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Tras la decisión del Tribunal Supremo de respetar el habeas corpus de los detenidos en Guantánamo

La sentencia dictada no sirve para contener las avalanchas de la guerra contra el terror

Fuentes: Empire Burlesque

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Por supuesto que la reciente decisión del Tribunal Supremo restaurando el habeas corpus para los cautivos de la Guerra contra el Terror secuestrados en la Bahía de Guantánamo supone un avance que es bienvenido. Es un severo reproche a una de las cláusulas clave de la odiosa Ley de Comisiones Militares (MCA, en sus siglas en inglés), que entregó oficialmente las libertades estadounidenses a la tiranía presidencial. Pero esta siniestra y vergonzosa ley sigue aún vigente; además, el fallo del Tribunal Supremo no toca el principio esencial del Acta: el poder arbitrario del presidente para declarar que cualquiera es un «combatiente enemigo», disponiendo de él como le plazca, incluso matándole. Por tanto, el efecto más probable de esta cuidadosamente restringida sentencia es que va a hacer que las operaciones más siniestras del gulag se hundan más profundamente en las sombras.

La decisión del Tribunal Supremo se refiere exclusivamente a los cautivos retenidos en la base del ejército estadounidense en la Bahía de Guantánamo. A la opinión mayoritaria le cuesta mucho esfuerzo aprehender las especiales circunstancias históricas que rodean la existencia de esa base, especialmente el hecho de que EEUU ha ejercido de facto una continua e incuestionable soberanía sobre el territorio durante más de 100 años. Aunque Cuba conserva una soberanía nominal, en función de un tratado, EEUU representa la única autoridad legal en el trozo de tierra y mar de 45 millas cuadradas. Así, la conclusión del Tribunal: «Mantenemos que [la cláusula del habeas corpus] de la Constitución tiene efectos plenos en la Bahía de Guantánamo». La opinión mayoritaria es más explícita aún acerca de las limitaciones de la sentencia: «Nuestra decisión de hoy mantiene que sólo quienes presenten ante nosotros una solicitud [todos ellos detenidos en Guantánamo] tienen derecho a pedir la orden judicial».

Además, el tribunal confirma los irregulares y arbitrarios Tribunales de Revisión del Estatus de Combatiente (CSRT, en sus siglas en inglés) establecidos por la MCA. En esos tribunales, como Andy Worthington indica, el cautivo no tiene representación legal y no tiene derecho a cuestionar -ni siquiera a ver- las «pruebas secretas» presentadas por sus captores para determinar su estatus de «combatiente enemigo». Los tribunales declaran también que, en general, cualquier vista sobre el habeas corpus para los cautivos de Guantánamo debería aplazarse hasta que se completen esos kafkianos tribunales. Y la mayor parte de la sentencia afirma explícitamente que, en un primer momento, no opinará sobre la ley que permite que el Presidente detenga arbitrariamente cautivos en Guantánamo.

Así, aunque la sentencia puede tener algún efecto eventual sobre las operaciones del campo de Guantánamo -un pretendido escaparate que se ha convertido desde hace tiempo ya en un dolor de cabeza de relaciones públicas del que a Washington, en cualquier caso, le gustaría librarse-, parece que no hay nada en la sentencia que pueda parar al régimen de Bush de atestar de cautivos de la Guerra contra el Terror cualquiera de las otras innumerables guaridas en las que opera por todo el mundo, o de entregarles a la tierna compasión de cooperativos gobiernos extranjeros, o, como indiqué antes, sencillamente matarles, como se ha hecho en un número de casos de los que se ha jactado George W. Bush.

