A finales de 2003, los diarios europeos traían una pequeña información sobre Milán. Cincuenta y cinco mil personas habían sido evacuadas de sus casas, como consecuencia del hallazgo de una bomba de la Segunda Guerra Mundial. Nada, aparentemente, ligaba esa noticia a los bombardeos en Iraq, que se habían iniciado el 20 de marzo de […]
A finales de 2003, los diarios europeos traían una pequeña información sobre Milán. Cincuenta y cinco mil personas habían sido evacuadas de sus casas, como consecuencia del hallazgo de una bomba de la Segunda Guerra Mundial. Nada, aparentemente, ligaba esa noticia a los bombardeos en Iraq, que se habían iniciado el 20 de marzo de ese mismo año, pero tenían un punto en común: a sesenta años de distancia, ambos episodios habían sido protagonizados por los aviones de Estados Unidos y habían tenido como objetivo ciudades, sin reparar en las consecuencias para la población civil. En Iraq, una lluvia infernal de misiles Tomahawks, primero, y de ataques aéreos de cazabombarderos después, diseñados en la operación Shock & Awe (Conmoción y pavor) arrojó miles de bombas sobre las ciudades, en Bagdad, Kirkut, Basora, Tikrit, Mosul. Los pilotos norteamericanos realizaron más de mil vuelos diarios para bombardear, durante cinco jornadas seguidas, edificios oficiales, cuarteles, infraestructuras, centrales eléctricas, centros de tratamiento de agua, barrios. Después, los bombardeos siguieron: era la nueva táctica que las tropas de ocupación norteamericanas desarrollaron contra la resistencia iraquí después de la derrota de Sadam Hussein.
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El general italiano Giulio Douhet publicó en 1921 un libro, El dominio del aire, donde desarrolló la utilidad de la aviación y los bombardeos para quebrar la resistencia del enemigo, utilizando el miedo, la destrucción, la desorganización de la estructura económica y el hundimiento de la producción. Unos años antes, implicado en la gran guerra, Douhet había participado en Libia en los combates contra el Turco: allí tuvo lugar el primer bombardeo aéreo de la historia. Poco después, llegarían los bombardeos sobre la población civil, engrosando la infamia de los crímenes de guerra. En 1925, en ese norte africano, los aviones españoles bombardeaban los zocos repletos de gente, como en Beni Ider, y pilotos norteamericanos enrolados en las fuerzas francesas hacían lo mismo arrojando sus bombas sobre la población civil de Xauen: no había hombres en edad militar, solo mujeres y niños, y causaron una matanza, según Sven Lindqvist.
Desde entonces, la posibilidad de aplastar con bombardeos a enemigos y adversarios, en guerras o en revueltas y protestas, ha sido una constante, y Estados Unidos se convirtió en un aplicado y feroz seguidor de las tesis del general Douhet. Con la complicidad, la mentira o el silencio de los medios de comunicación, Estados Unidos ha seguido bombardeando países, devastando territorios, sembrando la muerte en el planeta. Porque Estados Unidos no solo es el único país de la historia que ha utilizado bombas nucleares contra la población civil, también es el único que ha bombardeado decenas de países en todos los continentes de la tierra, excepto en la deshabitada Antártida y en su aliada Australia (Oceanía). Y el único país que ha utilizado contra la población civil los tres tipos de armas de destrucción masiva: las nucleares, las químicas y las bacteriológicas. Estados Unidos es un poder criminal, y buena parte de su fortaleza radica en el constante recurso a su devastadora capacidad para arrasar desde el aire ciudades o países.
Estados Unidos tuvo un adelantado instructor: en las primeras décadas del siglo XX, Gran Bretaña bombardeó Yemen, Kenia, Malasia y otros países para aplastar revueltas, guerrillas y revoluciones. En Kenia, entre 1952 y 1960, los británicos convencieron al mundo de que durante la «rebelión del mau mau» combatían a «feroces asesinos negros» y no a campesinos a quienes habían robado sus tierras: la RAF lanzó decenas de miles de toneladas de bombas, y los bombardeos y matanzas acabaron con casi cien mil keniatas, y otras decenas de miles de personas fueron encerrados en campos de concentración. Gran Bretaña bombardeó a poblaciones civiles en los años de entreguerras, en sus colonias de África, y en Iraq.
