El derrumbe del Rana Plaza se cobró más de mil vidas y dejó al descubierto el desprecio de la gerencia por la seguridad de los trabajadores. Marienna Pope-Weidemann informa de la lucha por conseguir mejores condiciones para los trabajadores de la industria textil en Bangladesh. Hace hoy cinco años, Rosina Atker llegó a trabajar, como […]
El derrumbe del Rana Plaza se cobró más de mil vidas y dejó al descubierto el desprecio de la gerencia por la seguridad de los trabajadores. Marienna Pope-Weidemann informa de la lucha por conseguir mejores condiciones para los trabajadores de la industria textil en Bangladesh.
Hace hoy cinco años, Rosina Atker llegó a trabajar, como de costumbre, con su madre y su hermana a las ocho de la mañana. Pero nunca volvió a casa. Rosina era trabajadora textil en el edificio Rana Plaza. Estaba embarazada de cuatro meses en ese momento. Cuando llegó al trabajo, su hermana le preguntó al encargado si se podían ir a casa; el edificio no parecía seguro y todo el mundo veía las grietas de los muros. Pero les dijeron que «no se preocuparan y siguieran trabajando».
De hecho, las autoridades locales habían recomendado el día anterior que se suspendieran todas las actividades de las fábricas. A los empleados del banco y las tiendas de las plantas bajas se les dijo que se quedaran en casa. Pero obligaron los trabajadores textiles a permanecer bajo amenaza de despido. Solo unas horas más tarde, el edificio se derrumbó y cientos de trabajadores quedaron atrapados en su interior. Los equipos de rescate tardaron cinco días en encontrar el cuerpo sin vida de Rosina entre los escombros. Ella fue una de las más de 1100 personas que murieron en el derrumbe del Rana Plaza.
La tragedia del Rana Plaza descubrió al mundo el coste real del desprecio de la industria de la moda por los derechos de los trabajadores. Pronto se supo que el derrumbe se podía haber evitado, que el peso de la maquinaria y el personal superaba en más de seis veces el peso que el edificio podía aguantar. Habían ignorado el peligro deliberadamente, no solo los jefes de las fábricas, sino también las marcas de moda que habían realizado auditorías del edificio.
Una ola de indignación se extendió a lo largo y ancho del mundo. Más de un millón de personas se manifestaron, protestaron y firmaron peticiones. War on Want [‘Guerra contra la Necesidad’, una organización con sede en Londres] trabajó con los sindicatos sobre el terreno para conseguir indemnizaciones para las familias de los heridos y muertos en el derrumbe del Rana Plaza y para movilizar a la gente en el Reino Unido. Más de 150 grandes marcas y minoristas, fuertemente presionados por la opinión pública, se adhirieron al llamado Acuerdo de Seguridad de Bangladesh, una iniciativa liderada por los sindicatos.
El Acuerdo de Bangladesh fue un acuerdo tripartito pionero entre el gobierno, las empresas y los trabajadores. Ha sido la primera vez que las firmas y los minoristas, que ganan miles de millones a costa de los trabajadores textiles, han aceptado una negociación colectiva con ellos.
En febrero de 2014, el acuerdo cubría a 1600 fábricas. Las fábricas estaban ya obligadas legalmente a someterse a inspecciones independientes y transparentes, a financiar las reparaciones que fueran obligatorias y el derecho de los trabajadores a negarse a trabajar bajo condiciones no seguras, a tener acceso a un sindicato y a emprender acciones colectivas cuando no se cumplieran los estándares de seguridad. Todos y cada uno de los puntos del Acuerdo daban un giro histórico a los pésimos antecedentes de la industria, conformados por acuerdos voluntarios sin poder y autoevaluaciones herméticas.