Todo esto a pesar del hecho de que gran número de todos los arrojados durante años al gulag de la Guerra contra el Terror eran completamente inocentes, como el servicio de noticias McClatchy ha ido detallando en una serie de artículos. En efecto, en un momento dado, la Cruz Roja Internacional determinó que entre el 70-90% de los miles de seres retenidos por los estadounidenses en Iraq eran inocentes de cualquier crimen, y mucho menos del de terrorismo o actividad insurgente. Y que el trato adjudicado a esos cautivos ha sido brutal, a menudo bestial, algunas veces letal, como informamos aquí (y en más sitios) durante años. De nuevo, otra historia de la serie McClatchy proporciona un excelente resumen de algunos de los más atroces casos conocidos, y de la ausencia de cualquier castigo real incluso para el asesino de los detenidos.

Hay una buena razón para esta ausencia de justicia, como McClatchy señala: George W. Bush creó deliberadamente un caos en la niebla para tapar las torturas que él y sus altos subordinados -los «Principales de la Seguridad Nacional»- ordenaron, con total conocimiento de que esas acciones eran crímenes sujetos a la pena de muerte bajo la ley estadounidense. McClatchy:

En febrero de 2002, el Presidente Bush emitió una orden negando el estatuto de prisioneros de guerra a los supuestos talibanes y detenidos de al-Qaida. También les negó las protecciones básicas de Ginebra conocidas como los Tres Artículos Comunes, que fijan unos estándares mínimos para el trato humano… La orden de Bush dificultó que se pudiera perseguir a los soldados que violaran esas normas bajo la ley básica militar, el Código Uniforme de Justicia Militar, en gran medida porque sus abogados defensores podrían afirmar que las tropas sobre el terreno no sabían qué era lo que estaba o no estaba permitido.

En estas circunstancias, es en efecto una pérdida de tiempo intentar enjuiciar al pequeño y frito carne de cañón enviado a hacer el trabajo sucio del régimen de Bush. La responsabilidad criminal principal recae claramente en aquellos que habitan las más altas instancias de poder que crearon el sistema del gulag. Sus propios asesores legales confirmaron que el esquema exponía a los «Principales» a enjuiciamiento por crímenes capitales. Más allá de cualquier disputa, está claro que si la ley existe, George W. Bush, Dick Cheney, Don Rumsfeld y otros «Principales» la han hecho trizas.

Pero, ¿y si la ley no existe? ¿Qué ocurre si es sólo una ficción de conveniencias, o quizá un artículo de fe, que va tomando fuerza sólo hasta que sus partidarios (o un número suficiente de ellos) actúan como si tuviera una existencia independiente? ¿Qué ocurre si quienes se sitúan en las altas instancias de poder se niegan a reconocer este artículo de fe, rechazan creer que debería -o podría- imponer alguna restricción convincente sobre sus acciones? ¿Qué sucedería entonces?

Ya hemos visto lo que sucedería. Lo hemos visto durante años, lo estamos viendo ahora, y todavía no hemos visto, ciertamente, lo peor de todo ello. Como señalé en 2006, cuando se aprobó la Ley de Comisiones Militares:

La medida expone claramente que es únicamente competencia de la rama ejecutiva la designación de un «combatiente enemigo»; ni el Congreso ni los tribunales tienen nada que decir sobre la cuestión. Cuando esta nueva ley acompaña a las «Ordenes Ejecutivas» existentes que autorizan la «fuerza letal» contra los arbitrariamente denominados como «combatientes enemigos», se convierte, literalmente, en licencia para matar, con el sello de la aprobación del Congreso.

¿Cómo es de arbitrario este proceso que se dedica a gobernar ahora todas nuestras vidas y nuestras libertades? Dave Niewert en Orcinus ha desenterrado una notable admisión de su naturaleza completamente caprichosa. En una historia aparecida en diciembre de 2002 en el Washington Post, el entonces Procurador General Ted Olson describió la anarquía en el corazón del proceso con franqueza admirable:

«[No hay] necesidad de que la rama del ejecutivo explique detalladamente sus criterios a la hora de determinar quién decide que alguien es un combatiente enemigo», expone Olson.

