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La ley del silencio sobre la bomba israelí

Fuentes: Oumma

Traducido para Rebelión por Caty R.

En el conflicto sobre la cuestión de Cachemira en 1988, la India y Pakistán se lanzaron a una escalada vertiginosa, ofreciendo al mundo el espectáculo terrorífico de sus ensayos nucleares. Esta confrontación, no obstante, enfrentaba a dos potencias atómicas a las que el temor recíproco impedía totalmente pasar a la acción. La crisis indo-pakistaní proporcionó entonces una nueva ilustración del equilibrio del terror: el miedo a la segura destrucción mutua hace entrar en razón a ambos protagonistas.

En cambio la «crisis nuclear iraní» se inscribe en una configuración totalmente asimétrica. Opone un Estado no nuclear a la superpotencia planetaria, aliada, por añadidura, con la principal fuerza militar de Oriente Próximo. Acusada de querer fabricarla, la República islámica no posee el arma nuclear. Estados Unidos es, con mucho, la primera potencia nuclear mundial y la única que la ha utilizado. En cuanto al Estado de Israel, posee armas atómicas y se niega a reconocerlo aunque es evidente que nadie lo ignora.

La «ley del silencio» sobre la bomba israelí forma parte de una estrategia de comunicación en la que el Estado hebreo es experto. Único estado nuclearizado de Oriente Próximo, Israel goza de un privilegio al que no piensa renunciar: tiene derecho a poseer la bomba con la condición de no jactarse de ello. El falso lapsus de Ehoud Olmert en diciembre de 2006 no contraviene la regla de esta «ambigüedad» que el «padre de la bomba israelí», Simon Peres, adoptó hace mucho tiempo.

Al añadir Israel a la lista de los estados oficialmente nuclearizados, Ehoud Olmert enviaba una clara señal a los enemigos del Estado hebreo y al publicar inmediatamente después un mentís mantenía la ficción de una bomba israelí oficialmente inexistente. La duplicidad israelí mata dos pájaros de un tiro: ejerce un efecto disuasorio ya que la bomba existe, sin exponerse a que lo fulmine la comunidad internacional ya que, naturalmente, no existe.

De ahí, sin duda, el aspecto surrealista del debate sobre la crisis nuclear en Oriente Próximo: una bomba puramente virtual provoca sudores fríos (Irán) y un arsenal colosal, pero oficialmente inexistente, no suscita ninguna inquietud (Israel). De ahí también, sin duda, el carácter casi humorístico, por supuesto involuntario, de ciertos comentarios.

Así Le Monde, en su editorial del 13 de diciembre de 2006, se indigna con las declaraciones de Ehoud Olmert. Pero no, por cierto, para lamentar la existencia de la bomba israelí mientras Oriente Próximo está preso de las tensiones más agudas, sino para reprochar a Israel, ingenuamente, haber hecho esta confesión en el momento más inoportuno: «Esta confesión en forma de lapsus no podía caer en peor momento. La comunidad internacional intenta desde hace más de tres años desanimar a Irán de que utilice su programa nuclear civil para dotarse de la bomba atómica».

Nada asombroso a fin de cuentas, la política del doble rasero también se aplica en materia nuclear. Revestido de irrealidad por el discurso oficial y despojado de cualquier control internacional, el programa nuclear israelí goza de una complicidad occidental a toda prueba. Sin hablar de Estados Unidos, principal proveedor de armas del Estado hebreo, los grandes países europeos también se pueden considerar «totalmente objetivos» en el reglamento de la «crisis nuclear iraní». Para negociar con la República islámica, Francia, Alemania y Gran Bretaña fueron enviadas a Teherán, iniciando un proceso que desembocó en la resolución 1737 y en el ultimátum de la ONU que exige a Irán la interrupción del enriquecimiento del uranio.

¿Francia? Francia entregó al Estado de Israel las claves de la tecnología nuclear a finales de los años cincuenta. ¿Alemania? Alemania vendió al Estado hebreo los submarinos de tipo Delfín que actualmente equipa con las ojivas nucleares. ¿Gran Bretaña? Es la ayudante activa de Estados Unidos en Iraq, donde tiene 20.000 soldados ubicados en el sur, cerca de la frontera iraní. Una mediación extraña, a decir verdad, fue confiada así a tres potencias occidentales que han tomado un partido que no es un secreto para nadie.

Cuando la comunidad internacional se inquieta por los riesgos de proliferación, la historia de la bomba israelí proporciona sin embargo un ejemplo notable. David Ben Gourion, fundador del Estado hebreo, soñó con la opción nuclear desde la primera guerra árabe-israelí. El comité para la energía atómica se creó 1952 y contrató prospecciones mineras en el desierto de Neguev. Al revelarse éstas infructuosas, Israel acabó por comprarle mineral de uranio a Suráfrica. Pero el principal colaborador de Israel fue Francia.

