Escuchar a Chávez resulta un ejercicio fascinante. Habla de Trotsky dándole la razón, y al párrafo siguiente cuenta de su amistad con el emir de Qatar; al rato proclama su cristianismo ferviente y llega a exhibir el crucifijo que atesora en sus bolsillos; a renglón seguido vindica su cercanía con el pensamiento marxista, destaca la […]
Escuchar a Chávez resulta un ejercicio fascinante. Habla de Trotsky dándole la razón, y al párrafo siguiente cuenta de su amistad con el emir de Qatar; al rato proclama su cristianismo ferviente y llega a exhibir el crucifijo que atesora en sus bolsillos; a renglón seguido vindica su cercanía con el pensamiento marxista, destaca la centralidad de la movilización de los pobres y marginados, recuerda momentos de su vida que lo impulsaron a una visión crítica y revolucionaria. Su discurso no puede ser reducido fácilmente a un esquema único, a una interpretación genérica, y todo indica que tiene un singular potencial a la hora de reflejar las complejidades de la realidad que habita.
Salta a la vista que el proceso venezolano es heterogéneo, contradictorio, que decenas de colectivos y organizaciones fluyen en su interior, a veces de acuerdo, y otras en divergencia parcial o total. Es frecuente escuchar frases críticas de los militantes de las organizaciones sociales hacia los partidos, de los miembros de unos partidos hacia otros, diatribas contra determinadas ramas de la administración pública, denuncias sobre ‘grupos’ imprecisamente definidos que ‘rodearían’ al Presidente….Seguramente hay arribistas y oportunistas ‘subidos al carro’, y unos cuantos de los que deberían respaldarlo se hallan en la oposición. Todo nos habla de una realidad fluida, cambiante, pero fundamentalmente viva, donde caben los componentes más diversos y donde lo que menos cabe es la neutralidad o la prescindencia.
¿Es un típico populismo latinoamericano, y por tanto basta para tranquilizarse con equipararlo a Perón o a Vargas, reducir a esa clave sus heterogeneidades, heterodoxias y vacilaciones? Estamos en otro momento histórico, distante y distinto, y el comandante venezolano parece carecer por completo de las afinidades conservadoras y hasta reaccionarias que en muchos aspectos sustentaban aquellos líderes. Todo indica que deberíamos dedicarnos más a la explicación que al rótulo, un entendimiento que como enseñara Gramsci, no se hace solamente con el saber, sino también con la comprensión e incluso con el sentir…
La frustración del golpe de estado parece haber comenzado una prolongada inflexión, afianzada con la lucha victoriosa contra el paro petrolero. El gobierno quedó firmemente vinculado a las masas populares que lo respaldaron de modo activo y movilizado en ambas ocasiones. Y además tomó nota de los fuertes obstáculos existentes para que las instancias influyentes de las clases dominantes locales y sus aliados externos aceptaran la experiencia, aun cuando esta no afecte, al menos por ahora, el nudo central de los intereses de esas clases. ‘Tenemos el gobierno pero no tenemos el poder’ nos dice un funcionario, ‘después de todo, este es un capitalismo como cualquier otro’ declara rato después . Ese costado de moderación en la apreciación de lo logrado, no le ha ganado al gobierno la tolerancia de las derechas, apenas una cierta ‘tregua’ de hecho, posterior al referendum, hija del desconcierto por los sucesivos fracasos en el empeño por desplazarlo, y que tiene brechas tan profundas como el muy reciente asesinato del fiscal Danilo Anderson…
Y allí están las transformaciones producidas, que no han incluido el no pago de la deuda externa ni la expropiación de grandes empresas, pero que no deberían ser subestimadas: La reversión de una ‘naturalización’ de la pobreza y la marginalidad masiva que llevaba largo tiempo, el viraje hacia la salud y la educación de las clases populares de una parte de la gigantesca renta petrolera, la remoción de estructuras con décadas de espíritu de casta y anquilosamiento, como la cúpula de PDVSA o la muy burocratizada Confederación de Trabajadores de Venezuela.
Se han opuesto con mucha fuerza la Iglesia, la dirigencia política emanada de la tradición bipartidista, las cúpulas del gremialismo empresario, los sectores más consumistas y pronorteamericanos de la ‘clase media’… y el estado norteamericano, por supuesto. Las oposiciones que suscita un proceso político no sirven para definirlo, pero sería estúpido negar que algo nos dicen sobre él.
No hay que lamentar por sí misma la confrontación, la polarización existente en la sociedad venezolana. Estos antagonismos se presentan siempre que se intenta emprender cambios de alguna entidad; la ‘conciliación’ y el ‘diálogo’ no suelen sobrevivir sino a reformas muy tímidas y muy parciales, mas allá de ese límite, viene la lucha. Es cierto que mucho del fervor opositor no lo explica tanto la profundidad y amplitud de las transformaciones acaecidas, sino la férrea negativa de la burguesía a renunciar a ninguno de sus privilegios, a su atrincheramiento al frente de una estructura social signada por una desigualdad brutal, a la que además pretendían gobernar en exclusiva. Y también es verdad que el gobierno no ha reaccionado con clausuras de prensa opositora ni con encarcelamientos masivos de quienes desencadenaron una y otra vez mecanismos violentos y golpistas para intentar desplazarlo. El enfrentamiento ha sido estridente y violento, pero no total.
