Las imágenes y las noticias sobre Myanmar, o mejor dicho sobre las protestas que se están sucediendo en aquel país, han sacado de su aislamiento informativo a aquel estado asiático. Este creciente interés que demuestran algunos gobiernos occidentales y los medios de comunicación no puede pasar inadvertido para todo aquel que ha seguido la compleja […]
Las imágenes y las noticias sobre Myanmar, o mejor dicho sobre las protestas que se están sucediendo en aquel país, han sacado de su aislamiento informativo a aquel estado asiático. Este creciente interés que demuestran algunos gobiernos occidentales y los medios de comunicación no puede pasar inadvertido para todo aquel que ha seguido la compleja situación birmana en los últimos años. Nuestra visita al país hace ya algunos años nos permitió descubrir parte de esa realidad, ocultada u olvidada por occidente durante tanto tiempo. La sinceridad y cercanía de la gente, las dificultades económicas que atravesaba gran parte de la población, las medidas represivas de la Junta militar, la importancia del budismo y de la comunidad de monjes budistas (Sangha), la permanente presencia de las fuerzas armadas (Tatmadaw), el mercado negro de combustible, las pagodas… eran y son parte de este paisaje birmano que algunos parecen haber descubierto ahora.
Pero, ¿por qué ahora? Llama poderosamente la atención ese repentino interés por el pueblo birmano, abandonado como otros muchos pueblos, a la agenda que marca en cada momento los intereses geoestratégicos, militares o económicos de Occidente y sobre todo de los de Estados Unidos. Y es en este contexto donde cabría ubicar la reciente intervención de Bush señalando al régimen birmano, en un claro intento por desviar la atención sobre sus fracasos más recientes en Iraq o Afganistán, e incluso ante el pulso que está manteniendo con Irán.
Al hilo de esta actitud occidental, es interesante resaltar dos anécdotas en torno a Myanmar, que reflejarían ese desconocimiento hacia el país y sobre todo las «lágrimas de cocodrilo» que dejan caer la mayoría de informaciones y reacciones en torno a esos acontecimientos. En primer lugar estaría la misma definición de la situación, bautizándola como «la revolución del azafrán», en un claro intento de ligarla a los cambios de régimen promovidos por Washington con las llamadas «revoluciones de colores». La referencia a ese color estaría ligada a la tonalidad de las ropas de los monjes budistas, quienes se han puesto al frente de las actuales protestas. Sin embargo, como ha señalado algún analista mejor conocedor de aquellas realidades, el color «azafrán» lo visten los monjes budistas de los países vecinos, mientras que los monjes y monjas en Myanmar destacan por el color «carmesí» de sus vestimentas.
Otro punto de enfrentamiento «anecdótico» lo encontramos en torno a la definición del país. Mientas que para la mayoría de estados y Naciones Unidas el término Myanmar es aceptado, tanto EEUU como Gran Bretaña continúan usando el de Birmania (negando a la Junta Militar la potestad «democrática» para el cambio de nombre). Pero más allá de ese uso partidista y político, lo cierto es que Birmania (Burma en inglés) es una «corrupción local de la palabra Myanmar», y ambas son usadas por la población birmana, dándole a la primera un carácter informal, mientras que la segunda sería la forma literaria y formal.
Pero más allá de esas anécdotas en torno al conflicto birmano y sus interpretaciones y repercusiones exteriores, estos días las calles de aquel país están asistiendo a las movilizaciones más importantes contra el gobierno birmano desde las protestas de agosto de 1988 (8888, en referencia al ocho de aquel mes). Myanmar es un país de más de cincuenta millones de habitantes, que en su mayoría son budistas, cerca del 90% de la población. Además, el país cuneta con 135 etnias reconocidas oficialmente, distribuidas entre ocho grupos principales. De ahí que se entienda la importancia del clero budista y de los movimientos independentistas de algunas minorías nacionales en la composición del mosaico birmano. Otras dos piezas clave son los militares, que gobiernan el país desde hace décadas y que reciben la mayor parte del presupuesto público, y la oposición a los mismos, que intenta, sin éxito, capitalizar las manifestaciones de estos días, presididas en su mayor parte por monjes budistas. Para completar el puzzle, nos encontramos finalmente la presencia de actores extranjeros que no dudan en utilizar las demandas populares en aras de sus propias estrategias e intereses.
Las raíces de estas nuevas protestas son marcadamente económicas, las medidas gubernamentales han supuesto un duro revés para muchas familias birmanas que ya de por sí mantienen una dura pugna para llevar el día a día. Si la desastrosa gestión económica de los dirigentes birmanos es evidente, no hay que olvidar que en parte estas medidas actuales son fruto de las presiones del FMI y del Banco Mundial, que no dudan en aplicar sus políticas neoliberales aun a costa de aumentar las penurias económicas de las poblaciones locales.