Un acuerdo secreto con el socialista Guy Mollet en 1956 permitió al Estado hebreo dominar la tecnología nuclear. La central de Dimona se construyó, a partir de 1958, con la ayuda de técnicos franceses. Unidos en la lucha contra el nacionalismo árabe, Francia e Israel sellaron, con este pacto nuclear, una alianza cuya calamitosa expedición al canal de Suez fue el principal hecho de armas. Nasser salió políticamente victorioso, aureolado por su resistencia a la agresión de las potencias colonialistas. Pero la alianza franco-israelí sobrevivió hasta las revisiones desgarradoras que le impuso el general de Gaulle en la guerra de junio de 1967.

Cuando tomó el relevo de la alianza francesa a finales de los años 60, Estados Unidos no fue menos cooperador. Deseoso de limitar la proliferación, el presidente Kennedy criticó a los israelíes sobre todo por esconderle la verdad. Su sucesor se esforzó por forjar un compromiso tan favorable como posible para el Estado judío. Según el acuerdo entre Lyndon Johnson y Golda Meir, no se debería ejercer ninguna presión sobre Israel para hacerle firmar el Tratado de No Proliferación. A cambio, Israel debía cultivar la ambigüedad sobre la realidad de su arsenal nuclear. Resumiendo, una complaciente derogación de la ley internacional a cambio de un escrupuloso respeto de la ley del silencio.

Fruto de una proliferación organizada a sabiendas, el programa nuclear israelí pudo así prosperar al amparo de una connivencia occidental nunca desmentida. Beneficiaria de un estatuto exorbitante del derecho común, la bomba israelí se cierne como una espada de Damocles sobre Oriente Próximo. Según las estimaciones más corrientes, Israel poseería de 200 a 400 cabezas nucleares, que representan una fuerza de impacto equivalente a varios miles de veces Hiroshima. Para lanzarlas, el ejército israelí dispone hasta la saciedad de vectores aéreos (300 cazas F-16), balísticos (50 misiles Jericó-2) y navales (3 submarinos Delfín).

Los dirigentes israelíes niegan oficialmente la existencia de este arsenal. Pero paradójicamente no tienen reparos en mencionar su posible utilización. En su edición del 7 de enero, el Sunday Times reveló que el ejército israelí habría puesto a punto un plan de destrucción de las instalaciones iraníes de enriquecimiento de uranio por medio de un ataque aéreo que utilizaría el arma nuclear táctica. Citando fuentes militares israelíes, obviamente anónimas, el periódico indica que dos escuadrillas de la aviación israelí se están preparando para esta misión efectuando vuelos de entrenamiento hasta Gibraltar. Pero sobre todo, precisa el semanario británico, la opción del arma nuclear táctica habría sido claramente defendida por el Estado mayor israelí, que temería la ineficacia de las bombas convencionales contra instalaciones subterráneas y bien protegidas.

Es difícil ver en estas revelaciones sólo simples elucubraciones periodísticas. ¿No hay que entender más bien un mensaje dirigido al buen entendedor por las «filtraciones» que no son tales? Probablemente. Porque lo esencial para Israel, es imbuir poco a poco la idea de un ataque nuclear preventivo contra un estado considerado extremadamente peligroso, calificado como «amenaza multidimensional» por la administración Bush y que figura en primera fila de la demonología occidental. Por otra parte, el plan israelí que sugiere el Sunday Times se parece mucho al que habría contemplado Estados Unidos si creemos las revelaciones del New Yorker de abril de 2006.

Durante el bombardeo israelí a Siria en octubre de 2003, Ariel Sharon declaró que «Israel golpearía a sus enemigos en cualquier lugar y con cualquier medio». Como se demostró en la «guerra de los 33 días» contra Líbano, la mentalidad de los dirigentes israelíes apenas ha cambiado. Y pecaríamos de ingenuos si creyésemos que Israel es moralmente incapaz de un ataque nuclear preventivo contra Irán, sobre todo cuando éste último parece a punto de conseguir la bomba atómica y además presenta su propia cabeza sobre una bandeja multiplicando las provocaciones verbales contra el Estado hebreo.