En otros países de la América del Sur, los sistemas democráticos han abierto recientemente el camino del triunfo electoral a coaliciones o partidos con participación protagónica de la izquierda. Pero esto sólo ha ocurrido después que esas corrientes diluyeran en amplísima medida la radicalidad de sus planteos. Lo que una mirada de superficie suele balancear sin más como victoria, en el Brasil de Lula o el Uruguay de Tabaré Vásquez, tiene un paradójico componente de derrota: El dominio del gran capital expande sus bases de sustentación hacia sectores provenientes de la izquierda radical que, una vez llegados al gobierno, a lo sumo proponen nuevos métodos para seguir defendiendo en lo sustancial los mismos intereses de siempre. Y no mediante una ‘cooptación’ grosera que requiera que las izquierdas abandonen explícitamente sus banderas políticas y sus organizaciones de origen, sino por una gradual transformación que puede percibirse (y justificarse) como adaptación a los cambios y a las relaciones de fuerza en el plano mundial.
La llamada revolución bolivariana no responde en absoluto a ese esquema. La coalición que apoyó a Chávez logró la presidencia en su primera postulación, sin sufrir la gradual ‘desradicalización’ a la que se han visto condenados otros movimientos y coaliciones en América del Sur y Central. Hay una diferencia de origen, y es que su ascenso coincidió con una crisis terminal de los partidos políticos tradicionales, heridos gravemente por el ‘caracazo’. Sobrevenía el hundimiento luego de cuatro décadas de corrupto cogobierno, entre dos fuerzas que componían juntas una ‘clase política’ insensible a un deterioro social en aumento, incapaz de superar con algún grado de conciencia los espejismos de las épocas de boom petrolero, mientras asistían pasivas (sino complacidas) al avance vertiginoso del empobrecimiento, el trabajo informal, la violencia generalizada… Los militares bolivarianos fracasaron en dos insurrecciones militares, pero su jefe ganó la presidencia al frente de una coalición heterogénea. Todo llevó seis años, pero fue demasiado rápido en términos históricos, sobre todo para una clase dominante y una dirigencia política y social de reacciones lentas, prácticas más bien arcaicas, y casi nula predisposición a ensayar formas de dominación más consensuadas, y con mayores contrapesos a su predominio. Desde el primer día quisieron sacarse al nuevo gobierno de encima, tarea que se revelaría costosa y llena de riesgos… y allí está la cosa, con un gobierno que ha tendido a profundizar sus componentes innovadores en lugar de atenuarlos, que ha conseguido (y dependido en medida creciente) del apoyo de las clases populares, y que en el campo internacional ha tomado senderos tan poco transitados últimamente como la solidaridad activa con Cuba y la propuesta de alternativas a iniciativas norteamericanas como el ALCA.
No deberíamos idealizar el proceso bolivariano, por cierto, pero menos aún menospreciarlo, o trocar la distancia exigida por el rigor crítico a una lejanía desinteresada por comprenderlo en profundidad. Recostarse sobre las desconfianzas hacia el posible militarismo, a los componentes ‘populistas’, los costados de misticismo u oscuridad ideológica que pueda presentar Chávez u otros dirigentes de ese país, es a esta altura un pobre pretexto para no abordar una de las realidades más difíciles y apasionantes hoy, en el continente e incluso en el mundo. E implicaría quedarnos fuera de lo que puede aportar el ‘caso venezolano’ para el gran debate en torno a la concepción y realización sustantiva de la democracia en el presente y el futuro cercano.
En épocas en que cierta intelectualidad se empeñó en propalar la idea de la muerte definitiva de la política de calle y de masas, en las tierras de Bolívar ella se practicó ampliamente, en una ola de movilización y compromiso colectivo; que perforó las barreras del abstencionismo, la indiferencia consumista, la ‘crisis de representación’, la reclusión de la política en los medios… Ninguno de los síntomas del vaciamiento de contenido de las prácticas del liberalismo político se mantuvo indemne ante la irrupción de democracia sustantiva que conlleva la experiencia del país de Bolívar. Brotaron un sinnúmero de organizaciones, una pluralidad de movimientos populares, un cuadro variopinto que sólo por una simplificación algo brutal podemos englobar bajo el mote de ‘chavismo’.
Hay mucho más que un gobierno en juego, se trata de una forma de entender la democracia como un impulso real hacia el gobierno de las mayorías populares, orientado a un desmontaje complejo pero ineludible de los mecanismos de la representación política y los sistemas de partidos, que no adopte una deriva autoritaria, ni se deslice hacia el acatamiento incondicional de los dictados de un caudillo o de los manejos de una pequeña elite. Y que tiende, más temprano que tarde, a chocar con un poder del gran capital que hasta ahora la ‘revolución bolivariana’ no ha afectado en su núcleo. Estamos ante una sociedad en movimiento y frente a una trayectoria con final abierto; el ciclo de la rebelión latinoamericana tiene su particular y muy importante capítulo venezolano, y el peso de la incertidumbre no debería inhibirnos a la hora de la apuesta…