Pero la imagen de la ropa desparramada sobre un cementerio de hormigón roto no bastó para convencer a todo el mundo. Algunas marcas se negaron a aceptarlo. Las primeras fueron GAP y Walmart, empresa matriz de Asda. En su lugar, promovieron su propia iniciativa para competir con este acuerdo: un plan basado en el anterior enfoque voluntario que se centraba en la responsabilidad corporativa, en lugar de en los derechos de los trabajadores; el sistema que le había fallado a Rosina, a su hijo nonato y a otras 3600 personas que habían muerto o habían resultado heridas en el derrumbe del Rana Plaza. No estaban solos: el Gobierno del Reino Unido lideró a los países de la Unión Europea que se oponían a un tratado vinculante.
En enero de ese año, los sindicatos, en representación de los trabajadores textiles de Bangladesh, alcanzaron un pacto de 2,3 millones de dólares con una multinacional de la industria de la moda, de la que no conocemos su identidad, sobre los retrasos en las reparaciones de riesgos de seguridad en sus fábricas. Cinco años después de que se introdujera el acuerdo, se ha demostrado que merece la pena y el sindicato ha demostrado que es posible traducirlo en acciones que salvan vidas.
Aún así, conseguir aquel acuerdo les costó luchar durante dos años. Y además nos muestra una importante verdad: los acuerdos nunca serán suficiente si no van acompañados del derecho de los trabajadores a organizarse y a utilizar esos acuerdos para luchar por defender sus vidas y sustentos.
Ese objetivo aún está lejos de alcanzarse. En Bangladesh, el acuerdo ha conseguido que las fábricas sean más seguras, pero los derechos a constituir y unirse a sindicatos y a ponerse en huelga todavía se enfrentan con una represión brutal. El año pasado, miles de trabajadores salieron a las calles para exigir que se les doblara el sueldo y poder así acercarse a un salario digno. Se encontraron con que fueron detenidos y encausados, y miles de trabajadores acabaron en las listas negras de la industria. Los salarios de la industria textil de Bangladesh siguen siendo demasiado bajos como para cubrir las necesidades básicas y se sigue obligando habitualmente a los trabajadores, que aún no tienen derecho a sindicarse, a hacer horas extraordinarias.
Los trabajadores a los que afecta han respondido al reto de una forma innovadora. En los lugares en que se les niega que constituyan un sindicato, los comités de empresa de seguridad y salud laboral, introducidos por el Acuerdo de Bangladesh, se ha utilizado como punto de partida para que los trabajadores empiecen a organizarse y como base para la constitución de sindicatos.
En Sri Lanka, por ejemplo, en donde trabajamos en colaboración con Free Trade Zones and General Services Employees Union (sindicato de empleados de zonas de libre comercio y servicios generales), el gobierno y las empresas han contenido la formación de comités de seguridad y salud laboral, pero los trabajadores del textil han seguido adelante con «comités en la sombra». Apoyamos esos grupos informales, que participan en la formación en la fábrica no solo en lo relativo a la seguridad y salud laboral, sino también en lo relativo a los derechos de los trabajadores y en el derecho a constituir un sindicato. Y aunque no los reconozcan, los sindicatos están comenzando a emerger.
Es una vergüenza que la idea del respeto por los derechos humanos y laborales básicos sea opcional cuando las marcas de moda obtienen miles de millones de beneficios anuales. El Acuerdo ha sido un paso importante y el pacto al que llegaron en enero demuestra que se puede utilizar para obligar a las compañías a pagar por poner en peligro las vidas de sus trabajadores. Pero cuando se trata de anteponer las personas a los beneficios, ya sea en lo relativo a salud y seguridad o a un salario justo, estas empresas siempre se esfuerzan en proteger sus rendimientos.
Por ese motivo, el acuerdo por sí solo no va a proteger a los trabajadores. Es valioso siempre y cuando el trabajador de la fábrica lo haga cumplir y tenga el derecho organizarse para conseguir dignidad y justicia.
Marienna Pope-Weidemann es la responsable de prensa de War on Want.
Traducción: Isabel Pozas González