Nada ni nadie pueden impedir que estallen bombas. No hay ciudadano, ni fuerza policial, ni ejército, ni gobierno, ni alianza militar mundial alguna capaces de impedir que un concreto terrorista suicida se reviente a sí mismo con una bomba. Eso va a seguir sucediendo y, como consecuencia, morirán personas inocentes de forma horrible, tal y […]
Nada ni nadie pueden impedir que estallen bombas. No hay ciudadano, ni fuerza policial, ni ejército, ni gobierno, ni alianza militar mundial alguna capaces de impedir que un concreto terrorista suicida se reviente a sí mismo con una bomba. Eso va a seguir sucediendo y, como consecuencia, morirán personas inocentes de forma horrible, tal y como mueren también en las carreteras, o por culpa de las drogas y del alcohol, o por los efectos de catástrofes naturales, una vez más sin que exista autoridad alguna con responsabilidad y con capacidad para poner coto a todo ello.
Lo que supone una novedad es la aceptación de esta perogrullada dentro del criterio general dominante en los gobiernos en lo que se refiere al «terrorismo». Esta semana, dos presidentes con un pie fuera del cargo, el de Estados Unidos, George W. Bush, y el de Pakistán, Pervez Musharraf, han definido sus mandatos en función del terrorismo. Así lo hicieron Bush el lunes pasado en su último mensaje sobre el estado de la Unión y Musharraf ese mismo día, en Londres, en el curso de una campaña propagandística anterior a las elecciones del mes que viene en su país.
En el caso de Bush, la guerra contra el terrorismo es el lema recurrente de su política del miedo. Desde que el 11 de septiembre del 2001 insufló un nuevo aire a su languideciente presidencia, su lenguaje ha escalado nuevas cimas de retórica alarmista. Ha validado todo tipo de represión internacional y todo tipo de guerra en el exterior. «Quien no está con nosotros está contra nosotros», pregona. Los terroristas, estén donde estén, «se oponen al avance de la libertad… mala gente que desprecia la libertad, que desprecia a Estados Unidos y cuyo objetivo es someter a millones de personas a su dominio violento», según Bush.
Como ha escrito el sociólogo Ulrich Beck, «adecuadamente explotado, un riesgo de aparición reciente es siempre un reconstituyente para un dirigente político en horas bajas». Al declarar una amenaza tan terrible como para que resulte intolerable, un político está en condiciones de limitar las libertades de una sociedad libre en nombre de la aversión al riesgo. Musharraf apenas pronuncia una frase que no contenga la palabra terrorismo. Extraordinariamente próxima a la base desde la que se desencadenó, aparentemente, el 11 de septiembre, su dictadura se ha beneficiado de la indulgencia de Londres y Washington durante siete años completos. Esta semana, Gordon Brown lo ha saludado como un «aliado clave contra el terrorismo», lo que le posibilita actuar sin ningún miramiento cuando entra a saco en el poder judicial y doblega a los medios de comunicación.
Si la guerra contra el terrorismo se hubiera empleado sola y exclusivamente como metáfora para conseguir una mayor eficacia de la labor policial, como las guerras contra las drogas, la pobreza y la delincuencia callejera, la cosa podría haber resultado aceptable. Bush y Musharraf han descubierto que la metáfora militar es demasiado potente como para resistirse a ella y, como era de esperar, la han aplicado en toda su literalidad. Las consecuencias han sido catastróficas para sus respectivos países y, de paso, para ellos mismos.
La aventura afgana de occidente carece en la actualidad de una estrategia coherente. Mueren soldados, el tráfico de opio está floreciendo y la ayuda internacional se queda sin distribuir. El mando y el control de la guerra contra los talibán están degenerando de lo que era el mayor batiborrillo de fuerzas de ocupación occidentales desde la cuarta cruzada en una hermética camarilla alrededor del máximo gobernante afgano, Hamid Karzai, que está peleando por mantener algún resto de autoridad en su propia capital.
La exasperación de Karzai con occidente le ha llevado a rechazar los servicios del ex jefe del Partido Liberal Democrático, Paddy Ashdown. Es posible que Ashdown haya tenido un papel de un cierto relieve en la ciénaga de subvenciones de Sarajevo pero, en Afganistán, no habría pasado de ser el chico de los recados. Karzai es perfectamente consciente de que su destino no está ligado a los lugares comunes poco comprometidos de los procónsules occidentales, sino a los sobornos contantes y sonantes de los caudillos provinciales, las mafias de las drogas y los intermediarios talibán.