«No habrá diez normas que desencadenen esto o diez normas que acaben con esto», dijo Olson en la entrevista. «Habrá juicios e instintos y evaluaciones e instrumentaciones que el ejecutivo deberá hacer que, dependiendo de las circunstancias, tendrán que variar probablemente cada día».

Es decir, lo que hoy resulta seguro hacer o decir podría poner en peligro tu libertad o tu vida mañana. Nunca vas a poder saber si estás en el lado justo de la ley, porque la «ley» se atiene sencillamente al capricho del Líder y sus subordinados: sus «instintos» son los que determinan tu culpabilidad o inocencia, y sus movimientos de tripas pueden cambiar de día en día. La incertidumbre más absoluta es la esencia misma del despotismo, y eso es ahora, formal y oficialmente, el principio rector del gobierno estadounidense.

Como hemos visto, la reciente decisión del Tribunal Supremo trata únicamente de la cuestión de los derechos de habeas corpus para los detenidos de Guantánamo. La opinión mayoritaria insiste en que el resto de la Ley de Comisiones Militares no se ve afectada en modo alguno por la sentencia. Ahí se mantiene, al igual que se mantuvo durante todos los dieciocho meses que los demócratas han tenido el control del Congreso. Ni se han atrevido a desafiar al poder arbitrario del ejecutivo ni la licencia para matar del Presidente. Como señalé en aquel artículo anterior:

Y lo que subyace en este edificio de tiranía es la prerrogativa de asesinato del presidente. Quizá la enormidad de esa monstruosa perversión de la ley y de la moralidad ha subsistido sin ser completamente comprendida. ¿Le parece a la mayoría de la gente increíble que un presidente ordene asesinatos como si fuera un don de la Mafia? Pues esa es nuestra realidad y lo ha sido durante cinco años [ahora ya siete años]. Para superar lo que parece ser una extendida disonancia cognitiva sobre este concepto, necesitamos sólo examinar el antecedente, un antecedente, a propósito, tomado enteramente de fuentes de libre acceso en los medios de comunicación. No hay nada secreto ni beligerante en ello, nada que ningún ciudadano normal no pueda conocer, si es que decide enterarse.

Mostré algunos detalles en un artículo más anterior aún, de 2005:

El 17 de septiembre de 2001, George W. Bush firmó una orden ejecutiva autorizando el uso de «medidas letales» contra cualquier persona del mundo a la que él o sus subordinados designaran como «combatiente enemigo». Esa orden sigue hoy vigente. No se requiere prueba judicial alguna, ni vista, ni acusaciones para esos asesinatos; sin ley, sin frontera, sin supervisión que los contenga. Bush ha dado también carta blanca a los agentes sobre el terreno para designar «enemigos» por iniciativa propia y matarles cuando lo consideren.

La existencia de ese universal escuadrón de la muerte -y la total obliteración de la libertad humana que representa- no ha provocado ni siquiera una migaja, un átomo, una partícula cuántica de controversia en el Establishment estadounidense, aunque no sea secreto. Se oyó hablar por vez primera de esa orden del ejecutivo en el Washington Post en octubre de 2001. La primera vez que escribí sobre ella en mi columna del Moscow Times fue en noviembre de 2001. The New York Times añadió más detalles en diciembre de 2002. Ese mismo mes, los funcionarios de Bush dejaron claro que el pavoroso edicto se podría también aplicar a ciudadanos estadounidenses, como informó Associated Press.

La primera vez que se confirmó oficialmente el uso de este poder fue con la matanza de un ciudadano estadounidense en Yemen mediante un misil disparado por un avión teledirigido de la CIA el 3 de noviembre de 2002…

Del artículo de 2006:

Sin embargo, en ese punto, no hay forma de saber cuántas personas fueron asesinadas por agentes estadounidenses que actuaban fuera de todo proceso judicial. La mayor parte de los asesinatos se cometieron en secreto: callada y profesionalmente. Como un documento del Pentágono descubierto por el New Yorker revelaba en diciembre de 2002, los escuadrones de la muerte deben ser «pequeños y ágiles» y «capaces de actuar clandestinamente, utilizando un inmensa gama de coberturas oficiales y no oficiales para… entrar clandestinamente en los países».