Pero también es cierto al mismo tiempo que las protestas han ido derivando hacia una situación donde el carácter político de las mismas es ya innegable. En algunos medios nos presentan estos enfrentamientos como un pulso entre los monjes y los militares, dos «ejércitos» de cerca de medio millón de personas con sus aliados, una lucha entre Tatmadaw y Sangha. El papel de parte de la comunidad religiosa budista, situándose al frente de las protestas, supone un nuevo factor a la hora de analizar los acontecimientos. El papel central del budismo en la vida birmana es clave a la hora de entender todo ello y de ahí que algunos hayan querido ver en ese posicionamiento una especie de «carta blanca» para promover el cambio de régimen en el país, dotándolo de una justificación religiosa.
No obstante, hay algunos puntos oscuros todavía en todo ello. Así, algunos analistas sosteniendo sin dudas la importancia del Sangha en Myanmar, señalan que la participación de los monjes no estaría siendo del conjunto de ellos, y si de un aparte importante de esa comunidad. Además, el protagonismo histórico de los monjes en diferentes fases de la historia del país, es utilizado para resaltar la importancia de esta nueva participación monacal en las manifestaciones. En el pasado los monjes budistas se han situado al frente de las revueltas independentistas y contra la ocupación británica, y mientras que unos lo hacían con pleno convencimiento político, otros tan sólo buscaban mantener su status quo dentro de la sociedad birmana y no perder el protagonismo y el control en determinadas materias.
Las características de las manifestaciones actuales no pueden compararse de momento con los acontecimientos de agosto de 1988, aunque algunos factores permiten entrelazar ambas situaciones. Es evidente que la participación de algunos antiguos dirigentes estudiantiles de aquellos años en la actualidad también tiene su peso en la estrategia que se quiere definir. Además, aunque las protestas, en número y extensión, son ahora menores, el factor mediático (Internet sobre todo) puede sobredimensionar las mismas, a la espera de que éstas se extiendan por todo el país y aumente el número de manifestantes.
Por otro lado, en esta ocasión el régimen birmano se ha anticipado a los manifestantes y ha desplegado paulatinamente sus fuerza militares y a los grupos «de vigilantes» (conocidos como USDA) para reprimir las protestas y que éstas alcancen las dimensiones del 8888. Sin duda alguna, la mayor diferencia, y que puede jugar relativamente a favor de los manifestantes, es el papel de los monjes apoyando a los mismos, en una intensidad que no se dio en el pasado.
LOS PROTAGONISTAS
Si los verdaderos protagonistas son los manifestantes que se lanzan a las calles para reclamar un cambio profundo en su país, otros actores son los que estarían moviendo los hilos de esta nueva coyuntura birmana.
La oposición «oficial» y preferida por Occidente es la que se articula en torno a la figura de Aung San Suu Kyi y su partido, la Liga Nacional por la Democracia (NLD), a quien habría cogido por sorpresa el cariz que estarían adquiriendo las protestas. Con un pasado ligado siempre a la elite política del país, fue en 1988 cuando adquirió el papel de protagonista tras su vuelta aquel año al país. A partir de entonces ha estado sometida a detención y encarcelamiento en diferentes ocasiones, y los gobiernos occidentales apuestan por ella como recambio de la Junta Militar.
La propia Suu Kyi aceptaría con gusto ese papel protagonista y antepondría el mismo a una verdadera unión de las fuerzas opositoras, lo que significa de facto una clara debilidad de la misma ante la Junta Militar. Algunos analistas señalan en ese sentido que dentro de la propia NLD estarían enfrentándose dos tendencias, la «radical» partidaria de una ruptura y que compartirían la posición de otros sectores más progresistas (estudiantes, comunistas y otras organizaciones) y la «conservadora», alineada con Suu Kyi y que ya estaría maniobrando por un cambio pactado con los militares, con el beneplácito de sus apoyos occidentales, y al que el clero dirigente budista también apoyaría. En este sentido cabría también interpretar las demandas «limitadas» que desde el clero budista se habrían realizado a la Junta militar.
El otrora poderoso Partido Comunista de Birmania (CPB), ilegal y clandestino en la actualidad, todavía está recuperándose de las disidencias internas y de la enorme represión a la que ha sido sometido tras apostar por la lucha armada contra el régimen militar birmano. No obstante, todavía tiene un papel que desempeñar en estos acontecimientos, y junto a otras organizaciones progresistas y estudiantiles ha venido tomando parte en las protestas y en la demanda de un cambio profundo de la situación. Los llamamientos en el pasado de estos grupos para trabajar unida toda la oposición y formar un gobierno interino y nuevas elecciones multipartidistas han sido rechazados por Suu Kyi.