Estos intermediarios han visto cómo su situación mejoraba de manera espectacular gracias a la guerra contra el terrorismo. La exigencia de Bush en el año 2001, en el sentido de que Musharraf debía «sumarse a la guerra», obligó a desplazar las fuerzas armadas paquistaníes a los territorios fronterizos, vulnerando los viejos tratados y echando a las tribus pastunes en brazos de los cabecillas talibán, que las acogieron con entusiasmo. No cabe duda de que eso ha sido lo que le ha salvado el pellejo a Osama bin Laden, que se ha librado de la furia de los tajik del norte, juramentados a tomarse la venganza del asesinato de su jefe, Ahmed Shah Massoud.
Musharraf, empujado por Estados Unidos y con 10.000 millones de dólares [más de 6.700 millones de euros al cambio actual] de dinero de los norteamericanos, ha hecho lo que hasta el más enloquecido de sus predecesores había evitado: poner imprudentemente a los pastunes en pie de guerra y hacerlos cada vez más dependientes de una Al Qaeda resucitada. Desde los tribunales de Justicia de Estados Unidos hasta las mezquitas del oeste de Londres, pasando por los montañas del Hindu Kush [cordillera situada al norte de Afganistán], la guerra contra el terrorismo ha demostrado ser contraproducente hasta extremos fatales, como era de prever. Es la expresión más acabada de la estupidez en los asuntos internacionales.
Nadie pone en duda que por todo el mundo andan sueltas células de asesinos, en su inmensa mayoría, identificadas con diversas sectas islámicas. Es labor de los servicios de información y de las policías atrapar a todos los que puedan. Después de unos comienzos titubeantes, parece que están obteniendo unos resultados bastante buenos. Se les colará alguna bomba, pero los asesinos no se van a echar atrás por unas leyes draconianas, ni mucho menos por la presencia de policías armados hasta los dientes en Downing Street [residencia y oficinas del primer ministro británico] y en Heathrow [aeropuerto londinense]. Las sociedades fuertes pueden controlar esta amenaza, intermitente, hay que reconocerlo. Sólo las débiles van a capitular ante ella.
La amenaza de estos asesinos no consiste en su potencia de fuego, sino en su capacidad de distorsionar el buen juicio y el compromiso con las libertades de unos políticos demasiado cobardes para echarse sobre los hombros la carga de los posibles riesgos. Dentro de dos semanas, la frágil democracia paquistaní desafiará a los terroristas y sus bombas y celebrará unas elecciones como paso previo, es de esperar, a alguna modalidad de gobierno democrático. La sociedad paquistaní plantará cara a un probable estallido de la actividad terrorista sólo si sus dirigentes dejan de una vez de colocar a los terroristas en un pedestal y de recurrir a un lenguaje que exagera su capacidad «para oponerse al avance de la libertad», por expresarlo usando palabras de Bush.
Son los dirigentes políticos, no los terroristas, los que tienen la facultad de impedir el avance de la libertad. Son esos dirigentes los que han pretextado la guerra contra el terrorismo para hacer tragar la Patriot Act [Ley Patriótica], la Bahía de Guantánamo y el billón y medio de dólares [más de un billón de euros al cambio actual] de la Guerra de Irak. En Pakistán, la han utilizado como excusa para promover el estado de excepción, el encarcelamiento de magistrados del Tribunal Supremo y el desencadenamiento de una insurrección sin precedentes en los territorios fronterizos del noroeste. En Gran Bretaña, los políticos se han apoyado en la guerra contra el terrorismo para justificar las detenciones de 42 horas sin procesamiento, la implantación del sistema de vigilancia más irrespetuoso del mundo con la intimidad y nada menos que dos ocupaciones militares de territorios extranjeros fuertemente protestadas.
La denominada guerra contra el terrorismo ha llenado los bolsillos de los que han sacado abundante provecho de ella. Ha acabado con la vida de miles de personas, ha hundido en la miseria a millones de ellas y ha vulnerado la libertad de cientos de millones de ellas. El único castigo duro pero merecido que ha impuesto ha sido el de haber arruinado la carrera política de quienes la han propagado. Tony Blair se ha visto obligado a dimitir antes de tiempo, Bush ha sufrido una fuerte humillación y el desgraciado Gobierno de Musharraf se está acercando a su fin, aunque con retraso. Posiblemente sea aquello de que no hay mal que por bien no venga, pero todavía no es suficiente.
Simon Jenkins es uno de los periodistas más reconocidos del Reino Unido, columnista habitual del diario The Guardian
y un gran experto en Historia militar.