Y más aún, hay fuertes indicios de que la administración Bush ha subcontratado algunos de los contratos para operativos en el exterior. En la historia originaria del Post sobre los asesinatos -en aquellas primeras embriagadoras semanas tras el 11-S, cuando los funcionarios de la administración estaban mucho más dispuestos a «deslizarse por el lado oscuro», como Cheney alardeó en la televisión nacional, personas del círculo interno de Bush dijeron al periódico que «es también posible que el instrumento para llevar a cabo los asesinatos decididos sean agentes extranjeros», el término que la CIA utiliza para los no empleados que actúan en su nombre.

Finalicé el artículo de 2005 sobre los escuadrones de la muerte globales de Bush con una escena que, desde entonces, he citado unas cuantas veces. Pero quiero referirme de nuevo a él aquí, porque creo que capta lo que es quizás la quintaesencia de nuestra época: el Establishment bipartidista rompiendo a aplaudir ante una admisión clara de asesinato por un dirigente situado al margen de la ley que encabeza una guerra sin fin de terror, agresión y tortura.

Fue una de las más nauseabundas escenas de la reciente historia estadounidense: el discurso de Bush en el Congreso en enero de 2003 sobre el Estado de la Unión, televisado a toda la nación durante el frenesí final del batir de tambores de guerra antes del ataque contra Iraq. Alardeando de sus éxitos en la Guerra contra el Terror, Bush afirmó que «por todo el planeta se habían arrestado a más de 3.000 sospechosos de terrorismo», aunque «muchos otros encontraron un destino diferente». Su rostro adquirió entonces esa mirada maliciosa característica, y la extraña y enferma medio sonrisa que adopta cada vez que habla de personas asesinadas: «Digámoslo así: Han dejado ya de ser problema».

En otras palabras, los sospechosos -e incluso Bush sabía que eran sólo sospechosos- habían sido asesinados. Linchados. Matados por agentes que operaban sin control en ese mundo de sombras donde los servicios de inteligencia, el terrorismo, la política, las finanzas y el crimen organizado se funden formando una masa amorfa e impenetrable. Quizá asesinados por mor de la palabra de un informador dudoso: un cautivo torturado deseando decir lo que sea para poner fin a su tormento, un rival en los negocios, un adversario personal, un burócrata intentando impresionar a sus superiores, un soplón pagado con necesidad de dinero, un ferviente extremista persiguiendo sus odios étnicos, tribales o religiosos, o cualquier otro proveedor de basura informativa que es la moneda de cambio en el mundo de las sombras.

Bush mantuvo orgullosamente este atroz sistema como ejemplo de lo que llamó «el significado de la justicia estadounidense». Y los legisladores reunidos… aplaudieron. ¡Oh, cómo aplaudían! Jaleaban regocijados ante el hombrecillo sediento de sangre, lascivo y machista de película de serie B. Compartían su desprecio absoluto hacia la ley, nuestro único escudo, aunque sea imperfecto, contra la ciega, bestial, ignorante y simiesca fuerza bruta. Ni una sola voz se elevó de entre ellos en protesta contra esa matchpolitik: ni esa noche, ni al siguiente día, ni nunca.

Y todavía no se oye voz alguna en los pasillos del poder gritando contra esa abominación. Ninguna.

Por eso, sí, la decisión del Tribunal Supremo es muy bienvenida; si sirve para evitar el sufrimiento de una persona inocente, habrá conseguido algo loable. Pero es sólo un guijarro arrojado contra un embravecido mar de sangre que ha derribado los muros de contención y está inundando la tierra.

Fuente: www.chrys-floyd.com/content/view/1540/135/