Víctor Yushchenko surgió como estrella rutilante en el espacio político internacional tras celebrarse en Ucrania unas «elecciones» en las que el imperialismo jugó un papel decisivo anulando votaciones y legitimando sólo las que le interesaban. Siguiendo la costumbre, al resultado de aquella farsa, dirigida desde Washington, le asignaron el color naranja gracias a una bufanda. […]
Víctor Yushchenko surgió como estrella rutilante en el espacio político internacional tras celebrarse en Ucrania unas «elecciones» en las que el imperialismo jugó un papel decisivo anulando votaciones y legitimando sólo las que le interesaban. Siguiendo la costumbre, al resultado de aquella farsa, dirigida desde Washington, le asignaron el color naranja gracias a una bufanda. En apoyo del nuevo líder acudieron a Kiev, Lech Walesa y Luis Solana, este último considerado en determinadas cancillerías como criminal de guerra a causa de su actitud belicista en la agresión militar sufrida por la antigua Yugoslavia. El refranero es sabio: dios los cría y ellos se juntan.
El nuevo presidente de Ucrania desea integrarse en la Unión Europea (UE), un conjunto de países que, como dice Fidel Castro, sólo tienen en común girar en la órbita de Estados Unidos. Las protestas españolas e italianas por las expulsiones de quienes pretendían asistir en La Habana a la raquítica reunión de apátridas cubanos -que incluía un mensaje de saludo de quien les paga, el genocida George Bush- confirma que la UE es otro instrumento al servicio del mayor Estado terrorista que haya existido jamás. Sería mucho más honrado que Italia protestara por la presencia, tolerada, en territorio norteamericano del terrorista Posada Carriles, responsable, entre otros crímenes, de la muerte de un turista italiano. ¿Qué haría España si representantes del Parlamento cubano intentaran efectuar una declaración en Gernika junto a Batasuna, exigiendo libertad para los presos políticos vascos? La vergonzosa conducta asumida por la UE en estas cuestiones y su negativa a que se investigue la situación de los presos de Guantánamo, no se corresponden con la pretendida independencia política de la que hace gala.
Un mes antes del esperpento habanero, Ucrania también había aportado su granito de arena. Mientras Raisa Maevsenko, funcionaria del ministerio de Salud Pública de Ucrania, agradecía cínicamente en La Habana la ayuda prestada por el país caribeño a los niños de Chernobil, Yuschenko regresaba de Washington con la orden de votar contra Cuba en la Comisión de Derechos Humanos de Ginebra. Ese voto significó la sumisión y el sometimiento del Gobierno de Ucrania a la Casa Blanca y, por extensión, su alineamiento con los crímenes y torturas que el Imperio ejecuta diariamente en Iraq. Poco después de que el canciller cubano Felipe Pérez Roque calificara de «vergüenza» el voto de Ucrania en la Comisión de Derechos humanos, Fidel Castro declinó manifestarse sobre el comportamiento de quien desprecia a sus ciudadanos más inocentes: los niños enfermos de Chernobil.
Actualmente, Yushchenko no ocupa las primeras páginas de la información, pero no por eso ha dejado de moverse al son que le marcan otros. En estos momentos, anda empeñado en regalar los recursos del país. Y para lograr su propósito, pretende anular las privatizaciones de las empresas estatales efectuadas por Leónid Kuchman tras la desaparición de la Unión Soviética. Con el descaro propio de un gánster, se dispone a privatizar esas empresas por segunda vez para dejarlas en manos de las multinacionales norteamericanas. El presidente del actual Gobierno ucraniano se justifica argumentando que, durante las primeras privatizaciones, no se tuvieron en cuenta las ofertas de las compañías estadounidenses, signo inequívoco de que le están pasando factura.
Tampoco puede decirse que sea un furibundo pacifista. Ha explorado la posibilidad de incorporarse al sistema norteamericano de defensa antimisil, desea integrar a su país en la OTAN y la retirada de sus tropas de Iraq ha sido pactada con Estados Unidos. Obedeciendo órdenes del Imperio, no va a renovar el acuerdo con Rusia por el que se permitía la estancia de los buques rusos en el mar Negro que pasará a ser dominio de la flota americana. Además, quiere reactivar el llamado «Grupo del Guuam,» entidad creada en 1997 con fines económicos, de la que forman parte Ucrania, Georgia, Uzbekistán, Azerbaiyán y Moldavia. El primero de los objetivos de la organización será exigir a Rusia la salida de los soldados que tiene destacados en Georgia, pero no con la intención de desmilitarizar la zona, porque las tropas norteamericanas mantendrán su presencia en Uzbekistán y en poco tiempo estarán en Georgia y Azerbaiyán. Los pilares básicos que sustentan al Grupo son la democracia occidental, la reactivación económica y la seguridad; o lo que es lo mismo: neofascismo, neoliberalismo y militarismo imperialista.
Los pueblos de la zona están siendo conducidos a la enajenación y a la ignorancia; por no decir al matadero, como se pudo comprobar en la sanguinaria represión desatada por el uzbeko Islam Karinov, aliado de Estados Unidos en la lucha contra el «terrorismo». George Bush- rechazado masivamente allá donde va- debe de estar preguntándose cómo es posible que en Georgia la gente vitoree a quien viene para robarles. Cuando las multinacionales saqueen al país asistiremos a revueltas populares como la de Uzbekistán, de la que los medios occidentales se han apresurado a señalar como instigadores solo a los sectores islámicos sin tener en cuenta el aumento de la pobreza y la desaparición de las políticas sociales desde que dejó de ser república soviética. Si, por algún azar, cualquiera de esos Estados tuviera la osadía de plantear objeciones a las aspiraciones imperiales de las que el mandatario ucraniano es portavoz, asistiríamos, con toda probabilidad, al nacimiento de una «revolución» cuyos colores podrían ser perfectamente el azul, el rojo y el blanco de la bandera de las barras y las estrellas.
Resulta evidente que Víctor Yushchenko aspira a ser el brazo imperial que imponga el neoliberalismo, de grado o por fuerza, en la región. Muchos recordarán aquella famosa película traducida al español como La Naranja Mecánica. Su título original (The Clockwork Orange) estaba formado por un juego de palabras que ocultaba el sentido del mismo que en realidad era «El Hombre Mecánico», adjetivo que le viene como anillo al dedo a Yushchenko; un robot, con bufanda naranja, manejado a distancia por la Casa Blanca.