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Respuesta a Ariel Dacal Díaz

La perestroika y el papel del individuo en la historia

Fuentes: Rebelión

En un artículo publicado en Rebelión el pasado 13 de abril, Ariel Dacal Díaz contradice mis criterios sobre la perestroika y afirma: «considero que la perestroika es un proceso muchísimo más complejo que la función de un hombre en un contexto determinado y desborda los límites maniqueos». Por motivos que no viene al caso explicar […]

En un artículo publicado en Rebelión el pasado 13 de abril, Ariel Dacal Díaz contradice mis criterios sobre la perestroika y afirma: «considero que la perestroika es un proceso muchísimo más complejo que la función de un hombre en un contexto determinado y desborda los límites maniqueos».

Por motivos que no viene al caso explicar he debido demorar mi respuesta. Le concedo totalmente la razón a Dacal Díaz y a su artículo expresado en términos razonables y respetuosos, pero creo que en ningún momento manifesté que Gorbachov era el único responsable del fracaso del experimento ruso. Me referí a múltiples factores, entre ellos el estancamiento de Breznev, la intervención en Afganistán, la reforma trunca de Andropov, el costo de mantener la paridad atómica, la pérdida del partido de su capacidad de movilizar a las masas, el divorcio generacional, la falta de integración real de las repúblicas periféricas y el aventurerismo de Yeltsin, entre otras, como causas concomitantes y significativas.

Dacal se muestra en desacuerdo que haya yo afirmado que la perestroika fue «el principio del fin del Estado socialista». Desde luego, que expresado así, a secas, esquemáticamente, ello carece de sustentación, pero en mi artículo lo expresé como colofón de una enumeración de antecedentes que explicaban el colapso. Habría que acudir a Stalin como uno de los antecedentes iniciales de esta crisis, O quizás habría que remontarse más atrás, al imperialismo zarista y a la manera en que fue absorbiendo territorios limítrofes. Todo ello condujo a la necesidad de pensar en un nuevo tipo de socialismo, como nos recordó recientemente en un discurso en La Habana, Hugo Chávez, lo cual no significa asimilar la economía de mercado como hicieron los rusos, pero si implicaba, en aquél caso, deshacer la autoridad omnímoda de las burocracias.

Cuando me refiero a los jóvenes descontentos no me refiero a los funcionarios nacientes sino a los que escuchaban a Vladimir Vissotsky y leían a Ajmadúlina, Ajmatova, Tsvetaeva y a Voznesenski; a aquellos que, desorientados, creían que las calles de Nueva York estaban pavimentadas de oro y anhelaban intoxicarse en los McDonald´s; a quienes no tenían, efectivamente, espacio político para expresarse.

Desde luego que la moral campesina, el despotismo oriental y la burocracia zarista no fueron los únicos legados que deformaron el intento soviético. Hay mucho más. Tampoco afirmo, como me hace decir simplistamente Dacal, que un sistema de administración dinámico y ágil era la única solución para todo aquél desastre. Pero vamos a analizar el asunto por partes.

Stalin estableció un aparato de control totalitario y suprimió, con feroz violencia, toda discrepancia. Censuró y mutiló la creación artística y la indagación filosófica y la redujo a esquemas maniqueos, alejados de la dialéctica de la vida real. Desangró a su país en un esfuerzo voluntarista de implantar reformas. Diezmó a sus propios partidarios y erigió un imperio que sobrevivió a su muerte. Pese a sus crímenes, errores y caprichos, finalmente condujo, a su patria amenazada, a la victoria sobre el fascismo. Se convirtió en un héroe mítico, custodio de la doctrina y emblema de la nación, de la misma manera que Cromwell o Robespierre.

Convirtió a Rusia en la primera potencia industrial de Europa y la segunda del mundo. Tal como ha dicho Isaac Deutscher, Stalin halló un país que labraba la tierra con arados de madera y lo dejó dotado de energía atómica. Tras su muerte, Nikita Kruschov denunció el culto a la personalidad y comenzó la reforma con un nuevo estilo, más franco y desenfadado. Durante el nuevo mandato se inició la conquista del espacio y el diálogo con Occidente, la explotación de las tierras vírgenes y el cisma con China. Un suave viento de modernización comenzó a soplar.