W. G. Sebald habla, en su libro Sobre la historia natural de la destrucción, de los terribles bombardeos británicos y norteamericanos sobre Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Los nazis bombardearon, en 1940, Londres, Manchester, Birmingham, Coventry, y los británicos respondieron con bombardeos sobre Colonia, Hamburgo, Lübeck, Kiel, Stuttgart, Essen, Berlín y tantas otras: Arthur Harris y la RAF. Desde 1942, los norteamericanos estaban bombardeando Europa, causando grandes bajas civiles. Hitler había bombardeado Londres, pero después el diluvio de bombas sobre Alemania sería devastador, hasta el momento final de la capitulación, como documentó minuciosamente Jörg Friedrich: británicos y norteamericanos bombardearon más de mil ciudades, causando más de un millón de muertos, con treinta millones de personas padeciendo las bombas. Era la guerra, pero los objetivos no eran siempre militares, sino la población civil, porque no es lo mismo bombardear una ciudad que se encuentra en el frente de combate que arrasar desde el aire poblaciones de la retaguardia. Dresde fue bombardeado conjuntamente por británicos y norteamericanos: mataron a ochenta mil personas, que otras fuentes elevan a 135.000. En oriente, fue el general norteamericano Curtis Le May quien organizó los bombardeos: su plan era bombardear a la población civil para quebrar a Japón, aunque, por consideraciones de propaganda, hablaba de «bombardeos contra objetivos estratégicos». Era mentira, y los bombardeos norteamericanos mataron a más de un millón de japoneses, en una fría contabilidad de la muerte que conocían de antemano los generales del Pentágono: el horror, que Akiyuki Nosaka mostró en su desoladora La tumba de las luciérnagas. El Japón fascista no se quedó atrás, aunque no bombardeó a Estados Unidos, adonde sus aviones no podían llegar, sino China: de hecho, había comenzado a bombardear ciudades chinas ya en los años treinta: Nanjing, Shanghái, Wuhan, Chongqing.
Estados Unidos lanzó bombas incendiarias sobre Tokio, con el deliberado propósito de matar a decenas de miles de personas. Le May, tras haber ordenado el lanzamiento de miles de toneladas de bombas incendiarias y napalm sobre Tokio que causaron más de cien mil muertos, comentó: «Cuando incendiamos la ciudad, sabíamos que morirían mujeres y niños. Pero había que hacerlo». La campaña de bombardeos que dirigió Curtis Le May buscaba aterrorizar a la población civil, y tras la guerra, apostó siempre por los bombardeos, incluso atómicos, contra la Unión Soviética, China o Cuba. Hiroshima, Nagasaki, Dresde, no eran excepciones, sino la norma. Su país premió la extrema crueldad de Le May otorgándole honores y distinciones: para los Estados Unidos, Curtis Le May no fue un criminal de guerra, sino un héroe, y sigue siéndolo.
Tras el desembarco en Normandía, las tropas norteamericanas avanzaron combatiendo a los alemanes, pero también bombardeando a la población civil, a la que iban a liberar. La historiografía francesa habla de miles de víctimas causadas por los bombardeos; la cifra de veinte mil muertos es aceptada por todos, y algunos aventuran cifras mayores: Jean-Pierre Azéma, por ejemplo, estima en casi cincuenta mil los muertos civiles, solamente en Normandía, durante el avance de las tropas norteamericanas y británicas. Atacaban destruyendo pueblos enteros, bombardeando ciudades. En una pequeña localidad de esa Normandía, Saint-Lô, murieron 352 personas, el 6 y el 7 de junio de 1944, no en combate sino bajo las bombas norteamericanas y británicas: la localidad quedó prácticamente destruida. Lo mismo había ocurrido en Italia, cuando las tropas estadounidenses avanzaban: el barrio de San Lorenzo, de Roma, fue completamente destruido por los bombardeos norteamericanos.
