Traducido para Rebelión por Juan Vivanco
Fue en septiembre pasado, en 2004, en Serpa, en el sur de Portugal. Se habían cumplido treinta años después del primer abril de libertad, en esa tierra árida y rebelde donde florecieron los Claveles que llevamos en el corazón.
Acabábamos de salir, mil, quizá más, de ese anfiteatro, rojo como nuestra esperanza. Acabábamos de aclamarle, en pie, de gritar al compás con él: A luta continua, a luta continua…
Yo me había limitado a darle un libro que unos camaradas ilustres, Miguel Urbano Rodrigues, Henri Alleg, Isabel Monal, Georges Labica, Samir Amin y otros habían escrito meses antes.
De ese momento ha quedado una foto, de ese momento del que hablamos, una foto tomada por John Cattalinoto, en la que se nos ve a unos cuantos mirándole como se mira a un hermano mucho más curtido y, sin embargo, tan cercano.
Fue allí donde de repente vi a esa mujer, vieja, minúscula, endeble, encorvada bajo el peso de su vida campesina, vestida de negro, con un pañuelo negro en la cabeza y un bastón negro en la mano.
Se acercaba despacio, pasito a pasito, en silencio, hasta que llegó a su lado y se detuvo. Ella también le miraba como se mira a un hermano de la misma edad y, sin embargo, tan lejano. Le estaba esperando.
Alguien le ayudó tomándola del brazo, le invitó a acercarse, alguien dijo simplemente:
-Camarada Vasco, estaba esperando para hablar con usted.
La mujer avanzó hacia él. Los dos se sentaron en el reborde de un pilar, delante del anfiteatro.
Ella le murmuró:
-Me enteré de que iba a venir aquí esta noche, y he venido. He venido para darle las gracias por haber cambiado nuestra vida con la revolución.
Él la escuchaba, inclinado hacia ella, y le estrechaba la mano entre las suyas.
La mujer había recorrido muchos kilómetros desde su pueblecito del Alentejo para venir a verle. Había esperado a la puerta del anfiteatro. En toda su vida, nunca había entrado en un lugar semejante. Se había quedado allí esperando, todo el tiempo, hasta que alguien la vio, tan pequeña.
Había recorrido ese camino para hablar con él, muchos años después. Para decirle lo que tenía que decirle: obrigada. Por haber dado la tierra a los campesinos, por haber dado pan a su familia, por haberles sacado a todos de la nada de las décadas de fascismo, largas como la muerte.
Estaba allí para decirle, al oído, que su viejo corazón de mujer no había olvidado, que en su pueblo nadie le había olvidado, para expresarle la gratitud de los humildes, para decirle que el pueblo que se había alzado con él no había olvidado la revolución.
Estuvieron hablando un buen rato, y sus murmullos se perdían en el fragor de la muchedumbre. Hablaron de esa revolución detenida, que otros se encargarán de reanimar, que renacerá cuando otros héroes, tan valientes como ellos, vuelvan a alzarse contra la nueva barbarie.
Estaban allí, tranquilos, como dos iguales. La campesina y su general. Si alguien pregunta: ¿la revolución, por qué? contestamos: por esto, por todo esto también. Así era el general Vasco Gonçalves.
Álvaro Cunhal y él lucharon juntos. Él y Álvaro Cunhal se fueron juntos. Y nosotros estamos aquí, estamos todos aquí para decir: camaradas, a luta continua, a luta continua…
Y pienso en lo que nos dijo Chávez una vez. Sobre esa mujer de un barrio de Caracas que sólo tenía la madera de su cama para cocinar, pero aún le quedaban ánimos para abordar a su presidente y decirle:
-¡Chávez, aguanta ahí firme, que nosotros nos mantendremos firmes!