Breznev gobernó durante dieciocho años, la mayor parte de ellos en el estancamiento, durante los cuales la Unión Soviética se encaminó a su declinación. Los índices de crecimiento se contrajeron progresivamente, los bienes de consumo fueron más escasos y la economía fue engullida por la producción de armamentos para sostener la rivalidad bélica con Estados Unidos. La ineficiencia, la corrupción, el mercado negro y el descontento aumentaron como nunca antes. El Partido perdió su capacidad de movilización de las masas. Los índices de suicidio y alcoholismo crecieron extraordinariamente. A la despolitización del pueblo se añadió el descreimiento de los intelectuales y el cinismo de la burocracia. Lo más grave: en esos años se produjo una especie de segunda revolución industrial, la revolución informática, y la URSS no ajustó su paso a los nuevos tiempos y se fue quedando rezagada. Andropov entendió la necesidad del cambio, pero no tuvo tiempo de implantar sus reformas; apenas pudo alentar la nueva mentalidad en algunos discípulos, como Gorbachov.

En el breve año del gobierno de Konstantin Chernenko, quien enfermo y casi inválido asumió el ocaso del sistema, el deterioro de la URSS alcanzó el borde del abismo. La elección de Gorbashov era la señal esperada para conducir a la nación soviética hacia una nueva modernización. La esclerosis política impidió la necesaria ruptura con el pasado. El verdadero socialismo puede y debe satisfacer las necesidades materiales y espirituales del hombre pero el «socialismo real», retrasado y lento, había iniciado su cuenta regresiva.

Gorbachov había comprendido que si su modelo de socialismo no se enmendaba habría de perecer. Cuando comenzaron los cambios se desató el nacionalismo recalcitrante, resucitado de su aparente letargo. Las repúblicas periféricas, y sus masas subdesarrolladas, habían constituido solamente una joya ornamental de la corona rusa y nunca formaron una parte articulada de un cuerpo único.

Al ascender al poder, en 1985, Mijail Gorbachov dió inicio a un experimento político extraordinario: la democratización del ensayo socialista fundado por Lenin. Al parecer había ocurrido en el Kremlin una escaramuza entre los reformistas –que deseaban continuar los cambios que Andropov apenas comenzó–, y los ortodoxos, quienes pretendían preservar el paralizante equilibrio que se alcanzó bajo Breznev. Hubo un acuerdo: situaron al anciano y enfermo Konstantin Chernenko en el poder. Era el triunfo de la línea brezneviana por un breve lapso, todos sabían que Chernenko –debido a antiguos padecimientos –, no tardaría en morir, lo cual ocurrió en mayo de 1985.

A Chernenko lo sustituyó Mihail Gorbachov, quien seis meses después se entrevistó con Reagan en Ginebra. La estrategia de la guerra de las galaxias, lanzada por el presidente estadounidense, estaba arruinando a la Unión Soviética. El costo de mantener la paridad atómica era inmenso debido al nuevo sistema que pretendía disparar cohetes desde el espacio cósmico. La esfera en que se situaba el gasto militar paralizaba cualquier intento de reforma económica que pudiera intentar el régimen recién instaurado.

Gorbachov promovió una serie de audaces y rápidas medidas de transformación del país que ocupaba la sexta parte de la tierra, que fueron concesiones agotadoras del sistema. En 1987 autorizó la iniciativa privada, en el 88 se reunió con Reagan y en el 89 efectuó la primera reunión cumbre con China en 30 años. Ese mismo año se reunió con el Papa, en la entrevista inicial de un gobernante de la URSS con el jefe de la Iglesia Católica.