Por su parte la Junta Militar parece que de momento controla la situación, según Renaud Egreteau del Ceri, «el mayor peligro puede venir de una escisión interna o de divergencias dentro del propio ejército». De ahí que desde Occidente se haya puesto en marcha una maquinaria para extender rumores y noticias acerca de la supuesta mala salud y enfermedades de algunos dirigentes (incluso se habla de la muerte de alguno de ellos). También se quieren sobredimensionar algunas supuestas rivalidades o luchas con raíz en los diferentes clanes, que buscarían mostrar una imagen de enfrentamiento entre los dos hombres fuertes de la Junta Militar, el general Than Shwe y su número dos, Mahung Aye.
Los militares birmanos llevan tiempo controlando la situación interna del país, y no sería descabellado pensar en que puedan buscar una salida negociada a medio o largo plazo para mantener buena parte de sus privilegios y no ser condenados o perseguidos por sus excesos represivos durante estas décadas. De momento la Junta militar ha calibrado su respuesta represiva para que ésta no alcance los niveles de 1988 y sobre todo para que las protestas no lleguen a aquellas dimensiones. Por ello, parece que el régimen todavía se mantiene fuerte .
Si anteriormente hemos mencionado a otros dos actores internos, los militares y el clero budista, el ultimo papel de este guión birmano lo interpreta la llamada «comunidad internacional», aunque no se presenta con una única voz.
La importancia geoestratégica de Myanmar, sus importantes recursos energéticos por explotar e importar, unido a las rivalidades entre algunos de esos actores internacionales, hace que el tablero birmano sea el lugar idóneo para que esa «comunidad internacional» enfrente sus diferencias e intereses por encima de las demandas del pueblo birmano.
Es en este contexto donde llama la atención que el presidente de EEUU haya dado tanta importancia ahora a al situación en Myanmar. Bajo el paraguas del discurso de «fomentar la democracia», Washington ha puesto en marcha una campaña diplomática y mediática para propiciar un cambio de régimen en ese país asiático. La propuesta de endurecer las sanciones contra el gobierno de la Junta Militar debe interpretarse más en clave de consumo interno (de cara a las próximas elecciones presidenciales Bush necesita presentar algún «éxito», sobre todo tras los sonoros fracasos en Iraq o en Afganistán, e incluso el que puede darse ante Irán).
También China e India llevan hasta Myanmar su pulso por dominar y capitalizar la influencia en el continente. Llama la atención en este sentido las presiones que se quieren depositar sobre el gobierno de Beijing para que presione y potencie un cambio en Myanmar, mientras que se olvida intencionadamente el papel indio, a quien no se le solicita las mismas actuaciones. En esta situación, Washington y sus aliados quieren utilizar la proximidad de los juegos olímpicos del 2008 en China para presionar a este país, y tal vez dé el resultado que desean, pero no hay que olvidar que China, ahora como en el pasado, ha sabido moverse por la escena internacional ajena a las presiones y chantajes de ese «club en defensa de la democracia de corte occidental».
Finalmente nos encontramos con Europa, que fiel a su triste realidad, no es capaz de dar una imagen unitaria, y sobre todo a tenor de los importantes intereses de las grandes empresas europeas en el país, los gobiernos de Europa no quieren que sus posturas signifiquen pérdidas para las mismas. En esta ocasión, la llamada Unión Europea actuará como siempre, defendiendo los intereses económicos y geoestratégicos por encima de las demandas de cambio de la población birmana y sobre todo pasando por alto su propio discurso oficial de «defensa de los valores democráticos».
La Junta militar sabe desde hace algún tiempo que debe buscar salida a la situación, de ahí que haya diseñado una estrategia para encaminarse hacia una especie de transición, de ahí las reformas económicas y políticas iniciadas y planeadas en los últimos años. Ese proceso tiene muy buenos ejemplos en lugares no tan lejanos, y los militares birmanos mirando esos otros espejos estarían buscando un acercamiento con los sectores «moderados» de la dividida oposición y con el apoyo de las clases empresariales y la elite política actual, diseñar esos pasos hacia «una democracia con label occidental» que deje inmune a los protagonistas del pasado y que en realidad sería «cambiar para que nada cambie».
Por su parte la llamada comunidad occidental si de verdad quiere que sus propuestas «democratizadoras» sean tomadas en serio deberían actuar de la misma manera ante los regímenes corruptos de otras zonas del mundo, o ante sus aliados en las petromonarquías del Golfo, donde los derechos humanos y las libertades brillan por su ausencia.
Un cambio pactado o una reforma formal, puede ser la solución que se esté cocinando para que se de un cambio en los actuales papeles en Myanmar, con un ejército que «domine la situación tras el telón» pero alejado de la fotografía política oficial, con una nueva elite política dispuesta a no hacer cambios y rupturas que no gusten a Occidente y con un clero budista que puede seguir manteniendo su status quo sin ver limitadas sus actuaciones ni su poder. Si así fuera, los deseos de cambio y de transformación de los manifestantes birmanos y de buena parte de la población de Myanmar serían olvidados y descartados, vendiendo un producto que no es el que ellos están demandando.
TXENTE REKONDO.- Gabinete Vasco de Análisis Internacional (GAIN)