La evolución de la Segunda Guerra Mundial demostró al mando militar norteamericano la letal eficacia de los bombardeos, y, desde entonces, no han dejado de arrasar la tierra. En marzo de 1946 (cuando a la Unión Soviética todavía le faltaban varios años para conseguir también la bomba atómica y estar en igualdad de condiciones), Estados Unidos decidió que el Mando Estratégico del Aire (Strategic Air Command, SAC) fuese un organismo independiente del ejército, y, dos meses después, se le ordenó que preparase un plan para lanzar bombas nucleares en cualquier lugar del planeta: los principales objetivos eran ciudades y centros industriales soviéticos. El SAC controlaba los bombarderos estratégicos y los misiles intercontinentales, y en 1992 fue reconvertido en el Comando Estratégico de Estados Unidos (United States Strategic Command, USSTRATCOM), con sede en la misma base aérea de Offutt, en Omaha, Nebraska.
En noviembre de 1947, Estados Unidos ultimó su plan de guerra nuclear Broiler: veinticuatro ciudades soviéticas serían destruidas con bombas atómicas, programa que fue desarrollado posteriormente con el plan Half Moon de 1948 y con el plan Off Tackle de 1949, donde ya tenían prevista la destrucción de ciento cuatro ciudades soviéticas. La URSS no disponía aún de armamento nuclear, y cuando lo tuvo, a partir de 1949, siempre fue a la zaga de los proyectos de bombardeos atómicos norteamericanos. El temor a las consecuencias de una guerra nuclear detuvo los planes más agresivos, aunque generales como MacArthur reclamaron el lanzamiento de bombas atómicas sobre China. Buena parte del planeta estuvo a un paso de la destrucción: desde 1961, el Comando aéreo estratégico norteamericano, SAC, mantenía bombarderos con bombas nucleares volando veinticuatro horas del día, siete días a la semana, preparados para lanzar su carga contra la Unión Soviética, la Europa socialista y China. El plan del Pentágono tenía previsto lanzar ciento setenta bombas nucleares sobre Moscú, y los estrategas de Washington habían calculado que sus bombas causarían la muerte de más de cuatrocientos millones de personas.
Después del horror en el Pacífico, llegó la guerra de Corea, y Vietnam. En junio de 1950, el Comando Aéreo Estratégico norteamericano se dispuso a bombardear Corea del Norte. Fue un diluvio de bombas: en tres meses, los bombarderos destruyeron todas las ciudades del norte. Como los soldados de Kim Il Sung habían avanzado hacia el sur para unificar el país, Estados Unidos empezó también a bombardearlo, destruyendo muchas ciudades: lanzaron más de un millón de bombardeos. Para reconquistar Seúl, Estados Unidos la bombardeó sin piedad: cuando sus tropas entraron, entre las ruinas de la ciudad se amontonaban más de cincuenta mil cadáveres. Dos años después, William O. Douglas, presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos, visitó Corea del Sur. Ante la infernal destrucción, afirmó: «He visto ciudades europeas devastadas por la guerra, pero jamás había sido testigo de una devastación como la que encontré en Corea. Ciudades como Seúl están severamente dañadas, pero otras muchas, como Chorwon, en la base del Triángulo de Hierro, han sido arrasadas por completo. Puentes, vías férreas, diques… han sido reducidos a escombros. La miseria, las enfermedades, el dolor, el sufrimiento, el hambre… todo se mezcla más allá de lo comprensible.» En la guerra de Corea, murieron cinco millones de personas; la gran mayoría, civiles.
En Vietnam, el Pentágono aprobó en 1965 la operación Trueno: oleadas de bombardeos para destruir sistemáticamente el país. Pero no pudieron doblegar a los vietnamitas. Parecía imposible llegar más lejos, pero lo hicieron, y llegó el infierno: más bombas, y napalm, que ya habían utilizado en Japón y en Corea. La carga explosiva lanzada por Estados Unidos en Vietnam, Laos y Camboya durante la guerra fue de ocho millones de toneladas de bombas, que equivalía a siete bombas para cada hombre, mujer o niño, o a seiscientas cuarenta bombas atómicas como la de Hiroshima. El escritor norteamericano Stan Sesser escribió sobre los bombardeos en Vietnam: enviaban «un bombardero cargado de bombas cada ocho minutos, las veinticuatro horas del día y de la noche, durante nueve años sin cesar». Durante la guerra de Vietnam, el gobierno de Washington y los generales del Pentágono, no retrocedieron ante la evidencia de su inhumanidad, y recibieron la ayuda y comprensión de muchos de sus intelectuales: Samuel Huntington, por ejemplo, consideraba que los bombardeos sobre la población civil vietnamita eran la forma más adecuada de defender la civilización occidental.