El objetivo principal de la disuasión nuclear es evitar la guerra. Pero además hace falta dotarla de una adecuada doctrina de empleo. Con la «disuasión del débil al fuerte», el general de Gaulle forjó una doctrina que prohibe cualquier ataque preventivo, con más razón sobre un estado no nuclearizado. Al aplicar a la estrategia nuclear la doctrina israelí de la guerra preventiva, la administración Bush, en cambio, voló por los aires el concepto de disuasión. Sustituyendo una doctrina ofensiva por una doctrina defensiva, la nueva estrategia estadounidense suprime la diferencia entre estado de guerra y estado de paz.

Estamos inmersos en una amenaza planetaria y permanente, así que hay que poder golpear el primero, por todas partes y con todos los medios. Esta doctrina, adoptada hoy por la administración Bush, fue antes la del Estado de Israel en su confrontación con el mundo árabe. No vaciló en lanzar su aviación sobre Egipto, Siria, Líbano, Jordania, Iraq y Túnez, sin hablar de los territorios palestinos que utiliza constantemente como blanco. La historia militar israelí, con la ofensiva aérea de junio de 1967 contra Egipto y Siria proporciona, por otra parte, el arquetipo de la guerra preventiva. Esta estrategia siempre ha sido rentable. ¿Por qué no ponerla en práctica, mañana, contra la República de los mullahs?

La utilización del arma nuclear como primera opción, obviamente, no plantea ninguna objeción metafísica en estas dos democracias ejemplares que son Estados Unidos e Israel. La humanidad está clasificada de antemano en dos categorías (los buenos y los malos) y la elección de las armas responde únicamente a criterios de eficacia. Para Estados Unidos basta con consultar la «Nuclear Posture Review» (nueva postura nuclear N. de T.), que resumió en enero de 2002 la nueva doctrina estratégica estadounidense: ahí el arma nuclear se trivializa y se convierte en un arma como otra cualquiera, susceptible de ser utilizada a su antojo por el presidente, de forma ofensiva o defensiva.

Agitada sin descanso contra el régimen de los mullahs, esta amenaza militar ha tenido como efecto principal dar un acelerón al programa nuclear iraní. Teherán aprendió la lección de la experiencia iraquí: una nación rebelde al orden neoimperial que cambió el riesgo del ataque nuclear por la cibernética militar estadounidense ordenada de una ocupación de larga duración por la soldadesca occidental, al precio de un caos destructor y el pillaje de sus recursos. A todas luces, la única forma de escapar de una suerte tan funesta es adquirir lo más pronto posible las armas de destrucción masiva capaces de ejercer un efecto por lo menos disuasorio.

Si el régimen iraní hubiese pensado en algún momento renunciar a toda ambición nuclear, no hay duda de que la política estadounidense le hubiera hecho cambiar de opinión rápidamente. Sin duda hay que ver ahí el principal daño colateral de la estrategia neoconservadora: al querer plegar a otros a su voluntad, los fuerza a hacer exactamente lo contrario de lo que pretende. A semejanza de la amenaza soviética en la Europa en los años 50, el belicismo estadounidense confiere hoy un prestigio inédito a la estrategia de disuasión del débil al fuerte. Paradoja histórica que no carece de sabor: una de las primeras decisiones de la República islámica fue la interrupción del programa nuclear del Sha.

Animado por Estados Unidos, de quien era el aliado regional, el monarca iraní firmó, a partir de 1973, jugosos contratos con Francia y Alemania para la construcción de centrales nucleares. Como contrapartida Irán participaba económicamente en el proyecto Eurodif. Antes de la caída del régimen la oposición denunció esta política, que juzgaban onerosa e inútil para un país rico en hidrocarburos. El programa fue suspendido por Chapour Bakhtiar en enero de 1979, decisión que confirmó inmediatamente después Mehdi Bazargan, el primer jefe de gobierno de la República islámica.

Pero la sangrienta guerra Irán-Iraq cambió la perspectiva. Solo ante el agresor iraquí, el régimen iraní midió su propia debilidad frente a una coalición internacional que se solidarizaba con Sadam Husein. La participación indirecta de las potencias occidentales, las entregas masivas de armas químicas a Iraq y la destrucción en pleno vuelo de un airbús civil iraní por un caza estadounidense hicieron darse cuenta a Irán que sólo podía contar consigo mismo. Y es sin duda durante esa guerra despiadada (1980-1988) cuando la idea del paraguas nuclear acabó por imponerse entre la elite dirigente.

Las exigencias de la «realpolitik» coincidieron, además, con el fervor nacionalista. El dominio nacional sobre las fuentes de energía no es una cuestión banal para los iraníes. Mosaddeq, Primer ministro desde 1951 hasta 1953, convirtió la soberanía iraní sobre los recursos petroleros en un principio intangible. Fue destituido por un golpe de Estado militar instigado por CIA. A su vez, los actuales dirigentes de la República islámica ven en el dominio de la tecnología nuclear un atributo fundamental de la soberanía y una fuente de orgullo nacional.