En ese año 89 se terminó la repatriación de las tropas soviéticas que se hallaban en una injustificable guerra colonial en Afganistán. En el 90, el Partido Comunista renunció a su carácter de partido único y se puso en pie de igualdad con las demás organizaciones políticas. A la vez se autorizó a los ciudadanos de la URSS a ser propietarios y arrendar o contratar medios de producción, mientras se elaboraba un plan para desmantelar los controles de la producción centralizada y establecer el régimen de mercado libre.

En julio Gorbachov aceptó la unificación de Alemania, otro importante paso hacia la concertación con Occidente. Los nostálgicos del estalinismo, intentaron un golpe de Estado, en agosto del 91, que inició la declinación de la perestroika. Cuatro meses después Yeltsin utilizó hábilmente el ansia independentista de las repúblicas eslavas e islámicas y llegó a un pacto que establecía la Comunidad de Estados Independientes y despojaba de toda autoridad a Gorbachov. En diciembre, en una ceremonia que duró treinta minutos, se firmó la disolución de la Unión Soviética y Gorbachov renunció. Las modificaciones habían sido tardías e insuficientes y el sistema feneció sin que los remedios lograsen reactivar su cuerpo.

Yeltsin, quien había sido miembro del todopoderoso Buró Político en tiempos de Breznev, y alcalde de Moscú, donde demostró una transitoria energía y eficiencia, fue expulsado de sus cargos dirigentes en el Partido, en tiempos de Gorbachov. Hizo una gira por los Estados Unidos donde dejó anonadados a sus anfitriones por los excesos de su vida privada y propició un colaboracionismo incondicional. Las elecciones que confirmaron en el poder a Yeltsin fueron un ejemplo de ingerencia, manipulación y embaucamiento. El gobierno de Clinton tembló ante la posibilidad de que la derrota de Yeltsin propiciaría el renacimiento de la Unión Soviética. Habría terminado el ámbito unipolar y la capacidad de Estados Unidos de imponer su voluntad al resto del mundo. De haber caído Yeltsin no habría recomenzado la Guerra Fría porque este afligido planeta ya no está para esos trotes, pero el Tercer Mundo sí habría visto una restauración del equilibrio político que habría frenado los excesos estadounidenses.

Para lograr la precaria mayoría alcanzada no se escatimaron recursos. Los anuncios pasados en la televisión a su favor fueron preparados por Video International, una filial de la estadounidense Bains & Co. y de la Boston Consulting Group. La televisión rusa solamente presentó la imagen de Yeltsin, no se permitió a ningún otro candidato que utilizara el poderoso medio en su campaña. Los asesores estadounidenses aconsejaron a Yeltsin que bailara rock & roll. Su pretendida fama democrática sufrió un gran descrédito cuando liquidó su oposición a cañonazos y redujo a prisión a los disidentes. La manera atroz en que condujo la guerra contra Chechenia reveló su despotismo, originado en sus años de militancia en una organización formada por otro déspota, habituado a la intolerancia y a la violencia.

A la larga los acontecimientos sobrepasaron a Gorbachov, quien fue demasiado lejos en el camino de las concesiones. Si el colapso soviético fue una operación premeditada de la burocracia con el fin de preservar sus privilegios o no, como afirma Dacal, es algo que aún no tenemos suficientes elementos de juicio para juzgar. Si por el contrario, se trató de un intento de rectificación, como afirman los perestroikos, que se escapó del control de la dirección, tampoco podemos calificarlo todavía.

Actualmente los rusos afirman que en el socialismo tipo soviético disponían de una sola variedad de queso del cual podían comprar 300 gramos. En la economía de mercado sitúan treinta variedades de quesos pero el dinero solo les alcanza para comprar 25 gramos.

Habrá que esperar los años, las investigaciones, la apertura de archivos y la desclasificación de documentos para trazar un juicio definitivo. Lo innegable es que el experimento socialista soviético constituyó una valiosa experiencia en el camino de la eliminación de la injusticia y de la distribución más equitativa del producto del esfuerzo humano. Que haya fracasado no descalifica otros intentos de reforma ni puede afirmarse que la economía de mercado con su despilfarro y sus monstruosos desniveles sea el método idóneo de organización

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