La desaparición de la Unión Soviética y la parálisis rusa durante la aciaga década de Yeltsin, estimuló la agresividad norteamericana y sus bombardeos, que llegaron a Yugoslavia, Afganistán, Iraq, y a muchos otros países, de Yemen a Sudán, de Libia a Somalia. Solamente bajo la presidencia de Clinton, Estados Unidos intervino en Haití, Ruanda, Somalia, Bosnia-Herzegovina, Congo, Iraq, Yugoslavia. El 23 de abril de 1999, la OTAN bombardeó las oficinas de la televisión en Belgrado: mataron a dieciséis periodistas y trabajadores. También bombardearon la embajada china, matando a tres diplomáticos e hiriendo a otras veinte personas. Los bombardeos sobre la pequeña Yugoslavia duraron setenta y ocho días, durante los que sus bombas mataron a varios miles de personas y causaron la destrucción del país: se calcularon las pérdidas en cien mil millones de dólares; destruyeron puentes, plantas de tratamiento de agua, fábricas, centrales de energía. Su crueldad y desprecio por la población civil está jalonada por masacres como la del bombardeo de un tren de pasajeros en el desfiladero de Grdelica, o por la matanza de Korisa, donde un convoy de refugiados albanokosovares fue bombardeado por la OTAN, muriendo más de cien personas. Pero las bombas tienen con frecuencia la compañía de las mentiras: pese a las evidencias de su autoría, Washington se negó a reconocer su responsabilidad en la matanza de Korisa e intentó culpar a Belgrado del bombardeo. Cuando no le quedó más remedio que reconocer el bombardeo, la OTAN habló de «error», de «objetivo militar legítimo», y siguió sin aceptar el elevado número de muertos.
En Iraq, tras la gran mentira de las «armas de destrucción masiva» que supuestamente estaban en poder del gobierno de Bagdad, los bombardeos fueron apocalípticos: la invasión norteamericana de 2003 y la guerra y ocupación militar posterior llevó a la muerte a más de un millón de iraquíes. Iraq Body Count (IBC), basándose en noticias de medios de comunicación, hablaba de unos 100.000 civiles muertos hasta julio de 2010. Por su parte, en octubre de 2006, The Lancet estimaba que la guerra en Iraq había causado ya 655.000 muertos; solo en bombardeos, consideraba que habían muerto 137.000 iraquíes. En septiembre de 2007, una organización británica, ORB International, calculaba en 1.200.000 los muertos causados en Iraq por la invasión norteamericana. Desde entonces, hace ya más de quince años, Estados Unidos sigue bombardeando al martirizado Iraq: solo en los tres primeros meses de 2017, Estados Unidos bombardeó en Iraq y Siria y mató a casi dos mil civiles. Una investigación de Amnistía Internacional reveló que durante la ofensiva contra la ciudad siria de Raqqa, los bombardeos norteamericanos lanzaron más bombas que en cualquier otro lugar desde los días de la guerra de Vietnam: mataron a más de mil seiscientas personas, todas civiles. Los portavoces del Pentágono declararon que bombardeaban al ejército islamista de Daesh, y que se trataba de «la campaña aérea más precisa de la historia», aunque en ocasiones tenían que reconocer algún «error». Porque la defensa para justificar bombardeos y masacres siempre está preparada, y siempre es la misma: cuando se produce una matanza, y si la noticia llega a los medios de comunicación internacionales causando una gran conmoción, Estados Unidos declara que abrirá una «comisión de investigación» para aclarar los hechos. Sabe que detendrá así el primer golpe; después, la noticia desaparece de la prensa y las televisiones, y el mundo olvida. En otras ocasiones recurre directamente a la mentira: el 17 de marzo de 2017, Estados Unidos bombardeó un edificio donde se habían refugiado decenas de familias, en Mosul, Iraq, en una feroz matanza donde murieron más de cien personas. Washington tuvo que reconocer que habían sido sus aviones los responsables, pero se las ingenió para eludir su responsabilidad: alegó que las bombas lanzadas no eran suficientes para destruir el edificio ni para causar tantas víctimas, pero que provocaron inadvertidamente el estallido de los explosivos dejados allí por Daesh. Era una burda mentira, pero nadie recuerda ya la matanza de Mosul.
