicamente: de datos, de que se dispone es fabulosa. Pero tanta información acumulada, para el ciudadano de a pie y sin mayores criterios con que procesarla, también puede resultar contraproducente. Recordemos que hoy ya se habla de «post verdad». Toda esta saturación y sobreabundancia de ¿información?, y su posible banalización, se ha trasladado a la red, a las TICs en general, inundando todo. De una cultura del conocimiento y su posible apropiación se puede pasar sin mayor solución de continuidad a una cultura del mero divertimento, de la superficialidad. Las TICs permiten ambas vías. Se ha hablado, entonces, de intelicidio (Mario Roberto Morales). Pareciera que las redes sociales contribuyen mucho a eso: el olvido (¿o la muerte?) del pensamiento crítico. La opinión política, el análisis pormenorizado, la reflexión profunda se ven reemplazadas por un tuit de 150 caracteres. A la ideología neoliberal dominante todo esto le es perfectamente funcional. Cuanto menos se piense, cuanto menos se critique: mejor. Las nuevas generaciones han sido moldeadas en esa matriz.
¿Quién dijo que todo está perdido?
Pero si bien es cierto que esta cibercultura abre la posibilidad de cierta liviandad, también da la posibilidad de acceder a un cúmulo de información y a nuevas formas de procesar la misma como nunca antes se había dado, por lo que estamos allí ante un fenomenal reto.
Eso, sin dudas, implica una lucha (¿hay acaso algún aspecto de lo humano que no la implique?), pues quienes dominan utilizan este instrumental con fines conservadores para que nada se altere. Y, por cierto, lo hacen muy bien. De hecho, cada vez más asistimos a un uso mentiroso de estas posibilidades tecnológicas. Por lo pronto, en forma creciente y en todas partes del mundo, la práctica política se basa en el más artero engaño bien montado, mercadológicamente ofrecido. «En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón«, pedía el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinsky. Lo que se llama «guerra de cuarta generación» (guerra mediático-psicológica-cultural e ideológica) está al rojo vivo. Los jóvenes (70% de la población en Guatemala es menor de 30 años) son su principal objetivo.
Pero son esos jóvenes, también, la mayor fuente de esperanza para un cambio. El neoliberalismo cumple a cabalidad ese doble propósito arriba indicado: acumulación fabulosa de riqueza en una pequeña minoría y control monumental de la protesta social. Pero no todo está perdido. Actuando como diría Gramsci, «con el pesimismo de la razón y el optimismo del corazón«, puede decirse que tanto control y tanto intento de sofocamiento del pensamiento crítico significa algo: que, parafraseando a Hegel, el Amo tiembla aterrorizado delante del Esclavo, porque sabe que inexorablemente tiene sus días contados, pues éste, en algún momento, abrirá los ojos.
Las nuevas generaciones fueron disciplinadas en el pensamiento neoliberal, privatista e individualista, intento de intelicidio mediante. Sin dudas, lograron mucho (recuérdese el 75% de jóvenes que contesta el celular mientras hace el amor). Pero «podrán cortar todas las flores, mas no detendrán la primavera«, como dijo Neruda. Las juventudes, sin caer en falsas idealizaciones románticas, siguen siendo un fermento de cambio. Con todo lo que se pueda criticar, la Primavera árabe o las movilizaciones anticorrupción guatemaltecas del 2015, fueron impulsadas por jóvenes. No significaron un cambio real y permanente de paradigmas, pero dejan ver que el cambio sí es posible, porque no todo está perdido, la historia no está terminada. Y son, como siempre, las nuevas generaciones, los jóvenes, la verdadera chispa del cambio. Producto de esas movilizaciones, en Guatemala hoy tenemos una nueva AEU que desplazó a viejas mafias corruptas: los cambios sí son posibles, aunque se quieran evitar. Pensar que «todo tiempo pasado fue mejor» no es sino nostalgia y ejercicio de poder adultocéntrico. La experiencia enseña, en Guatemala y en todas partes del mundo, que las nuevas generaciones siguen siendo la esperanza.
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