Suponiendo que vea la luz, el arma nuclear iraní ejercerá evidentemente una función defensiva. Aunque haga esfuerzos titánicos, el régimen iraní no tiene capacidad para construir un arsenal capaz de rivalizar con los colosales depósitos de artilugios que poseen sus adversarios. En el mejor de los casos adquiriría bastantes armas para disuadir a quien quiera agredirlo, pero nunca bastantes para pasar a la ofensiva. En sus controvertidas declaraciones a la prensa internacional, el presidente de la República francesa no dijo otra cosa: «Yo diría que no será tan peligroso por el hecho de tener una bomba nuclear, tal vez la segunda un poco más tarde… bueno, esto no es muy peligroso. Lo que sí es peligroso es la proliferación. Quiero decir que si Irán prosigue su camino y domina totalmente la técnica electronuclear, el peligro no está en la bomba que va a obtener y que no le servirá para nada» (Le Monde, 1 de febrero de 2007).

En efecto, lo que constituye el verdadero peligro es la proliferación. Particularmente porque tres países que no han firmado el TNP, de forma totalmente ilegal, gozan del beneplácito de las potencias occidentales: Israel, India y Pakistán. Tres países geográficamente próximos a Irán y cuya capacidad de blandir la amenaza nuclear en caso de crisis grave no ofrece ninguna duda. Añadida al superarmamento nuclear estadounidense, esta política de proliferación selectiva ha desacreditado totalmente al TNP. No es sorprendente que para velar por el equilibrio regional, Irán procure conseguir a su vez un instrumento tan codiciado del poder estatal.

Suponiendo que poseyeran un miniarsenal nuclear, ¿los dirigentes iraníes serían más peligrosos para la paz mundial que los de Israel? Hay que tener muchos prejuicios para ver en la República islámica sólo una guarida de iluminados que flirtean con el Apocalipsis. Irán es una potencia que no ha sido ofensiva desde hace siglos, la inmensidad de su territorio montañoso y su diversidad etnocultural le aseguraban profundidad estratégica y brillo regional. ¿Por qué iba a lanzar una amenaza nuclear? ¿Quizá para «borrar a Israel del mapa»?

Todo el mundo sabe que las diatribas del presidente Ahmadinejad evocan la destrucción de la entidad sionista y no un nuevo genocidio, incluso aunque las ambigüedades de la conferencia de Teherán mantuvieron la confusión. En el fondo, los dirigentes iraníes sueñan con la supresión de Israel como Estados Unidos, durante la guerra fría, soñaba con el hundimiento de la URSS. Y además la retórica antisionista no es unánime en Teherán, donde los partidarios del ex presidente Mohamad Khatami no esconden sus críticas contra la dirección actual.

¿Una teocracia fanática el régimen iraní? No es un mullah, sin embargo, quien declaró que «nuestro Estado es el único que se comunica directamente con dios», como dijo Effi Eitam, ex ministro israelí y jefe del Partido Nacional Religioso. Por no hablar de las obsesiones mesiánicas de la administración Bush y su tendencia a dividir el mundo según las categorías binarias del catecismo evangélico. Irán libra poco a poco su duelo de «Gran Satanás», pero Estados Unidos explota contra «el Eje del Mal».

Entre Israel que prepara abiertamente una guerra nuclear preventiva, e Irán que quiere dotarse de un arsenal disuasorio, dejaremos que cada uno juzgue los peligros que realmente amenazan la paz mundial. Por más que las potencias occidentales sigan presuponiendo negras intenciones a Irán y dando su bendición al Estado hebreo, los hechos son testarudos: Los misiles están en Israel y los blancos en Teherán. Ya que fijaría un límite objetivo a las ambiciones israelíes, la nuclearización de Irán presentaría una inmensa ventaja: pondría fin a un desequilibrio del terror que, en el punto en que se encuentra hoy, hace planear el espectro de la guerra

Texto original en francés: http://oumma.com/spip.php?article2358

Bruno Guigue (Touluse 1962) es titulado en geopolítica por l’ENA, ensayista, colaborador habitual de Oumma.com y autor de los siguientes libros: Aux origines du conflict israélo-arabe, L’Economia solidaire, Faut-ilbrûler lenine?, Proche-Orient : la guerre des mots y Les raisons de l’esclavage, todos publicados por Ed. L’Harmattan.

Caty R. pertenece a los colectivos de Rebelión , Tlaxcala y Cubadebate . Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, la traductora y la fuente.