Ahora, además de seguir utilizando los aviones bombarderos convencionales, Estados Unidos arrasa países desde el sosiego de las oficinas de sus bases militares. Cuando la OTAN inició la guerra contra Libia, junto a Francia y Gran Bretaña, el Pentágono decidió bombardear el país con sus nuevos aviones sin tripulación, los Predator. En 2015, la revista alemana Der Spiegel reveló que desde 2o13 Estados Unidos dirigía también los ataques con drones en Oriente Medio, en Afganistán, Pakistán, Yemen, y en África desde la base de Ramstein, cuartel general de las fuerzas aéreas norteamericanas en Europa. Esos drones, que se han convertido en habituales en las guerras de nuestros días, fueron dirigidos por los militares estadounidenses desde las oficinas castrenses de Nevada. El Pentágono utiliza también los aparatos de vigilancia Global Hawks, unos drones de casi catorce metros de largo; y los MQ-1 Predator y MQ-9 Reaper que son dirigidos desde la base en Nevada de la Fuerza Aérea de Creech, situada en Indian Springs, a unos cincuenta kilómetros al norte de Las Vegas. No podían haber bautizado mejor a esa base: lleva el nombre del general Wilbur L. Creech, un hombre que bombardeó en muchas ocasiones a la población civil en Corea y después en Vietnam.
Hasta hoy mismo: el 3 de noviembre de 2010, aviones teledirigidos norteamericanos mataron a quince personas en el norte de la región de Waziristan, en Pakistán. El mando norteamericano ni se molestó en ofrecer explicaciones: el gobierno pakistaní desconocía el ataque, y el Pentágono no creyó necesario justificar su acción: bombardea con regularidad allá donde considera. En 2011, aviones teledirigidos Predator, controlados desde Nevada con equipos compuestos para cada uno por casi doscientas personas, bombardeaban Libia, en una operación que tenía todas las características de un videojuego: los militares norteamericanos que controlan esos drones lo hacen desde sus oficinas, con tranquilidad, sin agobios, y después vuelven a casa; han jugado una partida más, aunque en ella hayan matado de verdad a seres humanos: es la deshumanización del enemigo. No hay crímenes de guerra, ni crueldad: es solo un juego a distancia. El Pentágono ha utilizado también esos aviones drones en Iraq, Afganistán, Pakistán, Siria, Yemen y en países africanos como Somalia y Sudán.
Aunque se aceptase la legitimidad de esas frías ejecuciones por realizarse en el curso de una guerra (esa es la justificación norteamericana: se hallan inmersos en una «guerra global contra el terrorismo»), con mucha frecuencia, los bombardeos norteamericanos matan a personas civiles, inocentes. En esa constante contabilidad de la muerte, Estados Unidos ha recurrido siempre a la mentira. Francis Patrick Matthews, a quien Truman nombró secretario de la Navy, dijo que su país debía estar dispuesto a todo para mantener la paz, incluso a iniciar una guerra. Matthews creía que el deber de los Estados Unidos consistía en ser «agresores por la paz». Cuando Truman ordenó lanzar las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, muchos norteamericanos creyeron que el hongo nuclear era la nueva estatua de la libertad, y su gobierno defendió el holocausto atómico para «conseguir la paz», porque a los generales del Pentágono no les han temblado nunca las manos mientras diseñan escenarios del horror, y desde hace muchas décadas las mentiras acompañan a las bombas.
Seita, el niño que muere como un perro abandonado en la estación de Sannomiya de Kobe, en el aterrado Japón de posguerra que describió Akiyuki Nosaka, oye el zumbido atronador de las escuadras norteamericanas y ve las manchas negras que caen sobre ellos: es la lluvia que lanzan los aviones, piensa, atenazado por el pánico. Era la lluvia negra de los bombardeos, el sudario que Estados Unidos sigue lanzando sobre el mundo.
Fuente: El Viejo Topo, noviembre de 2019.
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